Esta crónica casera nos muestra otra realidad del confinamiento, acaso menos angustiante: la de la fauna urbana que embellece nuestros balcones y terrazas. La fragilidad de todas esas vidas suscita esta invitación a pensar en los significados de una ecología moral o moral ecológica.

Escrito por Alberto Paredes

Para Martha y Gustavo

Este año los vientos están más revueltos de lo que recuerdo sobre los anteriores. ¿O será que el recogimiento en casa, gracias a la pandemia, lo vuelve a uno nuevamente sensible a lo que pasa frente a las narices, incluyendo el tránsito de las estaciones? El caso es que la primavera no está llegando con idílicas caricias de Céfiro sino que se abre paso a puño limpio del viento norte, que será un descendiente bastardo del Bóreas. Vientos inclementes sacudiendo las copas de los árboles, tumbándoles la nueva fronda que apenas está brotando.

La lluvia de hojarasca es intempestiva y caprichosa, pero tan intensa en sus ratos de cólera que muchas tardes la tormenta verde tapiza mi terraza y balcones, que se atreven a dar la cara al noroeste. La premonición del hecho que quiero contar fue aquella tarde cercana en que recogí del suelo un nido, que habrá caído del cedro o fresno frente a casa. ¿Podría tejer yo algo tan maravilloso y mínimo, solo ayudado de mis garras y pico o boca y manos? Volví a salir de casa para las compras del mercado; al regresar Martha, la señora del quehacer semanal, me recibió exclamando: “¡Prensé un pajarito contra la puerta del balcón!” ¿Sirve de algo que el golpe haya sido accidental o voluntario, cuando uno ejerce su fuerza física contra alguien más frágil? Lo recogí de inmediato, grité a Martha y Gustavo, el carpintero que está remozando la casa: “¿Qué diablos se le da de comer a un ser tan pequeñito y cómo?”

Me quedé a solas, calentándolo con mi vaho, quise creer que sus ojos se fijaban en los míos para albergar una pequeña esperanza de “a lo mejor me salvo; acabó el sufrimiento”. Mis ineficaces primeros auxilios habrán durado un cuarto de hora. Tenerlo caliente, ayudarlo a respirar, deslizarle migas de pan y gotas de leche por el piquito que jalaba aire; de pronto soltó algún pío de dolor. Masajear el pecho, tenerle erguida la cabeza.

Tal como años atrás mis compañeras felinas Wanda y Cabiria, su respiración se lentificaba, “no cierres los ojos, no cierres los ojos”. Más intenso el masaje en el pecho, que el corazón bombee sus gotas de vida. La sangre goteaba, pero de la comisura del pico. “Fractura interior; hemorragia interna. Por fuera no le veo nada. ¿Se le habrán rajado los pulmones o el estómago?” Y, como Wanda y Cabiria, cerró los ojos y dejó de jalar aire. Él y yo sabemos que lo intentamos, inútilmente, pero lo intentamos. Dos accidentes en un parpadeo de minutos. Sobrevivió al primero: ser brutalmente arrojado del nido al vacío. Pero cayó a poca distancia. El traumatismo interior se habrá debido no a la caída sino a la presión contra el quicio de la puerta. Lo que pudo salvarlo, aterrizar en ese balcón, fue su sentencia de muerte.

A la mañana siguiente le pedí a Gustavo que caváramos una mínima tumba. En sus manos tenía al hermanito de nuestro difunto. Ese habrá caído de golpe hasta la acera, muriendo instantáneamente. La reflexión al momento que confiábamos sus cuerpos a la custodia del fresno y el cedro: ¿Por qué puedo decir que mi vida es más valiosa que la de estos pichones de primavera? Así llamamos comúnmente a su especie. Rompieron el huevo en armonía con la llegada de abril y no lograron vivir una primavera completa. No me importa que las estadísticas de la naturaleza digan cuántos nacen y cuántos sobreviven y que así está bien. ¿Por qué puedo decir que mi vida es más valiosa que la de estos pichones de primavera? Gustavo tiene dos hijos y ha reclamado la custodia de otros dos niños que habían quedado desamparados. Martha se ocupa de sus hijos, una muchacha que da buenos pasos por la vida y quiere ser enfermera y un muchacho aquejado de granulomatosis y linfoma de Hopkins sobre el que ella mantiene lo mejor de su vigilancia y cariño.

Cada época encuentra sus maneras de desconcertarse ante los misterios de la vida y la muerte. Estos son tiempos que invitan a la moral ecológica o ecología moral. Esos pajaritos, ese par de hermanos pichones de primavera, participan del ciclo natural aun en una megalópolis excesiva. Incluso a media ciudad, pajaritos, gusanos, lombrices, cumplen su tarea inmemorial. Cada que uno se asoma a un reportaje mínimamente documentado, recordamos pertenecer a una especie que hace más daño que beneficio a la naturaleza. La más agresiva con los ciclos que Natura deseara perennes. ¿Cuánta mortandad y esterilidad causamos por negligencia y no solo deliberadamente? Para responder mi reflexión ornitológica, Gustavo puede mostrar sus cuatro hijos, particularmente los dos que eligió llevar a su hogar; Martha tiene el cara y cruz de los suyos, la salud y la enfermedad. En mi caso me pregunto si los libros que he escrito, los que he publicado y los que duermen en mi ordenador pues los editores responden con la vieja excusa de “excelente libro, pero para pocos lectores y en estos tiempos en que hay menos mercado que nunca”. (No entenderé porqué en muchos países latinoamericanos no sucede lo que en Europa: libreros y editores están logrando sortear el confinamiento y la semiparálisis pública pues la gente pide que le lleven a casa, en bicicleta y moto, no solo viandas, comida preparada y medicamentos y videojuegos sino también libros. Libros de papel, para leer de página en página.)

Esto sucedió exactamente la tarde del ocho de abril, día de mi santo patrono. En unas semanas más, San Marcos Evangelista me dirá que he llegado a los 65 años de respirar el aire de este planeta, aire contaminado pero con su tesoro de oxígeno que llevo a los pulmones. ¿Tengo algo mejor que una obsoleta vanidad antropocéntrica para creer que mi vida se justifica? ¿Que vale y es digna tanto como la de un pajarito de primavera o un revoloteo de mariposas monarca, minúsculos tigres migrantes, o que la de una abeja polinizadora o una libélula, cuyos cadáveres en ocasiones también debo depositar en Madre Tierra?

Esa es la gracia de las reflexiones. Que nos dejen con la boca abierta y el corazón estrujado.

Alberto Paredes
Investigador de la FFyL y escritor. Autor, entre otros, de Las voces del relato y Rubén Darío: Retrato del poeta como joven cuentista.

[Ilustración: Oldemar González – fuente: http://www.nexos.com.mx]