Escrito por Harold Meyerson

En una nación de inmigrantes -y no hay nación que se ajuste más a esa descripción que la nuestra- los conflictos entre los que ya están aquí y los forasteros que siguen llegando constituyen, aunque resulte un oxímoron, una constante recurrente. De hecho, se cumple este año el centenario de un punto álgido de ese conflicto, tanto en lo malo como en lo bueno.

Esta primavera se cumplirá el centenario de la Ley de Inmigración Johnson-Reed, que cerró básicamente el paso a la inmigración procedente del centro, sur y este de Europa, en respuesta a una feroz reacción contra los católicos, judíos y eslavos que ya habían transformado las ciudades norteamericanas y amenazaban con transformar del mismo modo toda la nación, diluyendo fatalmente su esencia protestante ostensiblemente blanca. Al frente de esta ofensiva se encontraba la segunda reedición del Ku Klux Klan, esta vez más fuerte en el Norte que en el Sur (el estado con más miembros del Ku Klux Klan era Indiana), que complementaba su racismo con una gran dosis de nativismo.

Y este verano se cumplirá el centenario de la desastrosa Convención Demócrata de 1924, tan polarizada por este nativismo que se estiró y se estiró durante dos semanas y 103 votaciones antes de encontrar un candidato presidencial aceptable tanto para su interior protestante blanco (el Sur y el Oeste) como para sus grandes ciudades del Este y del Medio Oeste, religiosa y racialmente políglotas. Incluso antes de proceder a la votación de su candidato, la convención se había dividido en torno a un programa que condenaba al Ku Klux Klan. El candidato favorito era el gobernador de Nueva York, Al Smith, un católico liberal nacido en el barrio más políglota de Estados Unidos, el Lower East Side de Manhattan. Como entonces se necesitaban dos tercios de los votos de los delegados para convertirse en candidato, Smith se enfrentó a varias alternativas protestantes hasta que, finalmente, los exhaustos delegados se decantaron por un abogado de empresa del que nadie había oído hablar, que perdió ampliamente contra el republicano Calvin Coolidge en noviembre.

En la década de 1920, los Estados Unidos estaban experimentando otra transformación que hizo aún más poderosa esta reacción nativista: el auge político y cultural de sus ciudades. El censo de 1920 fue el primero en mostrar que había más norteamericanos en zonas urbanas que rurales (las periferias residenciales apenas se habían inventado). Peor aún, los políglotas proveedores de valores urbanos habían inventado nuevos medios de comunicación -el cine y la radio- que transportaban despreocupadamente esos valores a los cines y salas de estar de todo el país, desintegrando la inculcación de valores tradicionales a los jóvenes rurales y contribuyendo a impulsar su traslado a las ciudades.

Las ciudades de los Estados Unidos habían producido durante mucho tiempo una elaboración cultural distinta, que iba del vodevil hasta las novelas, pero al menos en el nivel de la « alta » cultura, no se había mostrado particularmente celebratoria de su diversidad étnica. De maneras muy distintas, escritores como Edith Wharton y Theodore Dreiser analizaron las diferencias de clase. Herman Melville y Walt Whitman sí celebraron la diversidad, pero Melville la situaba más en los barcos y los muelles que en tierra firme, y Whitman era a la vez sui generis y demasiado precoz como para figurar en los conflictos de los años 20.

Pero 1924 marca también el centenario de un hito en el auge de la cultura de la diversidad urbana estadounidense, es decir, el auge de la cultura norteamericana moderna. Hoy hace cien años, en un concierto en el Aeolian Hall de Nueva York, un compositor/pianista de 26 años y una popular big band de semijazz asombraron a su público con la interpretación inaugural de la Rhapsody in Blue [Rapsodia en azul] del compositor. El asombro comenzó al principio de la pieza, con un glissando de clarinete creciente y ululante que anunciaba y a la vez era en sí mismo un sonido americano muy nuevo, que mezclaba las notas azules del klezmer con las notas azules del blues, y un ritmo cambiante, a veces sincopado, a veces no, propulsivo que le había llegado al compositor (George Gershwin, por si no lo sabían) mientras viajaba de Boston a Nueva York en un tren a toda velocidad tres semanas antes del concierto.

