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En su mejor película en mucho tiempo, el director alemán regresa a sus orígenes estilísticos y revisita la ciudad de Tokio con una mirada discreta y minimalista.

Hirayama (Kôji Yakusho, ganador del premio a mejor actor en Cannes 2023) es un hombre de mediana edad que se despierta todos los días con el alba, al escuchar los golpes de la escoba con la que barre una anciana vecina el pavimento. El solitario tipo se levanta, se rasura meticulosamente, se lava la boca, riega sus plantas, se viste para ir al trabajo y al salir a la calle voltea hacia el cielo, hacia el sol, hacia las nubes: un día más de vida. Compra un café en una máquina que se encuentra a unos pasos de su pequeño hogar, se sube en su vagoneta, elige algún casete de rock para escuchar en el trayecto –The Animals, The Velvet Undergroung, The Kinks, Lou Reed– y luego se dedica con la mayor dedicación y cuidado posibles a su trabajo: limpiar los baños públicos de Tokio. El hombre no dice una palabra (el primer diálogo lo escuchamos hasta el minuto once del filme) y, según su joven, impuntual y hablantín compañero de trabajo, Takashi (Tokio Emoto), nunca ha platicado con él de nada ni de nadie. Hirayama está muy lejos de ser un tipo hosco o antisocial –véase cómo acepta jugar al gato con un desconocido–, pero es claro que no le gusta distraerse: si debe limpiar un mingitorio, un escusado, un cristal o un lavabo, eso es lo que debe de hacer y debe hacerlo bien, a tal grado que usa un pequeño espejo para detectar alguna mancha que esté fuera de su alcance.

Hirayama vive concentrado en el presente, en el hoy, en el momento. Cuando descansa a la hora de la comida aprovecha para tomar una foto de la luz que se cuela entre los árboles, le sonríe a una muchacha que se siente muy cerca de él, observa con curiosidad a un vagabundo que vive en un parque y, al terminar su jornada, se va a comer siempre al mismo restaurante, se toma un generoso vaso de agua helada, regresa a su casa a descansar, lee unas páginas antes de irse a dormir –Faulkner, Koda o Highsmith, nada menos– y, al día siguiente, todo vuelve a empezar con la rutina ya descrita, sin posibilidad alguna de aburrimiento porque estar vivo es estar perpetuamente maravillado.

Días perfectos sucede a lo largo de un par de semanas, cuando la inalterable rutina de Hirayama es interrumpida por algunos pequeños pero significativos encuentros con inesperadas almas gemelas: con una jovencita (Aoi Yamada) a la que le descubre la voz de Patti Smith (“Redondo Beach”) a través de uno de sus anacrónicos casetes, con su sobrina (Arisa Nakano) que ha huido de su casa y con la que coincide en su afición a la fotografía analógica, y con cierto tipo desahuciado (Tomokazu Miura) con el que comparte una cerveza, un juego infantil de sombras y al que escucha una confidencia a las orillas de la bahía de Tokio.

Días perfectos tiene la estructura narrativa de la obra cumbre de Chantal Akerman, Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), pero desprovista de cualquier asomo de asfixia existencial. La rutina para Hirayama no es el preludio de la muerte ni de la autodestrucción, sino el asombro hacia la vida, que puede ser efímera, pero también no deja de ser constante, como nos lo aclara, hacia el final, la definición de cierto concepto clave japonés, komorebi, es decir, “la luz y las sombras que provoca el sol al atravesar las hojas de un árbol movidas por el viento; solo existe una vez, en un momento”. Sí, una vez, un momento, pero también todas las veces en todos los momentos en los que nos detenemos para ver. El komorebi siempre está ahí, esperando por nosotros.

Wenders ha dirigido una película más digna de Ozu que su ya mencionado homenaje Tokio-Ga: su Hirayama es el típico personaje masculino de Ozu que no termina de adaptarse al mundo que le rodea y que tiene una relación no resuelta en el interior de su familia, pero que también forma parte indisoluble de esa sociedad a la que, aunque sea en los márgenes, pertenece y a la que nunca le da la espalda. También en la dirección actoral de Yakusho se puede señalar la influencia de Ozu: el veterano actor está en un constante tono sereno y minimalista, pero que deja entrever su complejo mundo interior en el esbozo de una sonrisa, en una pequeña inclinación de su cabeza, en la forma que dirige su mirada.

Sin embargo, cuando llegamos al desenlace, Wenders, más Wenders que nunca, opta por romper con su discreta puesta en imágenes y su minimalista dirección actoral, cuando la cámara de Franz Lustig toma en constante primer plano y durante dos minutos al Hirayama de Kôji Yakusho mientras escucha en el interior de su vagoneta, y nosotros con él, a Nina Simone. En estos preciosos instantes, el rostro del silencioso afanador se va transformado entre risas y llantos que vemos, entre asombros y convicciones que intuimos. Se trata de un auténtico tour de force actoral, apenas comparable al similar de Nicole Kidman en Reencarnación (Glazer, 2015) o, incluso, al de Mia Farrow en el inolvidable final de La rosa púrpura del Cairo (1985). Sí, es cierto, aquí Wenders traicionó a Ozu. Pero en esta traición está contenido, también, el más profundo de los respetos. ~

[Fuente: http://www.letraslibres.com]

Triunfou nos Prémios Goya com nove estatuetas e confirma Denis Ménochet como um dos atores franceses do momento. Entre o thriller e o westernAs Bestas, de Rodrigo Sorogoyen, observa de forma exímia o lado pouco idílico, ou mesmo fatal, da vida no campo.

Denis Ménochet e Marina Foïs, um casal francês em apuros na Espanha rural.

Escrito por Inês N. Lourenço

Há uma história verídica por trás do enredo de As Bestas: em janeiro de 2010, na aldeia espanhola de Santoalla do Monte, o holandês Martin Verfondern foi morto a tiro depois de meses de um clima de hostilidade com a família vizinha, os Rodríguez. A viver naquele lugar remoto da Galiza desde 1997, Martin e a esposa, que tinham vindo da cidade para o campo com intenções de concretizar um projeto de vida ecológica, esbarraram nos instintos agressivos de tais vizinhos, que não lhes reconheciam quaisquer direitos em relação ao terreno comunal, apesar de a lei galega dizer o contrário… O cadáver só foi descoberto em 2014, e a viúva de Martin, Margo Pool, manteve-se na aldeia, onde ainda hoje permanece.

O filme de Rodrigo Sorogoyen não é uma réplica do que aconteceu. Mas toda a sua envergadura dramática parte desse conflito humano em paisagem aberta, que desabrolha como que de uma semente de violência lançada à terra. Em As Bestas, o casal protagonista é francês – interpretado por Denis Ménochet e Marina Foïs, ambos espantosos -, e deixou no país uma filha jovem adulta. Levando uma existência pacífica naquele pequeno meio espanhol, entre o cultivo da horta, a venda dos seus produtos agrícolas e o restauro de casas abandonadas (para futuro turismo rural e reabilitação da própria aldeia), estas pessoas civilizadas, com estudos, e cujo intelecto não cai bem a certos indivíduos que toda a vida só conheceram os modos brutos, vão encontrar na ação concertada de dois irmãos dessa estirpe uma crescente atmosfera ameaçadora.

No centro da hostilidade (aqui também diferente da história original) está o facto de Antoine, o homem francês, não aceitar vender o terreno comunal a uma empresa de energia eólica, por acreditar que a aldeia ainda pode inverter a sua tendência de desertificação e, acima de tudo, por considerar que aquela é a sua casa. Uma ideia romântica para os locais, que já não veem ali nada e só querem ver a cor do dinheiro para se porem a andar, e uma atitude que reforça o ódio desses irmãos em relação ao « estrangeiro invasor », que se « apoderou » da terra à qual não pertence como eles pertencem.

É por aí que se cose a tensão, ou o terror humano, de As Bestas, seguindo o corpo volumoso de Ménochet ora no café do lugarejo, onde o irmão com pose de carrasco (Luis Zahera) destila um tom trocista e sombrio, ora no caminho para casa, de carro ou a pé, sempre envolvido por uma nota sonora perturbadora, que alimenta uma interessante contradição. Esta: Ménochet, cujo corpo robusto contém a própria sugestão de violência (e basta lembrar a sua personagem de pai e marido agressor em Custódia Partilhada, de Xavier Legrand), surge neste contexto como a figura fisicamente vulnerável, com parcos métodos de defesa (uma câmara de vídeo), que no fim de contas não tem como escapar aos lobos que o cercam. E é brilhante o momento que Sorogoyen escolhe para construir o auge da sua demonstração de violência, perfeitamente calibrada e sem espetáculo, num campo só habitado por árvores, cuja amplitude da paisagem vai reduzir-se a um emaranhado de corpos num realista e silencioso uso da força.

O que me pareceu mais inesperado em As Bestas foi que o realizador espanhol soubesse convocar tão habilmente a pulsação do thriller e a aridez do western – com um apontamento quase poético de cavalos selvagens pelo meio – sem se vincular, por definição, a um género ou outro. Nesse intervalo entre dois registos, Sorogoyen tece a complexidade das suas personagens, dando espaço para a leitura renoiriana (« todos têm as suas razões »), mas nunca anulando a vertigem da existência naquele cosmos rural, que se torna irrespirável fora das quatro paredes.

Dentro delas, o último reduto de amor e respeito vem a justificar, por fim, a conversão narrativa do mundo masculino numa esfera feminina: Marina Foïs toma o lugar de Ménochet na última etapa do filme, minando a partir de dentro a lógica desse mundo de homens, desde logo com uma serenidade que nos acompanha bem depois dos créditos.

Não é, portanto, um Cães de Palha (Sam Peckinpah, 1971), embora desconfiemos que o realizador tenha presente essa referência, mas sim um filme que encontra na sua economia visual um caminho mais discreto para o impacto da violência. E talvez aí esteja a sua grandeza moderna, que mitiga a nostalgia dos referidos géneros trabalhando-os na expressão de um ator, Denis Ménochet (o Robert Mitchum francês, como lhe chamou Tarantino), capaz de condensar, na linguagem específica do corpo, a aura clássica e o medo real. Não muito diferente daquele medo que se sente no memorável início de Sacanas sem lei (2009), precisamente o filme de Tarantino onde Ménochet interpreta o camponês interrogado pelo coronel nazi de Christoph Waltz. Mais recentemente vimo-lo também como Peter von Kant na homenagem lúdica e garrida de François Ozon a Fassbinder. O que faz com que toda a dimensão telúrica de As Bestas assuma, no fascínio da sua presença, a qualidade de um instinto adormecido algures, como um homem feito ovelha no meio dos lobos. Fabuloso.

 

[Fonte: http://www.dn.pt]

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Es bueno hablar con los peluqueros.

El Isuzu carraspea, tiembla, avanza a gatas en la cuesta de Uncía hasta que cae. Abajo se encuentra Catavi. Ruedan llantas y cabezas, brazos que se apilan como leña en la morgue de Llallagua. Yo me cortaba el pelo en la peluquería Berlín, dice el maestro. Le digo que yo también, en Cochabamba, en una puerta del paredón de Santo Domingo hecho de piedras y espectros. Ángel me hacía corte “Firpo” a mis tres años y muy cerca de allí, a la vuelta, en la Junín, a mis cincuenta y ocho aunque ya solo retoques a un cabello encabritado que comenzaba a aclararse. Berlín, Isherwood, Döblin, Fassbinder. La paz reina en Berlín, anunciaban, mientras arrastraban el cuerpo martirizado de Rosa Luxemburgo. En la peluquería Berlín me lo cortaban cuando yo desconocía todo de estos alemanes y británicos.

Sentado en un sillón de cuero negro, a una altura de cinco pisos, elevado del suelo donde tenían su casa mis padres, intento reconstruir los dormitorios, la sala, la ventana por la que pasaba papá al regresar del trabajo, o mamá llamando a cenar. Tengo buena memoria y hago un holograma donde los ocho todavía caminamos. El comedor huele a queso humacha que detesto. No lo como, relleno una marraqueta con él y alegando ir al baño lo tiro a los perros. Con mi hermana Picha que hace lo mismo. Pobres padres, ufanos de que comimos todo. Pienso en mis buenas hijas y sé que jamás harían algo así. Hablo con ellas; pasamos por tu casa de Denver, cuentan, y esa calle Clarkson es un vacío. Les cuento a su vez que estoy en las nubes, más alto que lo que alcanzaba el molle macho en el patio, a la izquierda. La montaña sigue allí a pesar de ser asesinada cada día por los kanatas.

El peluquero dice que los dibujos a lápiz de color los hizo su madre. Cada uno de un corte especial. Cuando me veo las patillas peladas ya es tarde y me entero que me hizo “romano”, que no quería pero bueno, al menos no me tocó los bigotes; con una tijera puntiaguda quitó los pelos que asomaban por la nariz e igualó las cejas dispersas. Veo las feroces navajas y la tira de cuero al lado de la silla donde las afilan. Me veo tentado a afeitarme así pero es delirio efímero.

Quiero muchas cosas mas meses de pesadumbre y frenesí han acabado con mis fuerzas. Recuperaré; por ahora no quiero mujer ni manzanas, ni dulce ni salado. Son treinta años que no duermo y descontaré algo en este espacio precioso y amplio. Solo en la mesa en la que se sientan los tres ausentes. El ventilador engaña el calor y a ratos abro El Rodaballo, de Grass, porque está en la mesa y me gusta. En la calle Aniceto Arce, o por ahí, lo leía una rubia que fue mi Mireya entonces. Mientras escojo en el mercado comeruchos coloridos para la salsa me acuerdo de ella. Me olvido cuando paso a las cebollas. Y las caderas de otra, belicosa y grande, se suceden por la retina como clips de cine. Difícil evitar lo femenino de esta ciudad. Bailabas con pies descalzos en el Corte Inglés, desnudabas las piernas mientras por la colina de Villa Moscú bajaban sombras con bombos y cornetas tocando aires de la Guerra de Secesión. Vestías vestido oscuro y dejabas la ventana semiabierta. En el barro de Aranjuez se marcaban mis pasos y tu padre diría que un ladrón rondó la casa. Espía en la casa del amor, como Anaïs Nin y Jim Morrison. En esos eucaliptos me amaste.

