Con el fallecimiento del polifacético Carlos Saura el pasado 10 de febrero –pocas horas antes de un reconocimiento honorífico en la gala de los Premios Goya– se cierra un capítulo crucial en la historia del cine español, a la que el artista oscense ha aportado una filmografía sin duda sustantiva.

Escrito por Ramón Ayala y Felipe Cabrerizo

Con Carlos Saura (1932-2023) se va quizá el último de los cineastas clásicos del cine español. El cine de la modernidad de Ingmar Bergman en Suecia, Michelangelo Antonioni o Federico Fellini en Italia y Jean-Luc Godard y compañía en Francia tuvo su reflejo aquí en la figura del director aragonés, entre otros. Una modernidad que, tomando a Luis Buñuel como modelo de acción y maestro, tenía un pie en la vanguardia y otro en la tradición española que va desde Goya a Baltasar Gracián, Quevedo o Calderón de la Barca.

Carlos Saura adquirió el gusto por la música de su madre pianista. Y su hermano mayor, el pintor abstracto Antonio Saura, guió sus tendencias artísticas, patentes en toda la producción de su polifacética obra fotográfica, como director y como escritor. Incluso un simple storyboard era una oportunidad para dejar claro su gusto por el detalle y la exigencia creativa. Tuvo un temprano amor por la fotografía y su ingeniería que jamás abandonó y que indudablemente informó su obra con imágenes en movimiento.

En 1952 se matriculó en el Instituto de Investigaciones y Estudios Cinematográficos, enseñanzas que acompañó de manera puntual con cursos en la Escuela de Periodismo. Ya desde sus primeras obras –como el corto “La tarde del domingo” (1957), el documental “Cuenca” (1958) y sobre todo su ópera prima “Los golfos” (1960)– abraza un cine basado en la fisicidad, de aliento documental al mismo tiempo que dotado de un lirismo e imaginación espoleados por el visionado de los clásicos del neorrealismo en el Instituto Italiano de Madrid. En su obra temprana toma posición el punto de vista de los más desfavorecidos, en una suerte de pintura sociológica que resultó ser el inicio de la mayor china en el zapato de la censura franquista en tiempos de dictadura. En su segundo largometraje, “Llanto por un bandido” (1963), tan wéstern como herencia de Mizoguchi, la censura y la productora se ceban en el proceso. Tanto, que Saura decidió desde ese momento conservar en la medida de lo posible el control creativo sobre sus obras hasta llegar a rodar cronológicamente sus cintas.

Carlos Saura, en 1966, el año de “La caza”. Foto: Gianni Ferrari (Getty Images)

Carlos Saura, en 1966, el año de “La caza”. Foto: Gianni Ferrari (Getty Images)

Tras su encuentro con el productor Elías Querejeta inicia una etapa creativa abierta con “La caza” (1965), donde temáticamente abunda en la herida del franquismo y la Guerra Civil en la psique española, siempre a través de la alegoría y la metáfora, de la mano de colaboradores como Luis Cuadrado a la fotografía y Rafael Azcona en el guion. De esta etapa cabe destacar –casi siempre con la presencia de su musa y pareja Geraldine Chaplin– “Peppermint frappé” (1967), “Stress es tres, tres” (1968), “La madriguera” (1969), “El jardín de las delicias” (1970) y, sobre todo, “Ana y los lobos” (1972), “La prima Angélica” (1973) o “Cría cuervos” (1975). Sus personajes sufren y actúan bajo el peso del pasado, manchado de represión y odio fratricida. Saura tenía que pelear con astucia cada guion con las autoridades franquistas. Ello provocó que en muchas de sus películas abundaran sobrentendidos, elipsis, trabajaran la alegoría y la metáfora y se convirtieran en ejercicios narrativos a veces dotados de tanta abstracción que surgía sin querer una tensión formal nunca vista en el cine hispano. Una herramienta de la que se valía y que formaba parte de su escritura era la presentación de los “actos ausentes”, automatismos, lapsus que desembocaban en un realismo onírico. O dejaba que los ojos de la infancia –Ana Torrent en “Cría cuervos”– juzgaran el absurdo mundo adulto en un dispositivo cinematográfico de pureza telúrica.

