Ya era necesaria una reflexión sobre los lazos entre la traducción literaria y la orquestación musical, como propone este bellísimo ensayo. Veamos entonces cómo ambas, música y poesía, pueden crear inéditos en su lengua u orquesta de llegada.

Escrito por Hernán Bravo Varela

Tal vez el compositor más orquestado de la historia sea Johann Sebastian Bach (1685-1750): del director Leopold Stokowski a Ottorino Respighi, Arthur Honegger, sir Edward Elgar, Ralph Vaughan Williams, Igor Stravinsky y Anton Webern, el siglo XX ensayó su sonido orquestal a partir de las fugas, arias, passacaglias y fantasías de Bach. Más allá de que un órgano o un clavecín dé paso al conjunto sinfónico, Bach se comunica a través del idiolecto —es decir, la forma de hablar— de su orquestador o ejecutante. Como Glenn Gould al grabar dos veces las Variaciones Goldberg, Bach, por momentos, se nos revela contemporáneo de Chopin, Schumann, Rachmáninov, Keith Jarrett, John Cage, Aarvo Pärt o del propio Gould.

¿Quién será el poeta más traducido? Después del Dios judeocristiano en la Biblia y del profeta Mahoma en el Corán, quizá William Shakespeare. Los sonetos y dramas del isabelino han pasado por las más diversas manos, lenguas, épocas y estéticas; como Bach, sigue siendo una fuente inagotable de creaciones y recreos, versiones y perversiones. Pablo Neruda, Nicanor Parra, Idea Vilariño, Tomás Segovia y Raúl Zurita, por mencionar a cinco poetas iberoamericanos, han puesto a Shakespeare en un español que, sin impostar, modula y que admite, con placer y urgencia, la mediación del traductor. Cuando la cabeza de Bottom, el personaje de Sueño de una noche de verano, se transforma en la de un burro, Quince lo anuncia así: thou art translated. La traducción como metamorfosis. ¿Qué hacer, entonces, al traducir a Shakespeare: lanzar hipótesis o conjuros? Como en Hamlet, he ahí el dilema a la hora de intercambiar cabezas y sentidos con el poeta inglés. O para expresarlo con Segovia:“Ser o no ser, de eso se trata”. No un dilema o una disyuntiva, sino una afirmación: “de eso se trata”. Un conjuro muestra eso desde el encantamiento; una hipótesis alude a eso bajo reserva, con la tibieza de lo racional.

Desde hace tiempo, con la avidez de un fetiche, me he dedicado a buscar transcripciones y orquestaciones en distintas plataformas. Ya sea Vivaldi “recompuesto” por Max Richter o Schubert “interpretado” por Luciano Berio, la lista de reproducción ha ido ampliándose hasta integrar un canon: música por interpósita persona. Sin tensar la metáfora, aquella avidez no resulta distinta de la que cultivo por las traducciones de poesía.

La utilidad de aquel repertorio, creado a la sombra de sus coautores, ha sido más que reveladora. Hoy, por ejemplo, sería difícil olvidar el dúo para gong y arpa que Debussy propuso como arranque de la Gimnopedia no. 2 de Satie, o los vientos, platillos, timbales y campanas con que Ravel decidió abrir “La Gran Puerta de Kiev”, el final de Cuadros de una exposición de Mussorgsky. Y lo mismo en poesía: difícil escuchar el “canto al cuerpo eléctrico” de Whitman sin la afinación de Borges; los fragmentos de Safo, sin el ecumenismo de Anne Carson. Traducciones y orquestaciones, pues, deberían juzgarse como originales alternos o diferidos. Tal o cual toma de decisión —asignar timbres y pasajes a determinados instrumentos; incorporar metro y rima, e incluso neologismos o aliteraciones— no exhibe a un simple répétiteur que pasa las hojas de la partitura o del libro. Serán palabras o sonidos ajenos, pero inéditos en su lengua u orquesta de llegada. Aunque reconozcamos a Satie y la tonada de su Gimnopedia no. 2, también distinguimos el estilo —mezcla de calidez y transparencia— del orquestador Debussy. Aunque reconozcamos a Andrew Marvell desde los primeros versos de “A su esquiva amante”, distinguimos también al traductor Paz en endecasílabos como “para tu corazón, sol de tu cuerpo” —un verso que no existe en la versión en inglés. Algo del amor que conjuga Paz late en aquel poema cachondamente metafísico.