“India bella mezcla de diosa y pantera, doncella desnuda que habita el Guairá”… Ríos color de azul, hojas de árbol, aroma. Miras hacia el cielo y te encuentras conmigo. Escondes tu rostro en mis hombros. Tu piel contrasta la noche. Paso por allí y reconozco. Nada hace la modernidad ni los olores de fritos ni los edificios ni los diputados para esconderte. Eres mía desde siempre aunque debajo de tus cabellos se marque firme ya la calavera. Los años, tenues en Whitman y terribles en Celan. Obvié el concepto de vejez por demasiado. Ahora que llega el Paraná inundado, subido hasta el quinto piso, arrojo las redes, atarrayas en un norte turbio. Los dorados saltan; saltaban los bufeos del Mamoré, un tiburón me persigue en el mar de Rehoboth. El tiempo húmedo, el agua que fluye, así la vida, el Escamandro caza soldados griegos en las playas que vieron Pérgamo. ¿Y tú? Ese “tú” colectivo de serpentinas y risas, el de todos los nombres, el musgo eterno de una entrepierna inolvidable… Frases sin terminar. Acabarlas significaría cerrar algo, quitarle el don algebraico de las posibilidades a la memoria. Mejor dejarlo como está. Subo el pantalón, ajusto el cinto y desciendo para seguir las huellas de neón de mi padre rumbo a un prosaico chorizo en pan, inflado de salsa argentina y picante local. El nombre del carrito de comida me trae al querido Julio, cerca de la avenida Madero en Córdoba metalúrgica, mientras taqueamos en un billar y putas rumanas escapadas de Sábato transitan sus tristezas. Una y otra cerveza Salta de un litro, índigo claro la etiqueta, engañando el crepúsculo en el dormitorio compartido.

Miro un moderno supermercado. Hace unos años compré allí una botella de Havana Club de barril único para el festejo de mi hija Aly. Todavía vivía el antiguo ciruelo rojo del patio atrás. Leonard Cohen cantaba  I am your man. Lo miro y rememoro que sobre ese suelo crecía un bosque de eucaliptos y que las vacas de los Gutiérrez pastaban. A veces comían hojas de molle que las envenenaban y tenían que abrirles a cuchillo el costado para sacar el mal. Por sobre el horizonte corrían apasankas y mariposas cohete. En el fondo no ha cambiado. La misma gente trashuma, la sequía asedia, torrenteras pintadas burdamente de contemporaneidad. En Condo, pueblo de casi cinco siglos, bailan ayawayas y me pregunto en dónde quedó España. En la miríada de sombreros que hoy tienen aura de ancestrales. Como revocar una pared con mortero de cal y cemento. Debajo permanece el adobe y lo que es: barro, tierra, polvo.

Me escribe Kate desde Lviv. Reflexiono para ver si he detenido mi viaje por el mundo y me he enroscado a manera de pangolín sobre mi propia historia. Creo que no; se ha ampliado mi panorama, solo que la melancolía de las rojas tierras de los Cintis ha temporalmente triunfado. Detengo mi barco que sube por el río de la Gambia estrecha, no he de emular hoy a Korzeniowski-Conrad. No he de invernar este año en la Carpacia profunda, ni París me verá de nuevo, ya no cargado con mochilas de propaganda ni de ninguna otra forma. El tren de Varsovia, Munich, Estrasburgo tendrá que esperar. Así el café de Basilea. Debo aprender a andar, me ha caído el devastador látigo de la infancia encima. Cuando duermo en una ansiada siesta que tardó tres décadas en asomar, sueño, sueño contigo en tu cuarto helado allí donde enterraron a los suecos. Pero cuando despierto huelo el mal aroma del otrora río hoy putrefacto. Sé, entonces, que los soldados de plomo han cambiado de posición en el tablero.

Cuesta de Uncía, de Sama, de Llokalla y el Meadero. Los he visto todos y deseo verlos de nuevo, tal vez ya no subido en la parte de atrás como otra oveja.

Ya no tejen, casera, le digo a Victoria, nacida donde hornean el pan de Toco. Ya cómo, responde, si se han muerto de sed los animales.

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[Imagen: cinto de San Pedro de Condo – fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

Patti Smith.

La espalda es hierro quebrado que se forjó demasiado. Hoy, en las postrimerías de mi larga aventura norteamericana, me nutro del pasado en la música. De los años cincuenta, del magnífico 62, de Patti Smith… En un patio de infancia la noche olía a laurel y floripondio. Tenía misterio, ella. Descargado por un avión en Miami y en ruedas cruzando el país. Casi como la guerra civil pero en sentido contrario. Georgia, Savannah, las Carolinas, miasmas del sur, mocasinas de agua, serpientes Boca de algodón y snapping turtles. Richmond, Virginia, el Shenandoah, Robert E. Lee sumado al brazo de Stonewall Jackson. Graffitis de Black Flag en domingo de Rockville, Maryland; el polvo de tu cuarto en Takoma Park que me hace estornudar. Los negros cantan espirituales en la iglesia mientras vistes tus pechos rosa para salir a tomar el metropolitano. Estaba la estación sobre una colina. Desde allí te veía llorar, de impermeable negro y sombrero hongo con adornos plateados. Camino de Silver Spring, dormitando, babeando restos de ti. Pissing In a River, mesmerizado por la mañana, la guitarra eléctrica parece alejarse del lugar del crimen como se dice del lecho de amor en donde se ha concentrado y engañado la pena.

Cortas pan francés, abres una palta chilena de las pequeñas. Untas su crema en ambos lados, agarras un delgado chile serrano y lo rebanas fino, pepas incluidas. Quizá algo de ajo fresco. Galón de jugo de naranja. Alrededor, cajas de papas tipo Idaho, bolsas de cebollas que ensucian el piso. Estiro los pies con botas amarillas, abro el pecho del uniforme de trabajo, acomodo los deformados guantes al lado y me alimento. Un día cualquiera, entre 1989 y 1992. De allí habrá otro vuelo de retorno a Bolivia, con mujer e hija, y otro a USA, a Colorado. Montañas y pinos, lejos las clásicas edificaciones de la capital. Cowboys con sombrero y mexicanos. El oeste, arroyos de agua clara hechos para filme, osos negros, mapaches, venados y ciervos, águilas calvas, halcones peregrinos. Una preciosa casa en Forest Street, parodia de felicidad. Juventud, mal insalvable, tontería y soberbia. Un campo de dientes de león ilumina la calle, tan ajeno a la miseria de Fassbinder, al moho de Alexanderplatz. Otra vez la noche era fresca y olía a hierbas que desconozco. La luna abrevaba en el charco de lluvia pero no había sapos cantantes, ni espuma ni puntitos negros de renacuajo. No era el pujru, no discutían entre sí verdes ranas moteadas de azul en los escondrijos de la planta de cartucho. El chiru chiru saltaba al interior de los arbustos; de este lado, una lechuza guiñaba tuerta. Nosferatu, fantasma de la noche, se perdía de vista descendiendo por la avenida Florida. En los espejos del sillón observo la lucha desigual entre nosotros, reflejos desnudos de lo que se presumía el edén del cuerpo a cuerpo. Esbozaba páginas de El exilio voluntario, para eso tocaba a los Everly Brothers o también a los Yardbirds.

Se marca la 1:22 de la tarde. Llevo calzoncillos a cuadros y voy descalzo. Dudo entre poner a Tartini o música de orquesta eslovaco-checa. Han pasado los años de Cristo, de Belén hasta la cruz, treinta y tres. Mucho más reunido en esos años que toda la religión. Muertos vivos, vivos muertos, damas catrinas y señoras calaveras. No tiemblan los senos, los ha momificado el tiempo; no sudan las hembras, las ha secado el simún aunque esto no sea Jordania, pero del color de Petra eran los sexos.

“En la madrugada del 18 de junio, un centinela anunció que una nube amarillenta se vislumbraba en la lejanía. Era la polvareda que levantaban sus caballos”. Los turcos están en Albania, lo cuenta Ismaïl Kadaré en Los tambores de la lluvia. Ligia me regaló la novela el 8 de enero del 97 hacia la incertidumbre. No puso más que la fecha, pero las tres, ella y Cristina y Miriam, dedicaron la primera página de las Memorias inmorales de Eisenstein que compraron para mí, remozando los últimos meses de pasión y baile que me llevaba de equipaje. Cali pachangeroBorrachera, cumbia y vallenato, porro y pasillo. Moustaki, Raimón y Theodorakis. “No mires hacia atrás, no quiero ver el camino…” aconsejaban Los Payos, no te vuelvas mujer de Lot.

Ellicott City, Maryland. Harpers Ferry, West Virginia. Cerro y cerros y bosque bosques en los caminos de Virginia occidental. Callejas de Baltimore y en Nueva Inglaterra, sol de New Haven, Connecticut y olas de Nueva York y Delaware. Increíble belleza entre Indiana y Knoxville, Tennessee. Un ancho río con puente de hierro, no tanto como el Mississippí, meandros de turbión y barro. Atlanta y Chattanooga, en la Alabama que visitó mi madre como maestra en el auge del KKK. La trataron de primera, la llenaron de regalos para nosotros seis; George Wallace, entonces controvertido gobernador, le entregó un diploma de agradecimiento y su foto autógrafa. La tengo por ahí, en la barahúnda de mi existencia. Supuestamente me haré sedentario mirando el Tunari en la parte de atrás, con un Cuba Libre de fino ron y Cohen cantando Suzanne; revisaré los rastros del asalto.

Crucé este país. Jim recitaba: “The West Is the Best”. Hay más que ese oeste milagroso y trágico, que el peyote papago y los todavía sobrios paiutes que habitan entre Utah y Colorado. Mesa Verde, montañas Sangre de Cristo, eucaliptos gloriosos de San Diego y molles en medio de la riqueza de Santa Bárbara. No está mal dicho o equivocado que Estados Unidos es un universo. Lástima que los izquierdistas latinoamericanos crean que se trata solo de Miami donde gastan entusiasmados el producto del hurto revolucionario. Tierra inmensa e histórica, líneas de Stephen Crane, la cuerda de la que colgó Joe Hill, Nicola Sacco, versos de Whitman, Bartolomeo Vanzetti, Lucky Luciano y Meyer Lansky, batalla de Lava Beds donde resistieron los modoc. Victorio y Cochise. Gerónimo y desventurados juglares negros de fines del XIX. Ray Charles. En el Hotel Brown descansó George Armstrong Custer antes de que la muerte lo escalpara. Baje, general, le decía el personaje del notable filme Pequeño Gran Hombre a Custer en Little Big Horn. Los que están allí no son las mujeres y niños del río Washita, estos son bravos y lo aguardan, vaya.

Deberé escribir un libro, otro aparte de mis Cuadernos de Norteamérica. Viví aquí más que en la tierra paridora, en lugar común podría decir que no soy de aquí ni de allá pero sé bien de dónde vengo y dónde perezco. No me impide recordar, odiar y amar. No me prohíbe sentarme otra vez en los muladares del mercado y agradecer a la vida que me daba imágenes que jamás lograría de oficina y con terno. Mis manos se quebraban y era sencillo arrancar pedazos de cutícula congelada en los treinta inviernos. Luego alternar tal dureza con los paseos del Smithsonian, admirando a Rembrandt y Malevich, fotografiándome debajo de un Léger, al lado de óleos de Oskar Schlemmer en museos del país, tomando fino vino tinto y acariciando el albo cuerpo de un supuesto amor que olía a perfume caro, o el eterno fellatio que Carla me regalaba en el cuarto de tomates y aromatizaba a k’allu boliviano sin quilquiña porque la detesto.

No quiero escribir como Neruda, no he vivido como Neruda. Ni los más tristes ni los más alegres, entonces. Esto es solo un augurio, apresurada compilación de ciertas tomas, flashes de luz y vómitos de sombra. Mis hijas Emily y Aly me regalaron ayer un anillo de plata sterling con sus iniciales. Lo llevaré. Nunca he usado anillos porque para un trabajador a lo bestia como yo son peligrosos, pueden costarte un dedo, pero me llega el aburguesamiento y no putearé tirando cajas otra vez, no me verán por ocho horas al lado del río de Sarco rompiendo a combo piedras awayo o mármoles; ya no. Tiempo para el anillo de mis hijas, para mirarlo y recordar sus niños y jóvenes ojos, para verlas dormir mientras salía al empleo, para prepararles lentejas con chorizo o ñoquis en jugoso pedazo de carne.

Vi a un sin techo volcando basureros en el barrio rico. Agitaba los brazos como gato de la suerte coreano y parecía escapado de un álbum de Diane Arbus. Miré por el retrovisor las horas de las tres y media de la mañana. El hombre no se inmutó al pasar yo. Eran él, la noche y la miseria. En su lugar creo que alistaría mi viaje a ese mundo mejor llamado infierno con un bolsón para llenarlo de muertos por mi mano. Con panga de mau maus, o curvo cuchillo de gurkha. Cruzando el bulevar Colorado entré en mi barrio. Allí reside un discapacitado envuelto en vendas de momia, justo en la esquina de la avenida con la 7. Eternamente ensillado, Zeus sin Olimpo.

