«Lo que más me gustó es ese personaje que inventaste: Charly García». Eso le decían los lectores españoles a Martín Lombardo tras leer su primera novela, Locura circular (Los Libros del Lince, Barcelona, 2010), que narra las desventuras de un argentino que se ha mudado a la Ciudad Condal y busca su destino allí guiado por las canciones de su ídolo, su faro: Charly García. Todo el texto, narrado en primera persona, está surcado por las letras de esas canciones, fragmentos ensamblados en el relato como una suerte de hilo conductor, de leitmotiv.
Lo curioso es que, por supuesto, no se trata de una invención de Lombardo: Charly García existe. Es un tipo de carne y hueso que vive en Buenos Aires, que en estos días está cumpliendo setenta años y que probablemente sea el artista popular más extraordinario que ha dado la Argentina y uno de los más grandes de América Latina en el último medio siglo. Nada menos.
¿Y cómo puede ser que en España sea tan poco conocido —que se tome por el personaje de una novela— un músico de este calibre, un tipo del que se puede arriesgar semejante afirmación? Quizá porque sus años más brillantes fueron también los del rock argentino, la década de 1980, que coincidió con la movida madrileña y unos años brillantes también para el pop español. Tal vez por razones comerciales que escapan al público conocimiento. A lo mejor García sea «demasiado argentino» y quién sabe si por eso los pocos españoles que lo escucharon no lograron conectar con él (una de sus canciones se titula «El karma de vivir al sur»). En cualquier caso, conviene conocerlo. Hablemos de Charly García. Tratemos de describirlo, de contar quién es. Si acaso esto es posible. Quienes saben de filosofía oriental afirman que el Tao que se puede explicar con palabras no es el verdadero Tao; tal vez podría decirse lo mismo de Charly García. Pero tal vez no. Hagamos el intento.
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La historia puede empezar en 1972, cuando se editó su primer disco. Desde ese momento, y durante las dos décadas que le siguieron, Charly compuso e interpretó decenas de canciones —una veintena de discos en casi veinte años—, muchas de las cuales forman parte de la banda sonora de este país. Primero con los grupos de los que formó parte (Sui Generis, PorSuiGieco, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán), de los que fue líder incluso aunque a veces se propusiera no serlo, y luego como solista.
García «simboliza el rock argentino por excelencia» —escribe la investigadora Mara Favoretto en su libro Charly en el país de las alegorías, de 2014— pues «estuvo cerca de sus comienzos, alcanzó una audiencia masiva y se mantuvo en el centro del aparato musical rockero durante décadas». Pero no es solo rocanrol: también «transformó la música popular argentina de muchas maneras diferentes», dice Favoretto. Y también más allá: su alcance y su influencia abarcó toda Latinoamérica, como de algún modo corroboran el unplugged que grabó para MTV en 1995 y el Grammy a la Excelencia Musical que recibió en 2009.
Biografías, entrevistas, crónicas, análisis de sus canciones: los libros que se han escrito y publicado sobre Charly, especialmente en los últimos años, componen por sí solos una biblioteca. Pero ya a comienzos de los noventa —es decir, al cabo de aquellas esplendorosas dos primeras décadas de carrera— García era una institución. León Gieco, otro de los músicos populares de más vasta y reconocida trayectoria en la Argentina, lanzó en 1992 la canción «Los Salieris de Charly», que jugaba con la idea de que todos los músicos de este país «le roban melodías a él».
En Argentina, entonces, Charly venía a ser Mozart. O Gardel: recibió tres veces el Gardel de Oro, el galardón más importante de la música nacional. O Dios: «Vos sos Dios, vos sos Gardel, yo soy lo más», dice su canción «V.S.D», en la que dialoga consigo mismo. Nunca le interesó ser humilde: más bien todo lo contrario. Demasiado ego se titula uno de sus discos. «Acá no había estrellas de rock, solo había músicos de rock, hasta que yo me la inventé —dijo en una entrevista con la revista Rolling Stone en 1998—. Ahora hay superestrellas: soy yo. Lo dije y me creyeron. Y ahora ya está. Lo agregué en la lista y pasó».