El propio Gershwin diría más tarde que había intentado plasmar el nuevo pulso urbano del país y la síntesis de diversas culturas que Nueva York encarnaba en la pieza, a la que primero había pensado titular Rapsodia americana, antes de que su hermano (y gran letrista suyo) Ira sugiriera en su lugar « Rapsodia en azul » (para un relato brillante de la colaboración Gershwin-Gershwin, se puede leer Fascinating Rhythm, de Deena Rosenberg). Conocía esas diversas culturas hasta los huesos: debido a las peregrinaciones ultralocales de su padre, Ira llegó a contar 28 casas distintas y consecutivas en las que la familia había entrado y salido (25 en Manhattan, tres en Brooklyn) entre el nacimiento de George en 1898 y su 18 cumpleaños en 1916.

Dos años después del estreno de la Rapsodia, el crítico (literario, no musical) Edmund Wilson escribió una novela, I Thought of Daisy [Pensé en Daisy], en la que los patrones clásicos del crítico y los atractivos sensuales del Nueva York obrero se enfrentan en la mente del protagonista. Solo se resuelven cuando escucha y queda fascinado por la música de un compositor llamado Harry Hirsch, que es claramente la traducción a la ficción que Wilson hace de Gershwin. « ¿De dónde la había sacado? », se pregunta el protagonista.

“¿De los sonidos de la calle? ¿El rechinar de los taxis al detenerse? ¿El chirrido interrogatorio de un tranvía? ¿De algún sonido distante y oscuro de la ciudad en el que una nota aguda quejumbrosa, mordida y aguda, sigue a una nota grave, fuertemente repiqueteada y sólidamente fundamentada? ¿De dónde lo había sacado, de Schoenberg o Stravinsky? ¿O simplemente de su propia nostalgia, entre las oscuras celdas y sonidos estridentes de Nueva York, por aquellas orquestas y plazas abiertas que sus padres habían dejado atrás?”

Si Gershwin se hubiera quedado con el nombre de Rapsodia americana para la pieza, podría haber sido acusado de presunción urbana (o de descaro judío); eso habría sido normal en 1924. Pero el tiempo también habría confirmado esa elección; la pieza se ha convertido en un emblema tan americano como The Star-Spangled Banner (y, por supuesto, un billón de veces mejor como pieza musical). Pero hay, de hecho, un poco de presunción en la Rapsodia. Encarna, como todos los críticos musicales que asistieron a la representación señalaron, lo que denominaron un sonido nuevo y claramente americano, con lo que en realidad se referían al sonido de las ciudades emergentes y diversas de la nación.

En cierto sentido, pues, ese aullido inicial del clarinete se asemeja a la frase inicial de The Adventures of Augie March [Las aventuras de Augie March], que Saul Bellow inició célebremente con « Soy norteamericano, nací en Chicago », en una novela que mezcla el argot callejero de un Chicago desordenado con un elevado lenguaje académico y establece una especie de modelo para las siguientes décadas de escritura estadounidense de posguerra.

Un americano, nacido en Chicago. Un norteamericano nacido en Nueva York. Un norteamericano, nacido o criado en los « Heights » [“Altos”] de Manhattan, que lleva el rap a la corriente principal de Broadway en esa celebración de los inmigrantes que es [el musical] Hamilton. Somos urbanos, inmigrantes e hijos de inmigrantes, algunos de nosotros no somos cristianos, algunos de nosotros no somos blancos, cuya reivindicación de la americanidad es tan evidentemente válida -validada por nuestro continuo enriquecimiento de la propia América- como la de cualquiera.

Y hoy, como hace 100 años, esa reivindicación, y las reivindicaciones de otros tipos de diversidad mayoritariamente urbana, vienen acompañadas de una violenta reacción contraria.