Vivo cuatro años en el barrio de Jack Kerouac. He perseguido su hálito, bebido de su alcohol, caminado desde su refugio de la Grant y 9 hasta el mío de la 8 y Clarkson. En el Charlie Brown’s Bar sofisticados trans de colorido vestido, sofisticadas con flores de falda. Me he llenado de cerveza irlandesa y hecho barril he recorrido las calles. Siempre acompaña la presencia de una linda muchacha en bicicleta que se detiene ante los basureros de verde oscuro. Se mete de cabeza, to dive in the darkness, diría, zambullida en la ficción del hielo, dito metanfetamina, tras un trozo de pan, un masticado hot dog, una lechuga que semeja flácida col negra. Entonces, a tiempo de batir un té, he abierto la Biblia. En ella Sylvia Plath anota: « The floor seemed wonderfully solid. It was comforting to know I had fallen and could fall no farther. » Me pregunto si la muchacha halló el fondo del estercolero, si se convenció de la eternidad del hambre. Sentado en un dintel lloraba John Fante y las estrellas habíanse caído dejando huérfana la soledad. Sí, puedo escribir los versos más tristes esta noche porque conozco la tristeza.

Son las 2:26, he gastado una hora en la nostalgia. Pongo en el tocadiscos una hermosa y terrible canción mexicana. Me gustaría bailarla a pesar de haber perdido los pasos. No tiene la lentitud y señoría del danzón sino locura juvenil y popular. Letra horrible, se opinará, denigrante y machista. Sí. Pienso en Rulfo. Suenan corneta y guitarrón, redoble de tambores. “A ti te quiero, mujer, no le hace que seas paseada”.

 

[Fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

Foto de cabecera del blog de Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Por Fadrique Iglesias Mendizábal 
 
La foto de un gallo ilustra la parte superior, con fondo oscuro. Un gallo formado por motosas hojas que pudieran ser pedazos de espadas u hoces, dispuestas a segar todo aquello que consideran maleza. El gallo, que podría ser de pelea, de raza malaya, está formado por trozos de latas de conservas viejas, por despojos. Tiene patas de alambres doblados, y clavos otrora oxidados, ahora barnizados. El animal, aun siendo frágil, apunta su alarido al cielo, en forma de queja, con la cola abierta, pavoneándose y pretendiendo amedrentar, pero, debajo del plumaje, es delicado.
 
Esa foto encabeza el blog de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Le Coq en Fer, el gallo de hierro en francés, bitácora literaria de uno de los más talentosos y polémicos narradores y poetas bolivianos de la actualidad. El último escritor pendenciero de las letras nacionales, esas grandes desconocidas más allá de los Andes, que retoma uno de los motivos más repetidos por el conocido pintor cochabambino Gíldaro Antezana.
 
Son más de mil doscientas notas las que abordan temas tan dispares como la revolución rusa, la pintura de Kazimir Malévich, feroces críticas al gobierno de Evo Morales y relatos de personajes marginales, amorales, a través de su daguerrotipo mental, aquel que va dejando efigies filtradas por su imaginación y una prosa rotunda y robusta, publicada a lo largo del último cuarto de siglo en muchos de los periódicos más importantes del país, bajo las columnas EclécticaMonóculo y Mirando de abajo.
 
Por otro lado, su Facebook está poblado de fotos clásicas de torsos femeninos semidesnudos –lo que ya le ha valido un par de suspensiones de la cuenta– y por cromos de boxeadores de principios de siglo como Tommy Burns, Jack Johnson, Harry Wills, Joe Jeannette y Sam McVey, esa casta de pugilistas previos a la testosterona sintética y a los anabólizantes, luchadores de nervio y orgullo, aficionados al deporte pero profesionales de la gresca dentro del ring, como Claudio en sus cuadernos. Y en algunas parrandas también.
 
 
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Sus letras, además de ser pendencieras, contienen flashes, sensaciones, ruidos e imágenes de parcelas específicas, que juntas tienen un significado coral de una vida entregada al oficio artístico, reflexivo, sensible. Precisamente con esas ideas describe su penúltima novela, Diario secreto (Alfaguara, 2011), que le valió ese mismo año el máximo galardón de las letras bolivianas, el Premio Nacional de Novela, y en la que describe el retrato de un psicópata, potencial asesino en serie que no tiene compasión por los insectos que descuartiza, ni por la madre a quien tiene toda una vida en vilo, ni mucho menos por una pareja a la que desprecia con una importante dosis de misoginia.
 
Llama la atención que esta novela precisamente haya sido escrita en su morada de Aurora, ciudad dormitorio de Denver, en Colorado, un año antes de la masacre del caballero oscuro.  
 
Aurora sonó en los noticieros de todo el mundo en 2012, cuando el desquiciado James Holmes abrió fuego contra el público que abarrotaba el estreno de una de las películas de la saga de Batman, El caballero oscuro, narración que podría ser perfectamente la segunda parte de Diario secreto, el corolario alternativo, un ensayo al estilo del libro juvenil Elige tu propia aventura: “si eliges al descarnado emboscando a su esposa, a la postre autora del crimen y de su propia condena, dando un tiro al protagonista, lee el final de la novela premiada el 11 de octubre de 2011, Diario secreto; si eliges al protagonista entrando a una película de superhéroes y desollando a tiros al público asistente, dirígete al New York Times del 26 de agosto de 2012”. 
 
Allí precisamente, en Denver, Claudio parece haber encontrado un gallinero tranquilo, donde puede trabajar en la parte administrativa del Denver Post durante el día y dedicarse a escribir al ritmo frenético al que tiene acostumbrados a sus lectores en los últimos años por la noche.
 
En Denver también, pero dos décadas atrás, a los pocos años de haber emigrado de Bolivia, en 1992, Claudio abrió un pequeño restaurante de delicatessen en el pueblo minero de Lakewood, morada de forajidos, truhanes y bandidos al más puro estilowestern, por donde pasó hasta Oscar Wilde desparramando relatos.
 
El poblacho aquel de las montañas de Colorado, que conserva una imagen decimonónica de cowboy de bota y flequillos en el chaleco, de saloon y escupideros de tabaco, con hombres de gruesos cinturones en los que cuelgan pistolas que salvaguardan los riñones como en las películas de John Wayne, es un espacio hostil, proclive al enfrentamiento. Así lo recuerda Ferrufino:
 
“Un mexicano, como nos califican a todos, en un ambiente así, huele a víctima. Pero me senté con ellos y, a partir de sus apellidos, hablamos de sus orígenes: alemán, irlandés, galés, etc., abriendo un espacio que podíamos compartir. La mayoría eran tipos rudos, ignorantes, no con un esquema ideológico sólido, llenos de lugares comunes, maleables. Terminaban abrazándote y secando vaso tras vaso de cerveza contigo. ¿Don de gentes que tengo? Tal vez, pero ha sido mi experiencia”.
 
Más adelante abrió un restaurante más efímero todavía en otro pueblo vecino: Leadville. El establecimiento, llamado The New West Café, tuvo un éxito moderado en un principio, pues aquellos cowboys no sabrían qué esperar de aquel plato de chupe de maní que servía, distinto de la peanut soup tan tradicional del colonial pueblo de Williamsburg, en su añorada y lejana Virginia. Con el tiempo amplió la oferta a una sopa de quinua, luego evolucionada en forma de chaque, hasta tomarle el pulso a lo que sería su mina de oro: sus fideos uchu, especialidad de la casa, que vendía en dosis importantes puesto que lo tenía listado como Latin American Stew o guiso latinoamericano.
 
La aventura emprendedora acabó con Claudio entre rejas, luego de tener diferencias –de haberlas ajustado– con el socio propietario.
 
Según Ferrufino, la marihuana desquició al accionista protagonista de su ira, dejándolo en un permanente estado, no ya de felicidad, ni de relajación, mucho menos de excitación, sino más bien de ansia constante:
 
“Mi socio chocó con la férrea voluntad y responsabilidad que con los años desarrollé en Estados Unidos. Discrepábamos en muchas cosas. Exploté porque a pesar de la mesura que uno adquiere sigo siendo un individuo belicoso. Estaba todo tendido para el escenario que vino después: la ruptura, la pérdida, la detención, dormir entre rejas, asegurar a la sociedad que te comportarías acorde con las reglas”.
 
“El estado policial y sus recursos”, llama Ferrufino a las normas impuestas, atribuyéndole virtud muy excepcional y no universal, dejando salir a flote su sentido anarquista, casi como inspirado en una obra dramática de Darío Fo.
 
Luego el The New West Café le daría una oportunidad más a su voluntad emprendedora y decidió asociarse esta vez con un bosnio emigrado de la guerra, de esos que dejaron a sus mujeres haciendo crêpes en los campos de refugiados, para intentarlo en aquella ocasión con sándwiches y sopas neoyorquinas. El negocio quedó atrás en la memoria, pero el acercamiento a la cultura eslava, bosnia y croata permaneció con Claudio.
 
El roce con los clientes, gringos y cowboys, ayudó a Claudio a conocer más la esencia del norteamericano, si es que ese individuo-tipo existe. Aún hoy se sorprende al ver los contrastes que emanan del arquetipo gringo. Aunque pueda mostrar su faceta más reaccionaria, conservadora, prejuiciosa y racista, al conversarle de igual a igual las figuras predispuestas se diluyen.
 
 
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Claudio es un tipo que admira la calle y desconfía de aquellos que todavía no han sido capaces de abandonar las faldas de madres y abuelas en busca de una o varias historias vitales. Se trata de una persona que encarna el sueño americano y también la pesadilla.
 
En aquel país lidió y aprendió de lo profundo del gueto, especialmente de un personaje al que recuerda con especial cariño: Big Mike, amigo que conoció mientras trabajaba de estibador, cargando quintales de fruta cual aparapita, con algunos grados bajo cero y que sazona las páginas de El exilio voluntario.
 
Luego trabajó como traductor, administrador de restaurante, frutero, escritor de cuentos infantiles, albañil, profesor, panadero, canillita y verdulero, entre otros oficios.
 
Cuando se le pregunta qué motivó su precipitada migración a Estados Unidos sin un proyecto claro de vida, explica:
 
“Es raro lo que pasó. Una decisión clara que a veces creo fue errada pero de la que no me arrepiento. Quise ir contra todo lo que era y podía ser. Tenía que probarme que incluso descendiendo al fondo sería capaz de salir sin ayuda de nadie, con mis manos. Creo que esa victoria se transmitió al carácter de mis hijas, y al sosiego que en el fondo me habita y me hace pensar que la modestia no es una mala opción. He vivido y puedo escribir. Escribía antes también, pero pienso que como ser humano aquello me sirvió de mucho. A ratos creí que debía alterar el rumbo y dedicarme a la docencia o algo similar, pero, igual que le sucedía a Isaak Babel, me gustaba –y me gusta– compartir con gente simple. Allí están las historias. Tarde para volverse atrás. Ahora hay que recordar, analizar, sopesar las experiencias y escribir”.
 
Estos lances motivaron al escritor a largarse a Miami, primera parada en el norte, hace 24 años, enfundado en un añoso terno gris de corte inglés que usó en la fiesta de promoción en la secundaria. El detonante del autoexilio fue una decepción amorosa poco relevante, asunto potenciado por una afición al viaje que ha ido perdiendo. La opción norteamericana llegó por azar, para buscar bálsamo y dinero, aquel que en Bolivia le era escaso y que ya se había gastado en chicherías y buenos libros, para apaciguar ánimos extravagantes y una ruinosa vida de vago, como él mismo la define.
 
Con un ticket de ida solamente, aterrizó con una vieja maleta, una mochila militar y cuatro billetes de cien dólares otorgados por sus padres y hermano, que dilapidó en putas y alcohol en menos de una semana.  
 
 
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Las novelas de Claudio, así como las crónicas que va publicando, suelen dar saltos temporales muy bien hilvanados, con menciones y referencias frecuentes a una época que parece haberle marcado profundamente: sus años alrededor de la capital de Estados Unidos, principalmente en el Estado de Virginia.
 
Claudio llegó al área metropolitana de Washington D.C. el otoño de 1988, con las hojas todavía en los árboles, doradas, rojizas, a punto de caer. En tan solo un par de años ya era un virginiano más.
 
Con los ojos muy abiertos, Ferrufino parece haber explorado profundamente el lenguaje subyacente de los barrios bajos que circundan Washington D. C., una ciudad muy distinta a la actual, donde la población hispana ha crecido de un 2 % a un 14% entre los años 80 y esta década. A Arlington, ciudad- condado por la que desfilan los personajes de su libro de relatos Virginianos (Los amigos del libro1992) y de la novela El exilio voluntario (El País2009), llegaron muchos pobladores del Valle Alto cochabambino que emigraron tras un peculiar auge de la construcción.
 
En sus textos poco rastro hay de los monumentos nacionales y de las happy hours de los burócratas de la capital. Mucho de las casas postindustriales de ladrillo, donde yacen hacinados aquellos ciudadanos oriundos de Arbieto, de Punata, de Esteban Arce, de Tiraque, que han cambiado el quechua por el inglés.
 
Más bien Claudio se remanga la raída camisa y se sumerge sin miedo a mancharse en el fango de las miserias de los inmigrantes que habitan a la sombra y a espaldas del Capitolio. Ese lugar paradójico que aguanta la coexistencia de prostíbulos –callejeros o albergados en bares– con lujosos hoteles para dignatarios de estado, polígonos industriales donde los domingos bailan caporales muy cercanos a barrios de embajadores que no pierden su condición una vez perdido el cargo, almacenes de bancos de alimentos para indigentes alternando al otro lado de la carretera con lujosos centros comerciales.
 
A fines de los años 80, Washington, D. C. era la ciudad más peligrosa del país. Por  la llamada “epidemia del crack” en 1990 era considerada la capital del crimen, aun siendo la sede del FBI y la CIA.
 
Incluso hoy día, casi tres de cada cien habitantes en D. C. está infectado con HIV, mayoritariamente entre la población afroamericana que, por lo general, vive poco integrada con la población blanca. Algo similar pasa con los hispanos y asiáticos, aunque no tan marcadamente.
 
