rebelión de las lolitas

Axe Lolita

Publicado por Carlo Frabetti

Tras ver un preocupante reportaje sobre los «herbívoros» japoneses (soshoku danshi)1, me acordé de un chiste que me contó un amigo gallego y de una concentración de lolitas.

Un encuestador le pregunta a un campesino de la Galicia profunda:

—¿Qué prefieres, masturbarte o follar?

—Eu… prefiro follar —contesta el campesino tras unos instantes de vacilación.

—¿Por qué?

—Se conoce gente…

Hasta aquí el chiste, que en el Japón actual podría ser toda una declaración de principios. En cuanto a la concentración, tuvo lugar hace unos años en Colonia. Estaba yo disfrutando de un sobrecogedor contrapicado de las dos torres de la catedral, que durante siglos fueron las más altas del mundo, cuando de pronto la plaza empezó a llenarse de lolitas japonesas —y de otras nacionalidades— en sus distintas variantes: góticas, clásicas, punkis, piratas, ciberlolitas… No sé si la decisión de reunirse frente a aquellos enormes falos de piedra respondía a un propósito consciente de vindicación y réplica; en cualquier caso, para mí aquella explosión de femineidad oriental insumisa representó la segunda caída de las torres gemelas.

Las lolitas aparecieron en Japón en los años setenta del siglo pasado como expresión estética de una juventud femenina que quería desmarcarse de la ultraconservadora sociedad japonesa tradicional, en la que la mujer quedaba relegada al papel de abnegada esposa, material y mentalmente sometida al marido. Y aunque empezó siendo un movimiento juvenil, en la actualidad es frecuente ver a mujeres de cuarenta o cincuenta años ataviadas como lolitas.

A primera vista, la Lolita fashion podría parecer una forma de huida hacia delante, en la medida en que potencia la imagen de la mujer florero (por no hablar de sus connotaciones fetichistas y pedófilas); pero su misma extremosidad convierte la propuesta estética —y erótica— de las lolitas en una impugnación de lo establecido; su extremosidad irónica y su desenfadado narcisismo, que no busca la aprobación de la mirada masculina. La dimensión contestataria de un movimiento en apariencia tan «cuqui» (kawaii en japonés) fue captada rápidamente por el manga y el anime, que incorporaron a algunas lolitas guerreras a su elenco de heroínas.

No es casual que el repliegue sexual de los varones japoneses haya coincidido con la eclosión de las lolitas y otras formas de autoafirmación femenina; paradójicamente, la impropiamente denominada «revolución sexual» de los años setenta provocó en el Japón hiperpatriarcal una intensa —y extensa— reacción involutiva. Me viene a la memoria, a este respecto, un interesante artículo sobre la anomia de la sociedad japonesa actual2 en el que Santiago Alba Rico hablaba de la relación entre la sexualidad y la pereza (esa pereza que no es la madre de todos los vicios porque les brinde el tiempo necesario para su desarrollo, como creen quienes confunden el esfuerzo con la virtud, sino porque constituye su materia prima); pero habría que hablar también de la compleja relación entre sexo y miedo (las pulsiones más básicas, junto con el hambre). El campesino del chiste prefiere follar porque se conoce gente; por la misma razón, el soshoku danshi prefiere masturbarse, pues no quiere conocer gente: concretamente, no quiere «conocer» (y no deja de ser significativo el doble sentido del término) a una nueva generación de japonesas que no han sido modeladas por y para el deseo masculino. En el fondo (y también en la forma), el «herbívoro» tiene miedo de unas mujeres que, en la medida en que se sustraen a su rol tradicional, lo obligan a cuestionarse su masculinidad; no es un misógino, como podría parecer a primera vista, sino un ginófobo.

Amantes de silicona e ídolos de carne y hueso

Hacia la misma época que las lolitas, irrumpieron en el escenario sociocultural nipón las «idols», cantantes adolescentes de aspecto aniñado que catalizan las fantasías de un público eminentemente masculino que ve en ellas la personificación de una femineidad dulce e inofensiva, el objeto ideal —en el doble sentido del término— de una sexualidad drásticamente reprimida por el miedo a las mujeres adultas y empoderadas.

Algunos han visto en las idols japonesas (también las hay chinas y coreanas, aunque no son equiparables) una versión pop de las geishas, en la medida en que encarnan un estilizado paradigma de belleza y de dulzura femeninas; pero las diferencias son mayores que las semejanzas, pues, mientras que las geishas representan la anacrónica pervivencia de la tradición más rancia y la estereotipación de los roles de género, las idols, al igual que las lolitas, escenifican (nunca mejor dicho) la disolución de la imagen —y la función— de la mujer impuesta por una de las culturas más machistas del mundo. Las geishas son cortesanas3, mientras que las idols son princesas: las primeras agasajan a sus clientes; las segundas son agasajadas por sus admiradores.

Por si no fuera suficiente el mero hecho de llamarlas «idols» para manifestar que son objeto de veneración, sus fans —los wota— a menudo se organizan en grupos de apoyo4 que las acompañan en sus actuaciones y las jalean mediante movimientos y gritos ritualizados —denominados ouendan— que son auténticas coreografías, comparables a las de las animadoras de los equipos deportivos.

rebelión de las lolitas

Carátula del videojuego Osu! Ttatakae! Ouendan

Al igual que el «herbívoro» solitario que se encierra en una cabina de masturbación o se compra una amante de silicona5, el fan gregario que acude a los templos de la música para participar en un rito colectivo de adoración de niñas-fetiche, huye de la mujer adulta y autónoma que problematiza su virilidad por el mero hecho de tenderle un espejo. La máxima objetualización de la muñeca sexual y la idealización extrema de la idol adolescente (la desublimación represiva, que diría Marcuse, y la sublimación alienante) parten del mismo miedo y conducen al mismo vacío. Porque, en última instancia, tanto el soshoku danshi como el wota tienen miedo a la libertad; sobre todo a la libertad de las mujeres, pero también a la propia, que solo se puede ejercer realmente en el encuentro igualitario con los —y las— demás. Un miedo a la libertad que, como señaló Erich Fromm, es el heraldo negro del fascismo. Y en el caso de Japón, huelga decirlo, una recaída podría ser fatal.


Notas

(1) La expresión fue utilizada por primera vez en 2006 por la escritora japonesa Maki Fukusawa para referirse, en contraposición a los hombres «carnívoros», es decir, depredadores sexuales, a los que adoptan una actitud elusiva, incluso temerosa, frente a las mujeres y declaran abiertamente que, pese a ser heterosexuales, no están interesados en relacionarse con ellas. Según algunas estimaciones, más de la mitad de los hombres japoneses de entre veinte y cuarenta años son soshoku danshi, lo que ha contribuido de forma significativa a provocar un serio problema de descenso de la natalidad.

(2) Sexo y pereza, Santiago Alba Rico (Rebelión, 2 5 2012).

(3) Entendiendo el término en su sentido literal de «persona que se comporta con cortesanía», no como eufemismo de prostituta.

(4) Estos grupos de apoyo han sido popularizados en varias series de anime, así como en el videojuego de Nintedo Osu! Ttatakae! Ouendan.

(5) En Japón, pese a su elevado precio y a la crisis económica que atraviesa el país, se venden cada año miles de muñecas sexuales, y hay un floreciente mercado de complementos y servicios relacionados con su uso, incluidas empresas que organizan funerales para las muñecas deterioradas.

 

[Fuente: http://www.jotdown.es]