Poco a poco deja tras de sí un rosario de pequeñas obras maestras en un ecosistema enrarecido. Si en el resto de Europa el cine era un reflejo de la emancipación emocional, erótica y política o una investigación formal sobre las posibilidades del medio, el cine de Saura era un ejercicio de psicoanálisis de un pueblo entero que no podía pasar del estadio estético al político por su pasado y su presente, ligado a la represión religiosa, política, sexual y civil. Un visionado de la recatada y a la vez brutal “Peppermint frappé” recuerda que se hizo en la misma década que “Las manos en los bolsillos” (Marco Bellocchio, 1965) o “La chinoise” (Jean-Luc Godard, 1967). El cine de autor aquí era un combate íntimo e interior. Saura aprendió una valiosa lección de su venerado maestro y amigo Luis Buñuel sobre la soterrada capacidad de perturbar la mente del espectador con apariencias clásicas y convencionales apoyado en juegos, disfraces, reflejos y tradición ibérica.

En 1976, en el festival de Cannes, con Ana Torrent y Geraldine Chaplin. Premio del Jurado por “Cría cuervos”. Foto: Guy Marineau (Getty Images)

En 1976, en el festival de Cannes, con Ana Torrent y Geraldine Chaplin. Premio del Jurado por “Cría cuervos”. Foto: Guy Marineau (Getty Images)

Es un lugar común hablar del Saura del posfranquismo como un cineasta ya diluido, sin motor ni propósito. No ayudó en esta falta de continuidad formal su ruptura con Querejeta. El Saura de la década de 1980 se abre al resto de géneros y pasea sin pudor, casi a bandazos, entre el cine quinqui en “Deprisa, deprisa” (1981), el biopic culto del místico San Juan de la Cruz en “La noche oscura” (1989), el cine histórico de aliento realista en “El Dorado” (1988) y, sobre todo, los musicales: “Bodas de sangre” (1981), “Carmen” (1983) y “El amor brujo” (1986), a mayor gloria del bailarín Antonio Gades.

Este gusto por filmar música lo llevó a documentar las tradiciones de las “Sevillanas” (1992) y especialmente del “Flamenco” (1995) y el “Tango” (1998) en colaboración con los mayores artistas del género, estas dos últimas fotografiadas con la luz de Vittorio Storaro. Con “¡Ay, Carmela!” (1990) aborda la Guerra Civil en clave de comedia en una obra de consenso entre crítica y éxito de público. Con filmes dedicados a Goya –“Goya en Burdeos” (1999)– o a Buñuel –“Buñuel y la mesa del rey Salomón” ( 2001)–, el Saura de las últimas décadas se desdobla en mil intereses, erudición y un saber artesano, preciso, pero ya alejado del furor narrativo en carne viva que caracterizó a su obra de las décadas de 1960 y 1970.

Aun con el pulso menos firme de las etapas finales, la enumeración de galardones en vida resulta tan redundante como frívola para un autor que deja su huella en el imaginario de la tradición española junto al de Buñuel, Lorca, Quevedo, Val del Omar, Teresa de Ávila, Cervantes, Ortiz-Echagüe, Calderón de la Barca, Dalí, Velázquez, Josep Pla, Gracián, Azorín, El Greco, Valle-Inclán… La suya es una obra reflejo de su tiempo. Irrepetible y absolutamente patrimonial. Ramón Ayala

Carlos Saura en diez películas

Por Felipe Cabrerizo

“Los golfos” (1960)
Saura debuta en el largo con una cinta sobre la juventud marginal y ejerce al mismo tiempo como epígono del ya finiquitado neorrealismo italiano y como punta de lanza para la pujante literatura realista española. No es vana la presencia en los créditos de guion de dos herederos directos de Baroja: Mario Camus y Daniel Sueiro. Actores no profesionales y un reflejo del Madrid suburbial inédito desde la trilogía de Pío Baroja “La lucha por la vida” (1904-1905).