A causa del sida precisamente algunos de los amigos de Ferrufino se dejaron la vida. Otros fueron tragados por sus propias adicciones –crack seguramente–, por sus propias miserias, cansados de pasar noches en vela mendigando trabajo en esos mercados donde fungían como estibadores, esperando un reducido jornal que al final del día, después de comer un plato de pasta o un burrito, de pagar diez dólares por el servicio de una prostituta y de pasar por un comedor social para completar la incompleta dieta, les permitiese comenzar un nuevo día al terminar la precedente jornada.
 
Uno de los lugares que precisamente frecuentaba Ferrufino era Morse Street para ganarse el plato de comida. Así lo recuerda:
 
“En el mercado de abasto de Washington era así. Willy, chofer negro, había asesinado a su madre siendo casi un niño, ofuscado en droga. Tyronne pasó trece años en prisión por robo con ‘asalto’. En las noches de la calle Morse se contaban historias; ron y licor malteado entre los dientes. Olor a mariscos; húmedas paredes y autos policías que cruzan lentos sin parar. Cada hombre hundido en su miseria. Olvidado ya el tiempo en que se preguntaba ¿qué hago aquí? Cuando las esperanzas brillan mal. Wayne y yo caminamos hacia la esquina de los mendigos. Allí hay droga fácil y prostitutas de a diez dólares. Un amigo cuyo nombre me es borroso se sentaba en un desvencijado sillón, en medio de la calle: el trono de la oscuridad. Wayne compra piedrecillas blancas, opacas: cocaína adulterada. Al lado de una reja de amontonada basura, fuma. Medianoche de verano, sin sueños ni futuro. No está la luna, se oculta en las callejas. Los pobres no tienen sombra, son pálida oscuridad”. 
 
 Cuando lo recuerda, se atreve a decir que está seguro de que pocos de los amigos negros que conoció en aquellas épocas estarán vivos ahora:
 
“Trabajé dos años y medio en los mercados. El primer día era para llorar, con los guantes mojados y el hielo punzando la cara. ¿Qué hago aquí? Quise retornar al café con leche de casa, a mi mullida y caliente cama, pero no lo hice, aguanté en medio de hombres toscos, negros, entonces nada simpáticos y con otra lengua. Pequeña épica de humanidad”.
 
En sus escritos y crónicas aparecen muy poco las placas de mármol de la calle K, del Banco Mundial y el FMI. Sobresalen más bien las penurias de los alrededores de Gallaudet, barrio afroamericano conocido por una universidad.
 
Ferrufino no le teme a los desprecios de gringos ignaros y limitados. Los asume gallos de pelaje no intimidante. No se amilana ante los pergaminos de la docta y jesuítica Georgetown, no se achica ante casas estudiantiles como la de Maryland, donde dictara cátedra Borges o la propia universidad de Virginia, donde fue un virginiano más –por un tiempo– Edgar Alan Poe. Claudio no se acompleja para hablar de ideas, no lo hizo en su juventud en Francia, donde retaba a sus condiscípulos a debatir sobre literatura gala dejando patente lo que llama racismo cultural. No se inhibe al ser identificado como parte de las márgenes, porque es su mundo también, tanto los extremos superiores como los inferiores.
 
Los días, o la noche que tenía libre –en el sentido más literal del término–, la de los sábados, eran destinados a probar un poquito del manjar que a la mayoría de sus compañeros se le tenía vedado: la visita a los pasillos gratuitos del museo más profundo y diverso del mundo, el Smithsonian, en Hispania Books –hoy sucedida por la librería Pórtico y Politics and Prose–, y horas perdidas en Common Grounds, probablemente lo que hoy se llama Krammer Café, de las primeras cafeterías literarias, lugar chic que tiñe sus paredes con multicolores lomos de libros y que sirve café y comida americana, en el barrio burgués de Dupont Circle.
 
Esas épocas virginianas de Claudio eran de triple vida. Por el día de gallo fino, por la noche de gallina ponedora que se aboca al trabajo, y al amanecer de gallo de peleas, todo para sobrevivir.
 
En esos años salió por algún tiempo con una mujer que entonces era presidenta de la asociación de antropólogos norteamericanos, PhD con tesis en Teresina, Brasil, ese primer engendro de laboratorio que luego se cristalizaría en Brasilia: la ciudad de la teoría. Así recuerda esas citas:
 
“Nada más dispar, pero que me permitía un amplio espectro de aprendizaje, sufrimiento y gozo. Era joven, fuerte, casi no dormía, y lleno de interrogantes acerca de un mundo nuevo, en extremo diverso”.
 
 
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La imaginación de este cochabambino y sus fuertes emociones evocan a una vibrante movida cultural en la ciudad. Si a fines de los 80 Ferrufino disfrutaba de conciertos de aquel surgente rock alternativo, mezclados con asistencias a ver Rubén Blades y Seis del Solar, hoy en día se puede disfrutar del apabullante influjo de la música electrónica, de las mezclas bastardas del grupo narcoelectro Mexican Institute of Sound o del ya famoso matrimonio entre los samples y bandoneón de Bajofondo.
 
Aquellas  exposiciones de arte que recuerda como impresionantes, algunas de Malévich, Matisse, Rembrandt, entre las que más le marcaron, se suceden año tras año, de la mano de millonarias fundaciones como la Colección Philips o la elitista Dumbarton Oaks.
 
Ferrufino nunca fue una persona de cultura de gueto apartado, sometido al cacique. No era un tipo de sindicarse a los “suyos”. Fue y quiso ser un alma libre que salía solo, llevando una vida de completa independencia. Aunque se juntaba con amigos bolivianos, no lo hacía con la frecuencia que ellos demandaban. Así lo recuerda:
 
“Entraba al mundo de los otros y me desenvolvía con soltura; mientras mis amigos jugaban fútbol los sábados, con las consabidas cervezas nuestras que vienen detrás, yo andaba en el National Mall, el centro de los museos de la ciudad, flirteando con hermosas muchachas anglosajonas y escribiendo mis Virginianos en papelitos, debajo de fotos de Lee Miller o de Man Ray. Culturalmente fue para mí un mundo insólito y exuberante. Lo recuerdo bien, dichoso. Por otro lado, en el mundo paralelo, visitaba las casas de mis amigos negros en el North East y South East, un mundo prohibido para blancos o gente como yo (nunca nos han considerado blancos, ni siquiera a los españoles). Fumaderos de crack, muchachas negras que se abrían de piernas con facilidad; deliciosas y viciosas. Sexo en autos, borrachera en las calles, recostados contra la pared, bebiendo Cisco, un licor de variadas frutas y colores que luego sacaron de circulación por ser letal. Detestábamos la cerveza normal; bebíamos licor malteado, con mayor grado de alcohol: Colt 45 y otros. Iba de ayudante de los choferes negros en los camiones de la empresa. Repartíamos productos a los hoteles y restaurantes de DC, Virginia y Maryland. Al terminar el día, antes de regresar al warehouse, alcohol y droga, sexo y droga. E historias inverosímiles que me contaban como a un hermano. He sido afortunado en oírlas y recordarlas. Y en sobrevivir también”.
 
Ferrufino vivió allí durante la década siguiente a los años de explosión psicotrópica. “Había mucha, excesiva, demasiada droga”, recuerda y apunta:
 
“Esta empresa de verduras en la que trabajaba era la mayor del mercado, dirigida por tres hermanos de origen irlandés. El mundo de ellos era la marihuana, que compartían en los gigantescos refrigeradores con algunos cargadores negros, que eran, a su vez, proveedores. Crack, hachís con profusión. La labor nocturna era febril, con camiones de 21 metros trayendo cosas desde California, México, cangrejos vivos desde Maine, frambuesas y moras desde Chile. Cualquier instante de descanso: droga. Dos, diez veces por noche. Cuando el día terminaba, ya casi a mediodía, los managers se encerraban en uno de los autos y… droga. Sin parar, seis días por semana. Yo no era afecto a ella, pero no evitaba compartirla de cuando en cuando. Me sorprendía que tipos muy ricos, duros trabajadores tengo que reconocer, no deseaban volver a sus mansiones, a sus hermosas mujeres que a veces visitaban el almacén y deslumbraban a los miserables estibadores. Preferían quedarse a hablar mierda, con las ventanas cerradas, en el mundillo de la droga. Los imagino llegando al hogar, tirándose en la cama, recuperando unas horas para volver a aquel frenesí. No tenían más de 30 años y confesaban que tenían sexo con sus mujeres una o dos veces al mes. ‘White boys’, decían los negros con desprecio”.
 
Al calor idealizante, Ferrufino recuerda esos años suyos como un elixir creativo. Se recuerda como con una cámara en el hombro, como filmando para sus adentros lo que observaba, y aquello que miraba, lo veía como fotógrafo. Le hubiese gustado filmar una película de David Lynch o algo similar. ¿Una actriz? Alguna de las de Fassbinder, responde, a quien idolatraba entonces –y hoy– pero en un escenario ya lleno de muchos otros. Quizás actrices como Barbara Sukowa, Jeanne Moreau, Hanna Schygulla, Brigitte Mira quizás, Ferrufino no lo especifica. Sí abunda en el plató imaginado:
 
“Imaginaba exhibiciones de fotografías sobre el universo de las frutas y las verduras. Increíbles colores, escenas, depósitos llenos de naranjas de distintos tonos, el contraste entre las papas de Idaho y las verdes paltas, aguacates, californianos. Los tomates ni qué decir, que eran la élite de los productos, con una sección especial de empaque por tamaños y colores. En esa gran bodega de DC, de noche, negros borrachos y perdidos, algún turco, algún latino, manipulaban lo que se serviría en las reuniones de embajadores, del jet set, de la CIA en Langley, a donde llevábamos cargamentos sin que jamás nos pidiesen identificación. Eran otros tiempos”.
 
 
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A esos días virginianos vuelve una y otra vez. Su prosa fluida sugiere muchos adjetivos, el más suave, sorprendente. Se mueve muy bien entre el ensayo, la crítica de arte, la opinión política, la ficción y también la crónica periodística. Precisamente en su antología Crónicas de perro andante (La Hoguera, 2012), escrita a cuatro manos con Roberto Navia, premio de periodismo Ortega y Gasset, y en otras piezas publicadas en los años 80 y 90, aparecen intensos relatos en los que describe Mizque, Tiquipaya, Pairumani y Suticollo, lugares donde quizás tomó afición por la chicha, y en las que lamentó no haber atendido las enseñanzas de la lengua quechua de su padre.
 
Una parcial autoficción de aquellos años en Arlington le ha valido el Premio Casa de las Américas de Literatura en Cuba. El rito de entrega no es precisamente la ceremonia de los Oscar. No hay alfombra roja, pero sí una rica historia de más de medio siglo.
 
Ferrufino es uno de los escasísimos casos de escritores bolivianos reconocidos internacionalmente, que ha ganado en 2009 el premio, sucediendo en el palmarés a personajes como Jorge Ibargüengoitia, Eduardo Galeano, Marta Traba o Gioconda Belli, e incluso a escritores bolivianos como Renato Prada, Wolfango Montes y Pedro Shimose. El jurado de la edición 2009, conformado por gente como la mexicana Carmen Boullosa, el venezolano Carlos Noguera, el chileno Grínor Rojo, el argentino Héctor Tizón y la cubana Lourdes González Herrero, se decidió a separar la paja del trigo entre casi 700 trabajos provenientes de América Latina y España, justificando su decisión en la capacidad de observar el “sueño americano” de una forma vertiginosa, vital y dominando el oficio, desplegando en su narración diversos planos a lo largo de tres décadas, con humor y referencias literarias, culturales y políticas”.
 
Claudio ya había logrado una mención en este premio en 2002, por El señor don Rómulo (Nuevo Milenio, 2002). Durante su discurso en 2009, recordó, cómo no, a la gente del gueto. A aquellas personas que seguramente nunca escribirían y publicarían sus historias y que tampoco se enterarían de que su colega, broderpana y cuate, aquel latino de ojos achinados y de bigote poblado, lo haría. Aquella noche en La Habana, recordó su llegada a Washington, las dificultades iniciales con el idioma, la excusa que le diera a su hermana para financiarle algo de comida y no morir de hambre –alegando atraco– que luego interpretaría como robo de alma: la transición de la plácida vida en el valle cochabambino hacia el crudo invierno en el que las noches transitaban en el viejo sillón desvencijado que le alquilaba un conocido temporalmente. Ya no estaría el calor del hogar, recuerda Ferrufino, sólo le quedaría esa cuadrilla que le rodea con las manos encalladas, ahogada en adicciones. Del intelectual de clase media bien vestido, quedaría menos aún.
 
Aquella noche en Cuba mencionó también el lugar de donde salían los vectores radiales de los trenes que llevaban la carga hacia Nueva York, los alrededores de la vieja Union Station, epicentro de su exilio, que aunque voluntario y reconocido aquella noche por funcionarios cubanos, que comparten el régimen con un político al que desprecia, Fidel Castro, no fue por ello menos exilio.
 
Tras el paso del Che Guevara por Bolivia, con los coletazos que dejaron los tupamarosy luego de las desapariciones de posibles herederos como los hermanos Peredo o Monika Ertl, la izquierda de los 70 se encontraba en proceso de segmentación en la universidad pública boliviana, reducto de las ideas progresistas durante la dictadura banzerista. Había divisiones internas entre trotskistas, maoístas, leninistas, hasta los más independientes anarquistas.
 
A esta subespecie pertenecía Ferrufino. Seguidor riguroso de las enseñanzas de Bakunin, Durruti y Malatesta, defendía cáustica y violentamente sus ideas ácratas por los pasillos de la carrera de sociología, más con los puños y a la gresca que con las ideas, recuerda su amiga Estela Rivera, hoy jefa de la Unidad de Cultura de la Gobernación de Cochabamba.
 
Se recuerda de Claudio su muy particular resistencia al alcohol, lo que hacía que bebiera como cosaco, generalmente ingentes cantidades de chicha, aguante que permitía que se mantuviera en sus cabales más que el resto, asunto que lo cubría de cierta mística en aquellos círculos.
 