 

The American Prospect, 12 de febrero de 2024

 

Antes de Lenny, estuvo George

Escrito por Harold Meyerson

Antes de que existiera Lenny, existió George. El pasado fin de semana, el mundo musical, teatral y crítico celebró el centenario del nacimiento de Leonard Bernstein con actuaciones y monografías de reconocimiento. Llevan haciéndolo todo el año, y el Lenny-Fest, que ha llegado a algunas costas muy lejanas, seguirá rodando alegremente hasta el invierno.

El genio de Bernstein -como compositor, director e intérprete, el hombre que llevó la forma clásica a los medios populares y los sonidos populares a las obras clásicas, el hombre que escribió música profundamente norteamericana (lo que en sus manos significaba multicultural) para géneros clásicos europeos- se ha visto tratado no solo como una especie de milagro secular, que lo fue, sino también como alguien sui generis, un logro único en su especie. Y no lo fue.

Hubo otro compositor estadounidense antes que él que abrió el camino por el que desfiló Bernstein: George Gershwin. Al igual que se movía Bernstein entre la sala de conciertos y Broadway, se movió Gershwin también, si bien Lenny fue claramente un maestro de los géneros clásicos a los que Gershwin no había llegado cuando murió. Así como Bernstein electrizó el musical estadounidense con West Side Story, Gershwin lo logró con Rhapsody in Blue [Rapsodia en azul]. Así como Bernstein aportó un sonido norteamericano a sus sinfonías, Gershwin aportó un sonido norteamericano a su ópera Porgy and Bess. Al igual que Bernstein incorporó su propia versión de la música latinoamericana a varias de sus partituras.

Gershwin incorporó su propia versión de la música afronorteamericana a sus espectáculos y óperas (a principios de los años 20, fue Gershwin -y no los equipos de compositores afronorteamericanos de Sissle y Blake o Miller y Lyles- quien introdujo la nota del blues en la música de Broadway). Estos dos compositores judíos eran cosmopolitas enraizados, que tomaban todo clase de música de toda clase de idiomas y la transformaban en su propio sonido: propulsivo, conmovedor, atrevido, apenado, imponente.

Gershwin nos parece una figura de un mundo desaparecido, mientras que Bernstein sigue siendo una presencia viva. Gershwin surgió de la cultura de los promotores musicales de la canción y de Tin Pan Alley [centro de la música popular en Nueva York], que son hoy entradas en la historia cultural, mientras que Bernstein surgió de la cultura de Tanglewood [escuela y festival de verano de música clásica en el estado Massachusetts] y otros enclaves musicales que prosperan hasta nuestros días. Ambos eran intérpretes consumados a los que les encantaba exhibir su brillantez ante el público, pero la dirección de Bernstein sigue estando digitalmente con nosotros, mientras que las grabaciones de piano de Gershwin son material de archivo.

Sorprende por eso saber que Gershwin solo tenía veinte años más que Bernstein. Si parece más distante de nosotros de lo que sugiere su fecha de nacimiento, es porque murió muy joven, de un tumor cerebral a los 38 años, solo tres años después del estreno de su ópera. Si hubiera vivido hasta la madurez, su obra, cada vez más profunda desde el punto de vista musical y temático, se habría superpuesto a la de Bernstein, y la interacción entre ambos habría sido una fuente inagotable de fascinación, del mismo modo que hoy se estudian las deudas e interacciones de Bernstein con un contemporáneo de Gershwin que vivió más tiempo: Aaron Copland.

Así que no quiero quitarle nada a Lenny el Magnífico al señalar que, antes que él, existió Gershwin el Grande.

The American Prospect, 28 de agosto de 2018

 

Harold Meyerson  es un veterano periodista de la revista The American Prospect, de la que fue director, ofició durante varios años de columnista del diario The Washington Post. Considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta comentaristas más influyentes de Norteamérica, Meyerson pertenece a los Democratic Socialists of America, de cuyo Comité Político Nacional fue vicepresidente.

[Traducido por Lucas Antón – fuente: The American Prospect – reproducido en http://www.sinpermiso.info]