Tal vez el compositor más orquestado de la historia sea Johann Sebastian Bach (1685-1750): del director Leopold Stokowski a Ottorino Respighi, Arthur Honegger, sir Edward Elgar, Ralph Vaughan Williams, Igor Stravinsky y Anton Webern, el siglo XX ensayó su sonido orquestal a partir de las fugas, arias, passacaglias y fantasías de Bach. Más allá de que un órgano o un clavecín dé paso al conjunto sinfónico, Bach se comunica a través del idiolecto —es decir, la forma de hablar— de su orquestador o ejecutante. Como Glenn Gould al grabar dos veces las Variaciones Goldberg, Bach, por momentos, se nos revela contemporáneo de Chopin, Schumann, Rachmáninov, Keith Jarrett, John Cage, Aarvo Pärt o del propio Gould.

¿Quién será el poeta más traducido? Después del Dios judeocristiano en la Biblia y del profeta Mahoma en el Corán, quizá William Shakespeare. Los sonetos y dramas del isabelino han pasado por las más diversas manos, lenguas, épocas y estéticas; como Bach, sigue siendo una fuente inagotable de creaciones y recreos, versiones y perversiones. Pablo Neruda, Nicanor Parra, Idea Vilariño, Tomás Segovia y Raúl Zurita, por mencionar a cinco poetas iberoamericanos, han puesto a Shakespeare en un español que, sin impostar, modula y que admite, con placer y urgencia, la mediación del traductor. Cuando la cabeza de Bottom, el personaje de Sueño de una noche de verano, se transforma en la de un burro, Quince lo anuncia así: thou art translated. La traducción como metamorfosis. ¿Qué hacer, entonces, al traducir a Shakespeare: lanzar hipótesis o conjuros? Como en Hamlet, he ahí el dilema a la hora de intercambiar cabezas y sentidos con el poeta inglés. O para expresarlo con Segovia: “Ser o no ser, de eso se trata”. No un dilema o una disyuntiva, sino una afirmación: “De eso se trata”. Un conjuro muestra eso desde el encantamiento; una hipótesis alude a eso bajo reserva, con la tibieza de lo racional.

“El empleo de varios elementos sonoros y su aplicación, tanto para dar colorido a la armonía y al ritmo como para producir impresiones sui generis —escribió Hector Berlioz— constituyen el arte de la instrumentación”. En traducciones u orquestaciones, buscamos el testimonio de un tercero y no un secreto a voces. Ese testimonio debe valerse, incluso, de la imitación y la invención para ponerse en el lugar de otros y, según Berlioz, para “producir impresiones sui generis” —rasgos que acrediten un testimonio personificado—. Podemos, de este modo, aventurar que las piezas para piano de Debussy fueron mejor orquestadas por Satie, André Caplet o Charles Koechlin de lo que Debussy lo hubiera hecho; que ciertas intenciones de Marvell, ocultas bajo el velo de la retórica y la erótica del siglo XVII, fueron mejor traducidas por Paz en pleno siglo XX que por el mismo Marvell.

Un buen traductor u orquestador se niega a trabajar palabra por palabra o nota por nota. La literalidad —ese absurdo respeto a un ideal que solo existe en la mente de quien no es autor— borra la polisemia de una obra artística. No hay, además, versión o transcripción literal que no pondere un capricho: la contigüidad de los elementos sobre una visión de conjunto. Cuando Schoenberg, Berg y Webern arreglaron los valses de Johann Strauss para unos cuantos instrumentos, despojaron a Strauss de su cursilería. Gracias a la Nueva Escuela de Viena, Strauss dejó de adornar los festejos de las quinceañeras para tutearse con Schubert, Brahms y Schumann. ¿Qué más podría pedírsele a un “ayudante de cámara”?

Una sola cosa: que el orquestador no olvide su vocación de servicio, por imaginativa que esta sea. Su trabajo aporta un comentario cultural, político y social que a veces, como los traductores literales, disfrazan limitaciones y puntos ciegos de recursos a la mano. En una de mis búsquedas, hallé los lieder de Alma Mahler orquestados por el finés Jorma Panula. Misógino de gran calibre, Panula hizo sonar a Alma como una orgía entre su marido Gustav, su amante Alexander von Zemlinsky y su amigo Alban Berg. Se trata de una orquestación nutrida con la mala leche de alguien que llegó a opinar que las directoras de orquesta podían tocar a compositores “lo suficientemente femeninos” como Debussy, pero no a los “viriles” como Bruckner. ¿Dónde quedó Alma Mahler? Ninguneada por Panula, experto sonoro en mansplaining. Reducida a una nota a pie de página de sus relaciones sentimentales y filiales.

Ya ajustaremos cuentas el Día del Prejuicio Final. Por lo pronto, la poesía musicalizada de Alma Mahler espera una traducción orquestal sin mayores explicaciones.

 

Hernán Bravo Varela
Poeta, ensayista y traductor. Su libro de poemas más reciente es: La documentación de los procesos.

 

[Ilustración: Kathia Recio – fuente: http://www.nexos.com.mx]