Luis René Baptista, editor de opinión del periódico Los Tiempos, recuerda cierta vez en la que Claudio estuvo a punto de clavarle un cuchillo de carnicero, a causa de discrepancias ideológicas y de pactos incumplidos en las andanzas universitarias, detenido in extremis, cuando ya se veía ensartado y resignado, por un grupo de compinches anarcos que bloquearon la inminente faena.
 
Aquella misma vez, recuerda Rivera, Ferrufino y sus amigos anarquistas amenazaron también al propio rector electo y, luego de dedicarle furiosos insultos, procedieron a incendiar contenedores y papeleras con basura dentro del edificio.
 
Aun así, la violencia no era exclusiva. Se alternaba con guitarras y huayños en las chicherías aledañas, música campesina del Norte de Potosí, boleros centroamericanos y largas tardes de borracheras, para luego recogerse por la noche rompiendo letreros de neón y cabinas públicas, como forma de resistencia al sistema, siguiendo al caudillo bravucón y amenazante anarquista de fama algo contradictoria a la vez que ambivalente, dada su otra faceta, la de amigo fiel y cariñoso.  
 
En esos ambientes se movía Ferrufino nada más salir bachiller del colegio Maryknoll de Cochabamba en 1977, ya acabada la dictadura de Bánzer, y lo recuerda:
 
“Mi hermano Armando y yo fuimos muy peleadores en  la escuela. ‘Nos vemos a la salida’ fue parte de nuestro crecimiento. Dimos palizas y nos las dieron. Muchísimas. Eso paró luego de los tres primeros años aquí. El Estado policial. Aquí no se podía hacer lo mismo y lo acepté. Aunque de boca todavía me peleo mucho cuando conduzco. Hay que provocar cuando se debe provocar, como es el caso ahora con el gobierno de Morales, como fue el caso con el gobierno de G. W. Bush. Un hombre tiene que decir lo que piensa, le duela a quien le duela. Y si es contra el poder, mejor”.
 
 
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Ramón Rocha Monroy, cronista de Cochabamba y también Premio Nacional de Novela, conoció a Claudio en una habitación del psiquiátrico de Sumumpaya, a ocho kilómetros de Cochabamba hacia La Paz, a las órdenes del doctor Argandoña. Estuvieron todo un día, pero ni cruzaron palabra. “Aquel era un Claudio enamoradizo, exitoso con las mujeres, amigo de la chicha y de la noche cochabambina y alguna vez bordeó el suicidio”, en palabras de Rocha.
 
El Ferrufino de aquellos años, los previos a su viaje, era lo más parecido a los poetas inventados por Bolaño en Los detectives salvajes, esos trepidantes real visceralistas.
 
Sí hablaron y hasta se hicieron amigos años después, en el contexto de los bares, cafés y la noche cochabambina. Dice Rocha:
 
“Teníamos el ánimo inestable y ahogábamos nuestras penas en trago. Ni adicciones a drogas ni problemas mentales, sino excesos… Las cosas que cuenta Claudio tienen la identidad de lo vivido… Él no mira, sospecha. Tiene astucia y sus reacciones a veces son desconcertantes. Es agua mansa, pero puede alborotarse y estás perdido. Es un valluno bravo pero de ningún modo malo”.
 
Claudio por su parte, recuerda este episodio con su propio lente:
 
“Siempre nos acordamos de eso con Ramón. Un día o dos, alcoholes y sentimentalismos. No jugábamos a la ‘maldición privilegiada’, no. Sucedió porque creo que ambos somos apasionados con lo nuestro. Yo tenía una hermosa chica inglesa entonces, que me visitó una tarde, y Ramón, al verla, puso lo mejor que tenía de su acento inglés para flirtear con ella. Divertidas memorias hoy, tristes entonces”.
 
Ferrufino hoy es considerado un escritor preclaro en Bolivia, y se lo ha ganado a pulso. Un país en el que la vida rosa a veces parece más importante que lo que escribe, y donde los licenciados son más valorados por sus títulos académicos y premios ganados. Después de varias décadas ejerciendo, recién es en este siglo, cuando se ha titulado en la universidad pasados los cuarenta años, luego de estudiar lenguas modernas en la Universidad de Denver en Colorado graduándose cum laude y tras dejar atrás lo que parecía en Bolivia una maldición: el abandono de las carreras de química, idiomas y sociología, lugares en los que acuñó algunos amigos y enemigos que le duran hasta hoy.
 
Trofeos tardíos también serán, ya pasados los cincuenta años, los mencionados premios Casa de las Américas y Nacional de Novela, algo así como una justicia poética con su tenacidad.
 
Tenacidad y empeño que lo han acompañado durante su proceso creativo, que emergen espontáneamente cuando pueden y donde pueden, pues es de esos narradores que son capaces de protegerse con una escafandra que lo aísla del mundo exterior en beneficio de su planeta inventado. Tampoco es supersticioso ni caprichoso en el ambiente, ya que guarda las manías para la estética no lineal de sus textos. Claudio no necesita andar de boina y barba crecida de dos días, ni flores amarillas como las que dice que requiere Gabo para acceder a las musas. “Me parecen pajas que les sirven a unos; no a mí”, subraya.
 
En contraste con el mito del psicodelismo creativo de las épocas de Hendrix, Morrison y Joplin, Ferrufino no considera el alcohol como aditivo urgente, ni siquiera necesario y siente que la maldición de algunos poetas está en su escritura y no en sus catalizadores:
 
“Maurice Utrillo, el pintor, importa por sus colores de París más que por sus tragedias de beodo. Hacer de algo así el punto de partida de una leyenda, tu leyenda, a no ser que suceda inevitable por las circunstancias, es un paso en falso”.
 
Sin llevar vida de cartujo, admite que ya casi no sale, aclarando que tampoco era tan amigo de los bares en sus etapas pasadas. En Colorado se ha vuelto un tipo casero de vida intensa puertas para adentro. Sí admite que era de beber en las calles, con sus amigos negros, pero que ninguno de ellos supo jamás dónde y con quién vivía. Lo mismo las mujeres que pueblan sus recuerdos: “de pronto, en algún momento, retornaba a la caverna y desaparecía sin rastro. Así, simple”.
 
La simpleza es un rasgo que magnetiza a este hombre, sencillez que busca tanto en amigos gringos como latinos y de otros varios orígenes, destacando el colectivo ruso, quizás por esa propensión a admirar a Tarkovski, Tolstoi o Chéjov. Suele invitarlos a casa a disfrutar de comilonas con bebida abundante, bailando cumbias, escuchando kaluyos antiguos o canciones revolucionarias del Ejército Republicano Irlandés. Inclusive clásicos rusos: Kalinka, Ojos negros, además de tangos y corridos norteños y rancheras. Una frase lo define: “En casa se come y se bebe bien. Eso casi diría que te impide salir”.
 
Es un tipo familiar que ya comparte lecturas con sus hijas, aunque ellas han tomado caminos propios. Su relación es estrecha. No es enemigo de su primera esposa, aunque tampoco tiene contacto. “Mi mujer actual, me parece atractiva, interesante, pausada”, resalta.
 
Y tanto en cuanto se nutre de experiencias de la calle por inclinación natural, complementa sus fantasías con poesía y sobre todo con novela, placer que le suele ocupar la mayor parte de su tiempo de lectura. No tiene referentes literarios, sino gustos, placeres. Vicios quizás. Algunas de las fuentes de las que ha bebido son Borges, César Vallejo, Carpentier, Güiraldes, Arlt, Rulfo y en su juventud de los peruanos Ciro Alegría, Manuel Scorza y José María Arguedas.
 
Y si su espectro literario es francamente amplio, no lo es tanto el del estado del arte, moda o novedad, ahora llamado trend, en perjuicio de clásicos, muchos de ellos polemistas de distinta índole, aunque considera que se los lee poco, en detrimento de aquellas historias que evocan un mundo de aventura, de rebelión, de bravura.
 
 
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Claudio Ferrufino-Coqueugniot responde pacientemente a las preguntas de este cronista desde su casa en Colorado. Tiene ya 54 años, y una vida llena de historias. Han pasado ya varios lustros desde que obtuvo su green card poco tiempo después de casarse con su primera mujer, aunque ese no fue el motivo para hacerlo.
 
Se considera un librepensador que bebió en fuentes anarquistas clásicas, pero detesta ser orgánico o gregario, y añade: “Soy demasiado individualista para pertenecer a ningún núcleo, social, político, literario… No podría asociarme con los republicanos, ni siquiera en simpatía. Con muchos peros, prefiero a los demócratas”. Pocos políticos le causan simpatía. Uno de ellos es un exalcalde de Cleveland, Dennis Kucinich, demócrata, minoritario, una voz perdida en el desierto –así lo califica Claudio–, conocido por ser partidario de la no intervención en Irak, en beneficio de la negociación.
 
Ya no pelea en las calles, aunque tampoco es un tipo mesurado. Acuña cada vez que puede rabiosas –y cáusticas– críticas a Evo Morales y Álvaro García Linera, según él escritas no desde una perspectiva racista o elitista sino a partir de lo que el autor es, de su sangre:
 
“Me entiendo y comprendo a mi gente y sé bien cómo de pelotudos y cobardes somos, y cómo de sufridos y valientes también. Y al poder, a los jerarcas de cualquier tendencia o color, no les hago el juego, nunca. No orino delgado por el poder ni las charreteras; seguro que no…
 
No comparto ese lugar común del pueblo enfermo. Que somos uno llorón y malacostumbrado, sí. Es más sencillo dejarse guiar que decidirse por un camino. Y a eso apuntan los populistas, a hacerte confortable en su medida la existencia, coartar tu capacidad de reacción, de crítica”.
 
 
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Claudio al salir de Bolivia le prometió a su padre que volvería al cabo de un año. Todavía no lo ha hecho, aunque asegura que sucederá aunque ello ni es ni fue motivo de sufrimiento, puesto que vive feliz donde está. Quizás con el tiempo le llegue la hora de pensar en la muerte más frecuentemente. De momento, la percibe como un hermoso destino, querido y cercano. “La tomo como es, presente. Me refiero a la delicia de saberse efímero, en contraposición a la pesadilla de sentirse eterno”.
 
Pasadas las 4 de la madrugada, hora de Denver, y tras una larga entrevista, Ferrufino responde a la última pregunta.  
 
“Le pregunté a Ligia, mi esposa, ¿crees que soy un tipo violento? Respondió con una carcajada. Habrá que analizarlo. Al meterme en un mundo que por nacimiento no me pertenecía, en Bolivia, en Argentina, en España, en Francia, en Estados Unidos, observé y compartí la peor violencia que existe, que es la de ser pobre. Una violencia que se dirige y esgrime desde arriba con saña contra los de abajo. Eso me irrita y me hace reaccionar con mayor violencia. Por eso soy vehemente y feroz cuando escribo de asuntos sociales o políticos. Sin aliento y sin concesiones”.
 
 
 
 
Fadrique Iglesias Mendizábal fue atleta olímpico y es especialista en gestión cultural y desarrollo local con estudios de licenciatura y maestría por la Universidad de Valladolid. Ha colaborado con columnas en varios medios de comunicación como Los Tiempos -desde su columna ‘El clavo en el zapato’- y Página Siete (Bolivia), así como con El País, Noticias Culturales Iberoamericanas (NCI) y FronteraD, donde ha publicado Afilando los cuchillos del Carnicero de Lyon en Bolivia y Del Gran Sueño a la somnolencia: la decadencia del deporte profesional. Ha publicado un libro junto a Peter McFarren, Klaus Barbie en Bolivia, que se publicará este año en español.
 
[Fuente: http://www.fronterad.com]
Créature mythique née en 1938, elle a souvent traversé les films de Fassbinder et Schroeter, suscité un prix Goncourt, et inspiré un film-concert à Bonello, « Ingrid Caven musique et voix », projeté dimanche au Centre Pompidou.

Ingrid Caven

Propos recueillis par Julien Gester

La première image ?

Bambi, dans une course-poursuite à travers la sombre forêt, s’arrête dans une clairière pour un moment d’insouciance.

Dernier film vu ? Avec qui ? C’était comment ?

Winter Sleep, seule. Pour le contraste entre une nature brute et froide de falaise dans la neige et un petit hôtel bouillonnant de conflits familiaux.

Le film que vos parents vous ont empêché de voir ?

Ils n’ont interdit aucun film en particulier. Mais vers 7-8 ans, j’ai été en permanence attirée par les salles obscures des cinémas et, dès que possible, je me faufilais dedans pour voir n’importe quel film. Alors, ce fut interdiction tout court.

Qu’est-ce qui vous fait détourner les yeux de l’écran ?

Rien.

Un rêve qui pourrait être un début de scénario ?

Un parking souterrain. Une colonne. Je suis metteur en scène. Je fais répéter une scène d’opéra entre une femme et un homme. La femme est interprétée par ma sœur, qui était de fait dans la vie chanteuse d’opéra. Elle se tourne vers moi pour une indication. Je lui dis : « Chaque aria est un adieu. »

Le monstre ou le psychopathe de cinéma dont vous vous sentez le plus proche ?

Nosferatu dehors avec son regard perdu devant la fenêtre d’une jeune fille.

Le film ou la scène qui a interrompu un flirt avec votre voisin(e) ?

Je ne m’en rappelle pas.

Que faites-vous pendant les bandes-annonces ?

Je regarde.

Dans la salle, une place favorite ? Un rituel ?

Vers le milieu de la salle, au bord.

Avec quel personnage aimeriez-vous coucher ?

Erich von Stroheim.

Pour ou contre la 3D?

Dans le dernier film de Jean-Luc Godard, Adieu au langage. Je n’aime pas quand le chien me saute à la figure, mais les plans comme juxtaposés de façon cubiste des deux amants nus : oui.

Le hors-champ, ça vous travaille ?

J’en sais rien.

La séquence qui vous a empêché de dormir (ou de manger) ?