“La caza” (1966)
Consolidación de Saura como referente del cine europeo apuntalada por el Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín. Elipsis minimalista de las dos Españas, de una aridez paralela a ese paisaje convertido en personaje por la prodigiosa fotografía de Luis Cuadrado. Y manifiesto de aquel “Nuevo Cine Español” que terminaría angostado en sí mismo no sin antes plantar los brotes de un cambio de paradigma.

“Peppermint frappé” (1967)
Inmersión de Hitchcock y Buñuel en la lisergia pop donde el realizador localiza a los dos actores que encarnarían su corpus durante una década, Geraldine Chaplin y un José Luis López Vázquez por primera vez en papel dramático. La aparición de Los Canarios muestra cómo Saura sería uno de los pocos directores españoles atentos a la música que se movía a su alrededor. Otro Oso de Plata en la Berlinale.

“El jardín de las delicias” (1970)
Gran fresco sobre la Guerra Civil y la familia, temas sobre los que el realizador haría girar gran parte de su mejor cine. El tono onírico que envuelve la historia de un empresario que ha perdido la memoria y, como tal, el acceso a sus cuentas en Suiza anuncia un giro de Saura y su nuevo guionista, Rafael Azcona, hacia un universo críptico que servirá como parapeto ante el acoso de la censura.

“La prima Angélica” (1974)
La más accesible de las cintas metafóricas levantadas por Saura y Azcona terminaría siendo también la más perseguida por la ultraderecha, principalmente por uno de los mejores gags visuales que nunca daría el cine español: el del falangista con el brazo escayolado en alto. Piedra clave de aquel cine que tanto contribuyó a la construcción del zigurat imperfecto que terminaría siendo la transición.

“Cría cuervos” (1976)
Nuevo giro de tuerca sobre el binomio memoria-familia y última cinta de Saura realizada bajo el franquismo. Acogida fríamente por la taquilla española, el Premio del Jurado de Cannes la pondría en rampa de lanzamiento hacia un largo recorrido por el extranjero, donde todavía es la cinta más reconocida del realizador. Con ella viajó el éxito internacional de “Porque te vas”, compuesta por José Luis Perales e interpretada por Jeanette.

“Deprisa, deprisa” (1981)
En un sorprendente cambio de registro, Saura lleva a su culminación el cine quinqui que Eloy de la Iglesia acababa de esbozar en “Navajeros” (1980). Admirable por su solidez y su lirismo, asombra la capacidad de un director al borde de la cincuentena para observar el mundo de la marginación juvenil sin perder un ápice de la frescura mostrada dos décadas atrás con “Los golfos”. Oso de Oro a la mejor película en Berlín.

“Bodas de sangre” (1981)
En paralelo a “Deprisa, deprisa”, Saura se embarca con Antonio Gades en una pieza de cinéma vérité que recoge sin necesidad de diálogos la representación del drama de Lorca por un cuadro flamenco. Cierre de recorrido con el productor Elías Querejeta e inicio de otro con Gades, que prolongará en “Carmen” (1983) y “El amor brujo” (1986), con gran éxito internacional.

“¡Ay, Carmela!” (1990)
El reencuentro con Rafael Azcona una década después de su último trabajo conjunto dará pie a la más azconiana de sus películas (adaptación de la obra teatral de José Sanchis Sinisterra), un regreso a la temática de la Guerra Civil que se erige como pequeño clásico del cine español contemporáneo. También un enorme éxito de taquilla al que no es ajena una labor de recuperación de Andrés Pajares que bien podría haber firmado Tarantino unos años más tarde.

“Flamenco” (1995)
Aquel proyecto que celebró los bolsillos llenos de la posmodernidad española que fue “Sevillanas” (1992) terminaría encauzando la última etapa de Saura hacia sucesivas relecturas del cine musical que encontrarían en este largometraje su puntal más señero. Prácticamente inadvertidas en España, pero el prestigio de Saura y el envoltorio prémium de la fotografía de Vittorio Storaro apuntaban ya al mundo como mercado global.

[Fuente: http://www.rockdelux.com]