O los Beatles. Joaquín Sabina, amigo y admirador suyo, dijo alguna vez que a Charly García «en España casi nadie no lo conoce, pero en Argentina es como los Beatles». Fueron los cuatro de Liverpool, precisamente, quienes marcaron las búsquedas musicales de un jovencísimo García, que era todavía Carlitos a comienzos de los años sesenta. Fue al escuchar «There’s a Place» cuando descubrió que, en efecto, había un lugar que no era el que él ocupaba, y que era allí hacia donde quería ir.
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Porque la historia también puede empezar antes, desde luego: el 23 de octubre de 1951, cuando en el seno de una familia de clase media bastante acomodada del barrio de Caballito, en Buenos Aires, nació un bebé al que llamaron Carlos Alberto García Moreno. Nombres y apellidos demasiado comunes para un tipo demasiado fuera de lo común.
Fue un niño genio. Cuando tenía tres años le regalaron una sitarina —un pequeño instrumento de cuerdas, una especie de arpa muy elemental— y se reveló virtuoso. Comenzó a estudiar música y dio su primer concierto en el Conservatorio Thibaud-Piazzini el 6 de octubre de 1956, cuando le faltaban un par de semanas para cumplir cinco años. Así lo cuenta el monumental Esta noche toca Charly, de Roque di Pietro: más de mil trescientas páginas en dos tomos (el primero de 2017, el segundo recién salido de los hornos de Gourmet Musical Ediciones) que reseñan con exhaustividad todos y cada uno de los conciertos que el artista dio en más de seis décadas de carrera.
Poco después protagonizó una de sus anécdotas más conocidas: le señaló a Eduardo Falú, uno de los músicos de folclore argentino más prestigiosos, que una de las cuerdas de su guitarra estaba desafinada. Falú no se había dado cuenta, y al probarla advirtió que el niño tenía razón. Así supieron que el pequeño Carlitos tenía oído absoluto. ¿Cómo es que ese niño estaba presenciando la prueba de sonido de Falú? Pues porque su mamá era productora de músicos. El ambiente más propicio para que Charly desarrollara su talento. Tras escucharlo tocar, Mercedes Sosa le dijo a Ariel Ramírez (otros dos gigantes del folclore argentino): «Este chico es como Chopin». Ella en ese momento tenía poco más de veinte años; luego sería una de las amigas más entrañables de Charly, hasta su muerte en 2009.
La educación musical de Carlitos fue muy tradicional. De todos los maestros su preferido era Chopin, «el que tenía más sensibilidad pop entre los clásicos». Compuso su primera canción, «Espejos», cuando tenía diez años. Y a los doce se recibió de profesor de teoría y solfeo. Lo malo es que era un niño muy nervioso. Dice que no dormía: «Nadie es profesor de piano a los doce años si duerme». Como fruto de esos nervios, tras un largo viaje de sus padres, empezó a sufrir vitíligo, una enfermedad que provoca una despigmentación en diversas áreas de la piel. El resultado más visible es su rasgo físico más peculiar: el bigote que adorna su cara desde mediados de los años setenta es, casi en partes iguales, blanco a la izquierda y negro a la derecha.
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Sui Generis, el dúo que Charly conformó con Nito Mestre, grabó tres discos de estudio que revolucionaron el por entonces incipiente rock argentino y contribuyeron de modo clave con su masividad. Esos discos, cuyas canciones en su totalidad fueron compuestas por García, fueron Vida (1972), Confesiones de invierno (1973) y Pequeñas anécdotas sobre las instituciones (1974). Después el grupo se separó en busca de nuevos rumbos. El concierto de despedida, titulado Adiós Sui Generis, se realizó en el Luna Park en septiembre de 1975, y a tal punto fue un hito para la música popular argentina que a partir de su registro audiovisual se editaron un disco triple y una película.