Cary Grant et Eva Marie Saint suspendus sur le vide dans les monts Rushmore, et le méchant lui piétine la main (la Mort aux trousses).

Le gag ultime ?

Buster Keaton en fuite devant une affiche avec sa photo et « Wanted ». Il ramasse un petit bout de quelque chose par terre et le colle sur la photo comme moustache.

Ce film que personne n’a vu et que vous tenez pour un chef-d’œuvre ?

Le Voyage blanc, de Werner Schroeter. Deux marins à travers les mers, de port en port. Le tout tourné dans un deux-pièces en Suisse devant des panneaux peints à la main.

Le cinéaste dont vous n’oserez jamais dire du mal ?

Rainer Werner Fassbinder. Entre nous, une estime mutuelle mais aussi des critiques, des bagarres. Alors on s’est dit du mal l’un de l’autre sur ce qu’on faisait. Mais c’était dans le cadre d’une relation forte, et pas devant le monde.

Le cinéma disparaît à tout jamais. Une épitaphe ?

« J’étais à bout de souffle, adieu ! »

La dernière image ?

Le visage d’une femme disparaît dans la mort puis, quelques secondes après, il réapparaît.

 

[Photo : My New Picture – source : http://www.liberation.fr]

 

Ingrid Caven

Escrito por Heitor Augusto

Ingrid Caven, Musica e Voz não é um filme, mas um show filmado. As impressões deste texto se guiam por essa constatação: o filme-show corresponde mais a um desejo de Bertrand Bonello em registrar Ingrid no palco e dividir com o mundo essas imagens do que fazer um documentário ou retrato de uma artista. É um registro de urgência, já que Bonello a filmou na última apresentação do Cité de la Musique, em Paris.

Só não é de todo descabido procurar resquícios de filme na peça musical de Bonello porque a protagonista, Ingrid, não só é atriz, mas articula seu show como um pequeno teatro. Ela, muito branca, cabeleira loura, atirada no pretume do palco, fazendo malabarismos com a voz, ora lírica, ora artista de cabaré. Ela sozinha justifica o uso do termo cênico nesse filme-show.

A impressão é que Ingrid é uma personagem saída de Berlim Alexanderplatz. Nos momentos em que ela se entrega  ao calor do palco, há uma vaga lembrança da atmosfera, da volúpia e do desequilíbrio do epílogo da antológica série de Fassbinder.

A referência ao diretor alemão não é à toa. Ingrid é uma de suas ex-companheiras (a lista é longa e tem tanto homens quanto mulheres) e também trabalhou em seus filmes – maior destaque para Num ano de 13 luas.

Espectadores desavisados na Mostra foram assistir a Ingrid Caven, Música e Voz provavelmente sem saber que se tratava de um show filmado. Resultado: a sala terminou praticamente vazia. Não é para tanto: se não temos um filme ou se em nada ele lembra o impacto de L’apollonide – Os Amores da Casa de Tolerância, Ingrid dá conta de prender a atenção.

Há um pouco de cabaré, de Brecht, de Stockhausen e de Fassbinder na sua performance. E há algo de fantasmagórico no pretume do palco que envolve a brancura de Ingrid, no jeito de cantar, que desafia o formato da canção popular de disco. Trechos de sua performance me lembraram o trabalho que Thiago Pethit tem feito aqui no Brasil.

Só não dá para se debruçar sobre Ingrid Caven, Música e Voz como fazemos com um filme. Que o vejamos como um show filmado. E aguardemos o próximo filme de Bonello.

 

[Fonte: http://www.revistainterludio.com.br]

Escrito  

La fachada de un edificio en Múnich, con amplios ventanales en sus plantas, es el lugar donde vive el director de cine Peter von Kant junto a su criado, Karl. Quizás «un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo», como diría José Luis López Vázquez en Atraco a las 3. Pero Karl no abre la boca, solo cumple órdenes: trabaja, mecanografía, plancha la ropa, limpia y observa todo lo que sucede allí. Fascinado por la gran estrella Sidonie, amiga de Peter. Envidioso de Amir, el joven amante de su amo. Testigo de romances, discusiones o despedidas. Consciente de toda la situación, menos de unas lágrimas amargas de cocodrilo que no afloran en la pueril furia de Peter.

El rótulo inicial amarillo escrito con una tipografía estilo años setenta sobreimpresionado tras el título advierte sobre la inspiración libre del film en la obra de teatro Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Ya deja patente que Peter von Kant no es solo un drama, tampoco una versión nueva de la cinta rodada el mismo año en la cual se desarrolla la acción de la más reciente. Este 1972 está habitado por fumadores empedernidos, alcohólicos reconocidos y amantes viajeros. La unidad de amplios espacios interiores en la casa de Peter. Se suceden ahí las acciones, entradas, salidas de escena, junto a un par de escasas apariciones del exterior, casi siempre con algún personaje que llama desde cabinas telefónicas, más alguna conversación en automóvil. François Ozon no traiciona el texto ni el modelo. Tampoco lo deja intacto. Desde un inicio fulgurante para mostrar la dependencia de Karl y Peter, cuando el primero le sube las persianas y acerca al protagonista el teléfono que suena. Peter, caprichoso, vicioso sin titubeos, apabullante podría llamarse Rainer Werner Fassbinder también, porque de algún modo el físico del actor Denis Menochet, su pelo, vestuario, los rasgos y costumbres delatan al sujeto que inspira su personaje. Aunque cinco décadas no pasan en balde para el amor, el deseo, los delirios ni la furia en este siglo veintiuno, marcado por el escepticismo romántico.

Fassbinder lo rodó como un melodrama de sus venerados referentes o influencias del cine mudo, estudios de Hollywood y maestros europeos. Pero siempre con Douglas Sirk, Frank Borzage, George Cukor, William Wyler y Roberto Rosellini en su equipaje emocional, más la tradición teatral, además de la folletinesca en la televisión sobre aquel extenso repertorio de historias, personajes femeninos y texturas audiovisuales a los que se añade la prolífica filmografía del propio cineasta, nacido y fallecido en la región de Bavaria. Así que Ozon incluye al mismo Fassbinder como influencia temática, formal e incluso como protagonista de su revisión. Aunque llamar revisión a Peter von Kant no plantea una copia del original, sino un nuevo acercamiento que cuestiona los modos, el material de procedencia o la época en que se desarrolla: los rompedores setenta. Y tal vez, lo más sorprendente sea cierto ajusticiamiento sobre la figura del cineasta germano que, visto con nuestra perspectiva moral contemporánea. resultaría una persona de conducta reprobable.

En una filmografía que mantiene su ritmo anual desde hace casi dos décadas, el director y guionista francés desmonta la tragedia, recomponiéndola como una “melocomedia” o tal vez un “comedrama”. Da igual el barbarismo usado porque utilizar uno que servía para acuñar las comedias de situación televisivas más serias como “dramedias”, no responde a una película en la que lo cómico impera sobre lo trágico. Ozon maneja bien el ritmo interno de los planos, réplicas, miradas y movimientos de los intérpretes en escena. Marca con exactitud el tempo total por medio de la estructura teatral de tres actos, coordinando la dirección artística, fotografía, iluminación y sonido para representar el paso de las estaciones durante un período de varios meses. Orquestando un largometraje que por momentos se lanza a la comedia de risas, sin problemas ni sutileza, manejando un texto que se originó desde la ruptura amorosa. Los ecos se intuyen por geografía física y temporal, más cerca de Ernst Lubitsch, Billy Wilder e incluso en Édouard Molinaro en algunos detalles delirantes o desde las actitudes del reparto hasta ese francés que entonan tan bien, siendo alemanes.

De tal manera, el realizador francés logra empezar un homenaje en un principio, pero termina como un ajuste de cuentas a Fassbinder al final. Una propuesta válida pero que podría ser más curiosa si el mismo François Ozon es cuestionado por algún cineasta, tan personal o prolífico como los implicados, en las próximas décadas.

 

[Fuente: http://www.cinemaldito.com]

Jessica Romero analiza la filmografía del francés Jean-Gabriel Périot y su cruce entre documental, cine experimental y ficción

Escrito por Jessica Romero 

Georges Didi-Huberman afirma que la legibilidad de un acontecimiento histórico depende de la mirada dirigida a las numerosas singularidades que atraviesan el archivo dejado por él; esto es, sus relaciones, intervalos y movimientos. La palabra archivo toma ahí su sentido más radical. El archivo como fuente de imaginación, como memoria a modificar, como potencia de pensamiento. Ahí donde el documento, dado como puro pasado, es material, huella que redefine la condición de posibilidad de la historia. Ahí donde el decir mismo del cine y la escritura deviene afectación del pasado. Ahí donde todo es factible de ser archivado y narrado, la memoria se convierte en una cuestión singularmente política, que produce versiones no estandarizadas de la historia.

El cine como guía, como medio para pensar el mundo, como máquina que explora una situación en estado crítico: son quizá algunas de las premisas que definen la obra cinematográfica de Jean-Gabriel Périot (Bellac, Francia, 1974). A partir de esta reflexión, la legibilidad del pasado en obras como Una juventud alemana (2015), Luces de verano (2016), Nuestras derrotas (2019) y Regreso a Reims (2021) se ve caracterizada por imágenes y sonidos que se articulan dinámicamente por montaje, escritura y cinematismo. Périot retoma un documento, un archivo, como objeto de crítica en el que busca un sentido sepultado, convirtiéndose en un artista-arqueólogo en el sentido de Didi-Huberman, que se desprende de los prejuicios previos y abre los tiempos por su constante esfuerzo de transmisión.

Périot dimensiona la historia desde el afecto de la memoria, convocando los espectros, las clausuras, la violencia y el olvido. Su obra es una forma de narración documental, experimental y ficcional que revela el sentido contingente de la historia. A partir de un montaje heurístico en el que interactúan la memoria como punto aporético y paradójico, la escritura como una inmensa red de inscripciones y el espacio como lugar de enunciación poético y político, el autor francés muestra que donde hubo represión también existieron imágenes y sonidos que resistieron y se sublevaron. Su cine constituye una reflexión en acto que no cesa de plantear preguntas por el sentido, los lenguajes y los medios, otorgando a los fenómenos la plasticidad para pensar una contrahistoria desde las memorias de las luchas, los genocidios y capas desconocidas de la experiencia humana.

Jean-Gabriel Périot

Fotograma de Una juventud alemana (2015)

La dimensión crítica

La crítica del hecho audiovisual, la capacidad descriptiva y diferencial de Jean-Gabriel Périot recuerda a autores como Dziga Vértov, Jean-Luc Godard o Guy Debord. En el filme Una juventud alemana encontramos, por ejemplo, una mirada intempestiva que da luz a las voces que habitan el propio discurso cinematográfico. Ulrike Meinhoof, Andreas Baader, Gudrun Ensslin, Helke Sander, Horst Mahler, Holger Meins, Heinrich Böll, Harun Farocki y Rainer Werner Fassbinder, entre otros, recorren sin tregua las preocupaciones de la sociedad alemana de la posguerra, los orígenes de la RAF (Fracción del Ejército Rojo), la deriva terrorista, la implicación de la juventud –en muchos casos cineastas– y la trasformación ideológica de un país afectado por las consecuencias del nazismo.

En tanto filme-ensayo, Una juventud alemana acuña imágenes y textos provocando un montaje dialéctico de ideas que confronta el sentido unívoco de la historia, el paso de la palabra a la acción violenta. Extractos de programas, debates, entrevistas, noticiarios y las primeras películas grabadas por estudiantes de la escuela de cine de Berlín operan como una zona de intersección, como forma incompleta de lo real que impugna cualquier régimen textual. El montaje, forma radical de pensamiento, crea una dimensión extensiva del tiempo en la que las imágenes significan críticamente. Esta reflexión, que se resiste a totalizar, evalúa los actos creativos de los jóvenes cineastas alemanes, su deber moral de protestar y cambiar la sociedad. A través del cine hacen frente al statu quo, a la manipulación de la opinión publica, construyendo un punto critico de la situación que posibilite otros mundos.

El montaje, forma radical de pensamiento, crea una dimensión extensiva del tiempo en la que las imágenes significan críticamente.  

Esta interrogación a la historia parece un procedimiento pedagógico asentado en una búsqueda arqueológica de la que Périot extrae las ideologías, los modos de percibir la política, los estereotipos dominantes, el entorno en el que se construye el conocimiento y los problemas que plantea, para abrir una pregunta y un desplazamiento a lo impensado. Un fuera de lugar en el orden de los acontecimientos históricos.

Imaginarios políticos

En Nuestras derrotas Jean-Gabriel Périot propone a un grupo de alumnos y alumnas de un instituto de la periferia parisina recrear escenas de películas como La Chinoise (1967) de Godard, La reprise du travail aux usines Wonder (1968) de Jacques Willemont, Citroën Nanterre mai-juin 1968 (1968) de Guy Devart y Edouard Hayem, À bientôt, j’espère (1968) de Chris Marker y Mario Marret, Camarades (1979) de Marin Karmitz o La Salamandre (1971) de Alain Tanner, obras que reflejan el imaginario político de Mayo del 68. Se interna en la reflexión a través de entrevistas, para presentar en el movimiento de la oralidad un estado confesional, íntimo, donde la memoria audiovisual, los estratos de la historia, el contexto político, el entorno geográfico y el sistema educativo reconstruyen no una repetición sino la diferencia incalculable de un pasado virtual que se actualiza.

Jean-Gabriel Périot

Fotograma de Nuestras derrotas (2019)

El efecto es la experimentación con los límites expresivos, las cualidades de la oralidad, las insistencias y las repeticiones, las digresiones y variaciones, las peguntas y, como tal, la imagen de un pensamiento. La composición de Nuestras derrotas permite la libertad de la puesta en escena. Un espacio abierto a la improvisación que da lugar al acontecimiento político. Como intuye Jacques Rancière, la política implica la redistribución del tiempo y el espacio, la construcción de experiencias comunes que surgen del encuentro entre los cuerpos. Movimiento de la historia que formula interrogantes sobre la actualidad de términos como revolución, anarquía, sindicato, socialismo o marxismo-lenismo, confrontando diferentes puntos de vista que testimonian las contradicciones de la actualidad. Périot interroga a nuestro tiempo, eco de un desencanto político sin el menor atisbo de sublevación.

La clase obrera en el cine

El cine de Jean-Gabriel Périot entrelaza genealogías del cine y formas de vida. En su obra la experiencia asume una postura crítica que rememora, cuestiona y reelabora el pasado, abriendo infinitas combinaciones que apelan a la vida colectiva. En Regreso a Reims amplía esta perspectiva al preguntarse cómo se ha representado a la clase obrera en el cine. Para conseguirlo coloca la historia de los padres del filósofo e historiador francés Didier Eribon como epicentro para establecer un relato sobre la vida en Reims. El paisaje autobiográfico se superpone libre e indeterminadamente con la crítica de la clase obrera que se desplazó de la izquierda a la extrema derecha xenófoba y nacionalista, de la condición de las mujeres en un entorno patriarcal, de la vida cotidiana en un mundo marcado por la diferencia de clases.

El cine de Jean-Gabriel Périot entrelaza genealogías del cine y formas de vida. En su obra la experiencia asume una postura crítica que rememora, cuestiona y reelabora el pasado, abriendo infinitas combinaciones que apelan a la vida colectiva.  

Regreso a Reims entrelaza el libro autobiográfico de Eribon y referencias a películas francesas, documentales y programas de televisión, entre otros materiales, a través de los cuales se ha narrado la historia de la lucha de clases en Francia. Pero no se trata de la simple asociación entre imágenes sino de intersticios y espaciamientos que provocan la constitución de una pregunta, la problematización de la actualidad. Establece pasajes entre, por ejemplo, Germaine Dulac, Jean Vigo, Jean-Daniel Pollet y Chris Marker, en los que cabe preguntarse qué asume el cine al mostrar lo que no puede ser dicho, cómo procede en tanto soporte y destino de la memoria colectiva y la lucha obrera. Como afirmaba Godard, se piensa mejor entre capas, entre estratos, genealogías y derivas de lugares, entre singularidades que niegan la totalización de los acontecimientos.

Obra de un coleccionista de lo heterogéneo, Regreso a Reims extrae fragmentos para trazar un retrato colectivo y una historia íntima que problematiza la representación audiovisual de los acontecimientos, el tipo de imágenes que desarrolla el lenguaje televisivo y el acceso a los archivos-documentos. La obra funciona como un tejido de signos que conducen a la interpretación arqueológica, recreando conexiones virtuales y expresiones. Este no es únicamente el dominio de la imagen estética sino del ámbito de lo político y lo ético que confronta la hegemonía de las imágenes generales y los discursos unívocos. Debord lo planteó a través de escritos y películas: el cine como evaluación histórica, ensayo visual, memoria de vida y experiencia.

Jean-Gabriel Périot

Fotograma de Regreso a Reims (2021)

Los trayectos de Jean-Gabriel Périot proyectan la memoria audiovisual, deteniéndose en los nombres propios y en las obras cinematográficas, provocando relaciones que no han tenido lugar y proponiendo esquemas que plantean nuevas cartografías. Un trayecto arqueológico que remodela sin cansancio la experiencia de elaborar el pasado, desactivar presupuestos y plantear nuevas preguntas a la historia, al cine, a los sistemas educativos, a los grupos de luchas laborales, a la vida en comunidad.

 

[Fuente: http://www.latempestad.mx]

Ao celebrar este ano o seu 75º aniversário (3-13 de agosto de 2022), o Festival prestará homenagem a Douglas Sirk, comemorando os 35 anos do falecimento do realizador.

Publicado por JORGE PEREIRA ROSA

Sirk trouxe uma sensibilidade europeia para Hollywood, formada pela experiência inicial no teatro alemão e no cinema da República de Weimar e no início da era nazi e em outros lugares, e a enxertou com sucesso nos códigos e valores de produção do sistema de estúdio. Ele escolheu passar as suas últimas décadas na Europa, na Suíça, mas o seu infalível engajamento criativo e intelectual nesse período tardio foi até agora pouco estudado“, disse a organização do evento em comunicado.

A retrospetiva a Sirk é assim a primeira peça a se encaixar na programação de Locarno 75, estando programada a exibição dos melodramas que fez para a Universal em Hollywood nas décadas de 1940 e 1950.

A apresentação da obra completa de Sirk será acompanhada por uma seleção de filmes contemporâneos com ligações à sua vida e obra, ao lado de documentários e programas televisivos centrados nele. Pela primeira vez, a filmografia de Sirk será revista à luz de documentos inéditos disponibilizados pela família do realizador, através da Douglas Sirk Foundation e preservados desde 2012 na Cinémathèque suíça.

Chegou a hora de completar o quadro histórico e crítico de um realizador notável, Douglas Sirk, incluindo todas as facetas do seu trabalho. Que isso aconteça em Locarno, na região onde o mestre cineasta escolheu passar os últimos anos de sua vida, ressalta bem os laços estreitos de Sirk com o cantão Ticino. Sirk expôs brilhantemente a hipocrisia social ao criar alguns dos melodramas mais brilhantes e politicamente conscientes de todos os tempos. Intelectual altamente culto, trabalhou astutamente sob a superfície dos géneros populares, trazendo o melhor de atores como Rock Hudson, Jane Wyman, Dorothy Malone, Robert Stack, Lana Turner, Jack Palance e Jeff Chandler. E até ofereceu ao então desconhecido James Dean a sua primeira presença no cinema. Redescoberto pela Nouvelle Vague francesa, amado por Bertolucci e defendido po Rainer W. Fassbinder, Daniel Schmid e Todd Haynes, o trabalho de Sirk, graças à Retrospectiva Locarno, pode finalmente ser apreciado em toda a sua imensa riqueza”, disse Giona A. Nazzaro, diretor artístico do festival.

Com esta escolha para a secção Retrospectiva, Locarno desloca assim o foco das suas descobertas emblemáticas de emergentes talentos cinematográficos para o cinema do passado e o trabalho de redescoberta que isso implica, “reavaliando os movimentos e personalidades que transformaram o cinema numa das mais altas formas de arte popular“.

 

[Fonte: c7nema.net]

François Ozon escolhe mostrar romance homossexual para tratar das nuances do amor, mas tropeça no espetáculo

Escrito por Inácio Araujo

PETER VON KANT

Desde o título « Peter von Kant » é uma homenagem a « As Lágrimas Amargas de Petra von Kant », no momento em que o filme de Rainer Werner Fassbinder chega aos 50 anos. Mas há coisas que mudam. O diretor agora é François Ozon, que há pouco fez um filme sobre eutanásia –« Está Tudo Bem »–, e um pouco antes sobre o pós-Primeira Guerra Mundial –« Frantz »–, entre outros. De certa forma é preciso ver os dois filmes em conjunto. Ou seja –ao de Fassbinder, um autor, sucede agora o de um artesão.

Mas não um mau artesão, apesar dos altos e baixos quase escandalosos ao longo de sua carreira. Em todo caso, Ozon não é bobo. E a ideia de transformar o amor de duas mulheres do original (Margit Carstensen e Hanna Schygulla, ambas magníficas no filme) pelo de dois homens é oportuna.

E não são dois homens quaisquer. Denis Ménochet é Peter, um cineasta de sucesso, gordo, inchado de bebida, desleixado na aparência e caótico na existência pessoal para quem tudo parece se transformar quando encontra Amir, vivido por Khalil Ben Gharbia, sensual jovem de origem árabe por quem Peter se deixa fascinar de imediato.

À parte essa mudança, Ozon segue quase palavra por palavra o original de Fassbinder, com o mérito de pôr frente a frente dois homossexuais sem recorrer a trejeitos secundários e clichês. O amor entre dois homens é um amor com especificidades, claro, mas o que está em questão é o amor —o que é e seus efeitos sobre os humanos.

Fassbinder desvelou em seu filme (e na peça teatral) todas as nuances da relação amorosa –a ansiedade, o medo, a paquera, a humilhação, o prazer, a obsessão, a insônia, a entrega, o porre, o abandono, a euforia, a esperança, a dor, o bem, o mal, entre outras.

Ozon tenta seguir Fassbinder, e o faz com dignidade. É verdade que a composição de Ménochet, por brilhante que seja, nos dispersa um pouco da trama. Não raro dá para pensar, por exemplo, no quanto vida e obra de Fassbinder coincidem. Quer dizer, somos levados ao que, no caso, menos interessa.

No mais, Ozon conduz seu filme com firmeza, ao menos até o quarto final, quando os dois filmes divergem claramente. Fassbinder opta pela exposição magistral, e o mais discreta possível, da dor de Petra. É quase como um cientista diante de seu objeto.

Ozon, ao contrário, promove um show de gritos e choros no momento crucial do drama e o reduz, nesse momento, a um dramalhão tão ruidoso quanto pouco interessante.

Talvez a mudança de tom tenha a ver com a época em que cada filme foi feito. O de Fassbinder tem certa frieza como marca, no sentido em que busca mostrar a dinâmica amorosa em toda a sua complexidade ao espectador, sem implicar o público diretamente.

Em 2022 tal atitude talvez não fosse a mais cautelosa. A opção de Ozon corresponde a um retorno ao mundo do espetáculo. Observamos não mais o amor, nem mesmo as personagens, mas os atores. Vejam como Ménochet está bem, vejam Hanna Schygulla, que surpresa agradável, agora no papel de mãe de Peter et cetera. Uma estética neoclássica, talvez.

O final dos dois filmes evidencia a diferença entre os dois cineastas. É quando os enquadramentos de Fassbinder mais se sobressaem (eles são melhores o tempo todo, observemos, basta atentar ao uso dos manequins da designer de alta costura, tão semelhante por vezes às próprias personagens).

 

[Fonte: www1.folha.uol.com.br]

Le réalisateur de « Grâce à Dieu » déplace « les Larmes amères de Petra von Kant » dans l’univers du cinéma et transforme Petra en Peter. Un spectacle qui tient de la tragédie antique et du théâtre de boulevard.

On espère que le chiffre 2 et les anniversaires qui vont avec porteront bonheur à François Ozon. Jugez-en plutôt : il y a trente ans, le 10 juin 1982, mourait, dans la fleur de l’âge (37 ans), après avoir mélangé cocaïne et benzodiazépine, Rainer Werner Fassbinder. Il y a quarante ans, le 25 juin 1972, était présenté, à la 22e Berlinade, « les Larmes amères de Petra von Kant », le film que le cinéaste allemand avait tiré de sa propre pièce de théâtre. Il y a vingt-deux ans, du même Fassbinder, François Ozon avait (excellemment) porté à l’écran la première et très vénéneuse pièce, « Gouttes d’eau sur pierres brûlantes », avec Bernard Giraudeau et Malik Zidi. Et le 10.02.2022, en ouverture de la 72e Berlinade, a été projeté « Peter von Kant » (en salles le 6 juillet), où le réalisateur de « 5 x 2 » trahit son maître pour mieux lui être fidèle.

L’amour passionnel décrit par Fassbinder était lesbien et se déployait dans l’univers de la mode. Ozon l’a déplacé sur son territoire : le cinéma, et a fait de Petra, devenue Peter, un réalisateur célèbre. Il a eu d’autant plus raison que « les Larmes amères » était un autoportrait déguisé, où Fassbinder transposait son histoire amoureuse et malheureuse avec l’un de ses acteurs fétiches. Et à Denis Ménochet, époustouflant et titanesque, bouleversant et grotesque dans le rôle et le costume blanc de Peter von Kant, le raffiné François Ozon a donné la tête bouffie, barbue et destroy de Fassbinder.

Dramatique et jubilatoire

Le spectacle, qui tient de la tragédie antique et du théâtre de boulevard, peut commencer. Dans un appartement qu’on ne quittera pas, l’alcoolique et cocaïnomane Peter broie du noir et sadise son assistant, Karl (Stefan Crépon), aussi filiforme qu’il est ventripotent. Passe alors son amie, la vampirique actrice Sidonie (Isabelle Adjani). Elle lui présente Amir (Khalil Ben Gharbia), un beau réfugié maghrébin qui se rêve comédien et pour lequel Peter, à la fois Barbe-Bleue et Pygmalion, King et Queen, va se damner jusqu’à se perdre.

Et pour mieux signifier son allégeance à Fassbinder, dont l’œuvre le « fascine » et le « hante », Ozon a demandé à Hanna Schygulla, qui était Amir au féminin dans « les Larmes amères », de jouer ici la mère désarmée et désabusée de Peter. Mais on ne saura pas si, dans ce film dramatique et jubilatoire, le cinéaste de « Grâce à Dieu » s’identifie à Peter/Fassbinder ou au jeune homme que, pour mieux le soumettre, le démiurge amoureux va faire entrer dans le monde du cinéma, cette grande illusion.

Peter von Kant, de François Ozon, avec Denis Ménochet, Isabelle Adjani, Khalil Ben Gharbia. En salles le 6 juillet.

 

[Source : http://www.nouvelobs.com]

Gustavo Castagna lleva cada día una efemérides minuciosa en la que no le niega lugar a casi nadie vinculado con el cine, la tele, el teatro, a veces la literatura o el fútbol -desde Macedonio Fernández y Carlos Hugo Christensen hasta Susana Traverso, pasando por Bertolt Brecht y Tod Browning, Castagna practica en sus efemérides esta amable forma inclusiva de la horizontalidad artística.