Después vinieron PorSuiGieco, un «supergrupo» (a la manera de lo que harían unos años después The Traveling Wilburys) fugaz que dejó un disco homónimo, y La Máquina de Hacer Pájaros, banda especializada en el por entonces tan en boga rock progresivo: era «el Yes del subdesarrollo», según declaró el propio García. Tal vez ese mismo subdesarrollo, o el horror de la época —la banda existió durante los años más salvajes del terrorismo de Estado en Argentina—, hicieron que en ese momento el público le diera la espalda. Solo años más tarde, sus dos discos (La Máquina de Hacer Pájaros, de 1976, y Películas, 1977) obtuvieron elogios y reconocimiento.
Lo que Charly deseaba en aquel entonces era integrar una banda de la que no fuera el líder, sino un miembro más de su formación. Y nunca estuvo más cerca de lograrlo que con Serú Girán, el grupo que armó con David Lebón, Oscar Moro y Pedro Aznar. Fueron ellos quienes terminaron de confirmar el carácter masivo y popular del rock nacional: los llamaban «los Beatles criollos». Grabaron cuatro álbumes de estudio: Serú Girán (1978), La grasa de las capitales (1979), Bicicleta (1980) y Peperina (1981), y uno en vivo: No llores por mí, Argentina (1982). En ese momento, tras una década de discos y éxitos grupales, y casi en coincidencia con el final de la dictadura en Argentina, Charly sintió que era tiempo de lanzar su carrera solista.
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Durante todos esos años, Charly fue una especie de cronista de la situación sociopolítica argentina, y el rock fue su vehículo de protesta. Así lo señala Sergio Pujol, historiador especializado en música popular, en su libro Rock y dictadura, de 2007. Pero ¿cómo se podía protestar en esa época marcada por la censura y el terror? García tuvo que extremar el carácter metafórico y alegórico de sus composiciones. «Me decían: “Está la dictadura, no podés decir eso”, y yo lo decía de alguna manera», explicó en una ocasión. Así es como en sus letras aparecen Casandra (la griega que anticipaba el futuro pero condenada a que nadie le creyera), Alicia (la niña que va a un país que funciona con reglas extrañas y a menudo «al revés») y reyes imaginarios «o no», por citar solo algunos ejemplos.
Fue Jorge Álvarez (que en los sesenta había sido uno de los grandes editores de libros de la Argentina y en los setenta se convirtió en productor musical) quien, tras leer las letras de Instituciones, el último disco de Sui Generis, le preguntó a Charly si no «se podía decir eso mismo siendo más sutil». Charly lo hizo, y con el tiempo llegó a la conclusión de que ese álbum «es mejor así como salió que como hubiera sido con las letras originales».
Claro que eso también tenía como consecuencia que, para mucha gente —como lo reflejan algunas críticas en diarios de la época—, las letras eran «ininteligibles». «Con las letras de sus canciones sucede algo interesante: muchas veces se entienden años más tarde», ha explicado Mara Favoretto. Algunas «fueron criticadas por su aparente falta de coherencia para luego ser recibidas con mayor apertura. ¿Por qué sucede esto? Porque estamos frente a un sistema de órbitas alegóricas y su interpretación no solo no es simple sino que es ambigua», apunta la investigadora. El propio Charly se refirió años después a «la inteligencia para plantear una respuesta de un modo que pueda ser entendida por gente que a uno le interesa y no entendida por gente que a uno no le interesa y que puede llegar al punto de matarte». Literalmente, claro: matarte, en esa frase, no es una metáfora.
Una anécdota de esos años lo retrata muy bien. Sui Generis dio un concierto en Montevideo en agosto de 1975, cuando Uruguay ya era gobernado por una dictadura militar (para el golpe de Estado en Argentina faltaban unos pocos meses). Terminado el recital, todos los miembros de la banda fueron arrestados por haber interpretado la canción «Botas locas», censurada por entonces en ambos márgenes del Río de la Plata.