Pioneers in Ingolstadt, 1971

Hace unos días avisó de la posibilidad de ver online el documental Fassbinder de Annekatrin Hendel, a cuya mención agregó No solo quiero que me amen (1993, Hans Günther Pflaum) y Fassbinder: To love wirhout demands (2014, Christian Braad Thomsen), que dice haber visto más de una vez. Puedo agregar a esta breve lista la encantadora Die glücklichen Opfer des Rainer Werner F. (algo así como « Las felices víctimas de Rainer Werner F » que hizo Rosa von Praunheim en 2000: también se puede hacer una película encantadora sobre la vida y obra de RWF). De paso, Castagna recordaba que en junio se cumplen 40 años de su muerte y poco después el estreno mundial de Querelle (1982).

Fassbinder fue encontrado muerto en su habitación de paredes marrones sin ventanas, con cinco guiones desplegados en su lecho de muerte, uno de los cuales se llamaba Yo soy la felicidad del mundo. Vaya uno a saber qué mensaje entraña esto para nosotros. RWF a sus 37, con un cuerpo que parecía de 70, hinchado por las píldoras, el alcohol y la cocaína. Yo soy la felicidad del mundo. Puedo tomarlo en serio: en este mundo horrible, Fassbinder nos regala aún momentos de felicidad.

Castagna terminaba su posteo con un « Año Fassbinder, ¿por qué, no? ».

Porque sí, lo tomamos como tarea. Los nuevos críticos -si tal cosa existe- rara vez mentan a Fassbinder, ocupados como están por descubrir a John Ford, Darío Argento o Hugo del Carril. Es raro, porque el cineasta bávaro debe ser uno de los últimos cineastas que hizo, literalmente, temblar el mundo. ¿Será porque la consigna tan repetida sobre « el gusto por la belleza » rige la dirección de la cinefilia actual y Fassbinder no es fácilmente atrapable en ese cepo? Quizás este aniversario redondo estimule a que algunos vean, sientan y piensen a Fassbinder. ¿Se vienen ediciones especiales sobre Fassbinder? La revista La otra hizo una en su número 1, cuando solo hacía 20 años que Fassbinder se había muerto.

Raúl Perrone lee el número especial de La otra dedicado a Fassbinder

Desde la Berlinale, Roger Koza escribe un primer informe titulado « Fassbinder con barbijos » en el que comenta la película de apertura del festival, Peter von Kant, una adaptación libre de Las amargas lágrimas de Petra von Kant dirigida por François Ozon. El francés ya había hecho hace algunos años para el cine la obra teatral Gotas de agua sobre piedras calientes. Pero, claro, es Ozon.

Cuarenta años después de Fassbinder no es cualquier tiempo. Su presencia radiante todavía fulgura en un mundo peor que el que no soportaba. Más que un hito del cine, una explosión cosmológica que empezó justo cuando la Segunda Guerra terminaba y ya no pudo más cuando estaban delineándose los rasgos más siniestros de esta parte de la historia que nos alcanza. Su obra abrumadora y su presencia magnética aún nos sacuden. Vean este documental y cada aparición de Fassbinder como actor o en una entrevista, cada plano citado de una de sus películas produce un pequeño shock eléctrico.

Fassbinder de Annekatrin Hendel (2000)

Una forma de definir nuestra época sería pensar que ya no lo tenemos filmando aunque todavía nos faltan algunos films suyos por ver, algo que dista de un berretín de fetichista cinéfilo. Todavía lo recordamos hasta que todos se olviden. No hay que encajar a Fassbinder en el cuadro de la cinefilia actual porque no cabe.

La ventaja que tenemos es que llegamos a tiempo para vivir mientras él estaba aún trabajando. Su trabajo es nuestro sostén por la intensa presión formal al que lo sometió, se sometió, nos sometió. Su obra aún no fue comprada por ninguna plataforma, ¿afortunadamente? Parecería que su pasión, su inteligencia y su voluntad imparable a no ser que su corazón dijera basta igual todavía nos llegan.

Difícil pensar el mundo actual con Fassbinder presente, difícil soportarlo sin él.

Año Fassbinder entonces. Continuará.

 

 

[Fuente: tallerlaotra.blogspot.com]

En ‘Peter von Kant’ el cineasta francés traspasa la trama del clásico ‘Las amargas lágrimas de Petra von Kant’ a la vida del rompedor realizador alemán

Khalil Gharbia, Denis Menochet, François Ozon, en la inauguración de la Berlinale. Foto: VIANNEY LE CAER (VIANNEY LE CAER/INVISION/AP)

Escrito por GREGORIO BELINCHÓN

Nunca lo ha negado: entre las influencias en las películas de François Ozon (París, 54 años) está el alemán Rainer Werner Fassbinder, un radical en la época radical, el artista alemán que dinamitó el teatro germano y el cine europeo en los años setenta. “Ya dormiré cuando esté muerto”, contestaba Fassbinder cuando le advertían de que su desmedido consumo diario de drogas y alcohol acabaría con él. Efectivamente, falleció con 37 años en 1982 en Múnich, cuando su cuerpo dijo basta. Y esa exacerbación la proyectó en su cine, en sus melodramas, en títulos como Todos nos llamamos AlíEl matrimonio de María Braun o Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, de rompe y rasga. Ahora Ozon ha decidido homenajearle en Peter von Kant, su versión del clásico, con la que este jueves se ha inaugurado la 72ª edición de la Berlinale. En ella muta a la diseñadora de moda en un director de cine porque, como ha subrayado el director en la presentación en Berlín, “Fassbinder se proyectó en el personaje femenino, así que en realidad era volver al impulso original”. Muerte, dolor, estallidos de rabia… lo que puede provocar en el ser humano un amor pasional no correspondido.

Ozon no va tan al límite en sus filmes, ni tampoco vive en los mismos tiempos. Sí está poseído por una misma pulsión creativa de Fassbinder, de película por año: acaba de estrenar en España Todo ha ido bien y ya está abriendo la Berlinale. “Hago una por año y ya estoy escribiendo la siguiente, que será muy diferente”, contaba en la capital alemana en la rueda de prensa de presentación de su drama. En Peter von Kant reproduce el esquema de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972) en un juego de espejos. Si en la alemana la protagonista era una arrogante diseñadora de moda en el pico de su carrera, que maltrata a su ayudante y que cae perdidamente enamorada de Karin, una joven que aspira a ser modelo, ahora se habla de un arrogante cineasta en el pico de su carrera, que maltrata a su ayudante y que cae perdidamente enamorado de Amir, un joven que aspira a ser actor. Las explosiones melodramáticas, el ruido y la furia se mimetizan (en la original, incluso, se hablaba de un Pierre/Peter amor de juventud fallecido en accidente de coche).

Isabelle Adjani y Denis Ménochet, en 'Peter von Kant'.

Isabelle Adjani y Denis Ménochet, en ‘Peter von Kant’.

Los guiños son constantes: el joven viene de haber vivido en Sídney, incluso las conversaciones de teléfonos entre el protagonista y su madre son las originales, las mismas cantidades de dinero en marcos alemanes (la primera transcurría en Bremen, la nueva en Colonia), se anula un vuelo a Madrid… Ozon rompe, obligado por proyectar la imagen de Fassbinder en su protagonista, con la apuesta original de un reparto exclusivamente femenino. Y le regala a Denis Ménochet (Custodia compartida, Solo las bestias), con quien ya había trabajado anteriormente en dos filmes, el personaje de Peter-Fassbinder, que ejecuta de manera impecable, amparado en un cierto parecido físico.

De paso, el cineasta francés, al pasar del mundo de la moda al del cine, lanza una reflexión sobre su trabajo: “Desde luego, con un filme así también piensas en la relación del director con el resto del equipo y en especial con los actores, que mal llevada es una relación de dominación”. También habla del poder, “aunque a veces ese poder no es de quien aparenta tenerlo”. Peter lanzará la carrera de Amir, pero es el joven quien puede manipular, por la relación que viven, al cineasta. “Del filme original [que a su vez nació como adaptación de la obra de teatro y que por ello se desarrolla en un único escenario, el apartamento del protagonista] me fascina el sufrimiento de Petra, porque ves su dolor y te compadeces de ella siendo un personaje poco agradable”, aseguraba Ozon, alabando el drama de Fassbinder. “Siento que es como mi hermano mayor, su obra ha formado parte de mi aprendizaje”.

[Fuente: http://www.elpais.com]

 

Après le succès d’Eté 85, François Ozon revient avec un drame d’une efficace sobriété au service d’un thème aussi lourd que libérateur: l’assistance au suicide. Plongeons-nous dans ce drame rythmé aux battements de cœur.

Écrit par Jordi Gabioud

Adaptation du roman éponyme d’Emmanuèle Bernheim, le film nous narre l’histoire d’Emmanuèle (Sophie Marceau), appelée en urgence suite à un accident vasculaire cérébral dont a été victime André (André Dussollier), son père de 85 ans. C’est au rythme d’un souffle difficile que le père demandera à sa fille l’ultime faveur: l’assister pour mettre fin à une vie qui n’a plus raison d’être.

Le cinéma d’Ozon est confortable. Ce qui lui manque en originalité, il le gagne en efficacité. Si le sujet n’est pas agréable, la réalisation se charge de l’être. Alors que beaucoup auraient été tentés par une forme plus proche d’un naturalisme un peu usé par l’évidence, Ozon privilégie une caméra stable, des mouvements précis et un montage dont le concepteur a le bon goût de savoir couper avant que la moindre redondance ne nous ennuie. Cet ensemble est accompagné d’une excellente direction d’acteur, avec une Sophie Marceau énergique, le meilleur moyen d’exister face à un André Dussollier méconnaissable dans sa diminution. Confortable et efficace, les maîtres-mots d’un cinéma visant à rendre audible visible? un sujet aussi difficile que l’euthanasie.

Un film sur ou un film pour?

Étrangement, l’euthanasie est un sujet politique, mais peu polémique, du moins pour un public helvétique. Sans doute parce qu’il nous concerne tous et que malgré le voile du «on verra ça plus tard», nous savons bien que nous aimerions en finir le moins désagréablement possible. Visionner un film portant un tel thème, c’est lever le voile et nous confronter au terme de notre propre existence. Pourtant, plutôt que de vanter les mérites d’un choix qui devrait appartenir à chaque individu, Tout s’est bien passé nous propose un simple constat. On prend soin d’éviter à la fois le pathos inutile et le débat stérile.

Certains pourront ressentir le long-métrage comme trop clinique, froid face à son sujet, alors qu’il nous offre assez de détails capables de résonner en nous: une goutte perlant au bout du nez du vieil homme vivement essuyée par sa fille, deux sœurs ne se soutenant pas par les mots mais par l’entrecroisement de leurs jambes, la sensation de n’avoir que peu prise sur nos corps à travers une pluie de noms de médicaments distillés au fil des problèmes. Ces brefs moments se suivent et se multiplient pour, petit à petit, envahir le quotidien de la pauvre Emmanuèle. François Ozon a méticuleusement préparé un film sur. C’était la meilleure approche afin de créer un film pour.

Les larmes bourgeoises

Dès le premier plan, une étagère exhibant la collection Pléiade du protagoniste. Si l’on y trouve des films, c’est un coffret Kubrick. L’activité? Des visites au musée ou le concert d’un neveu à la flûte traversière. On évolue dans une bourgeoisie bien établie, régulièrement convoquée dans la filmographie d’Ozon. On aurait pu s’agacer de l’énième drame bourgeois si le long-métrage n’avait pas l’intelligence de l’utiliser pour insister sur cette fragilité qui nous hante tous. Qu’importe notre statut, nous finirons tous faibles.

L’euthanasie, c’est une autre histoire. Le bourgeois se retrouve à fuir la justice, il doit s’évader en Suisse. Le pays où l’euthanasie est autorisée n’est pas pour autant érigé en modèle. Il est incarné par «La Dame Suisse», jouée par Hanna Schygulla, grande égérie du cinéma de Fassbinder. À travers son ton lent et ses yeux envoûtants, elle porte en elle une sorte d’inquiétante étrangeté, une forme d’inconnue bien loin de nous rassurer quant au sort du vieillard. Toujours est-il que pour se payer le luxe d’en finir quand on le souhaite, il faut payer. Beaucoup. C’est le privilège de cette famille alors que les pauvres «attendent», souffle Emmanuèle comme un reproche à son père pour avoir osé lui demander une telle faveur.

Puis ce sont les démarches. La confidence à porter pour éviter les dénonciations. L’organisation avec le peu de personnes de confiance. Le linge sale de la famille qui reparaît. Un deuil qui s’étend sur des semaines, puis des mois, jusqu’à la date fatidique. Choisir sa mort demande des efforts et des moyens. Et puis, le moment venu, les larmes sont moins celles de la tristesse de la perte que celles du soulagement d’une promesse tenue.

On peut s’agacer certains choix du réalisateur: sa froideur, sa distance, son cadre social. C’est un choix de lecture qui peut pourtant aisément se renverser. La froideur de sa mise en scène est un confort pour un sujet si difficile. Sa distance est une mise en perspective nous laissant seuls juges et maîtres. Son cadre social en accentue la dimension universelle de nos faiblesses pre-mortem, et l’absurdité de ne pas s’interroger davantage sur un sujet qui nous concerne tous. Si choisir notre mort demeure encore difficile aujourd’hui, on a la chance de pouvoir choisir notre lecture d’œuvres pour la rendre la plus agréable possible.

[Photos : Carole Bethuel / Mandarin Production / Foz – source : http://www.leregardlibre.com]

Foto de cabecera del blog de Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escrito por Fadrique Iglesias Mendizábal 
 
La foto de un gallo ilustra la parte superior, con fondo oscuro. Un gallo formado por motosas hojas que pudieran ser pedazos de espadas u hoces, dispuestas a segar todo aquello que consideran maleza. El gallo, que podría ser de pelea, de raza malaya, está formado por trozos de latas de conservas viejas, por despojos. Tiene patas de alambres doblados, y clavos otrora oxidados, ahora barnizados. El animal, aun siendo frágil, apunta su alarido al cielo, en forma de queja, con la cola abierta, pavoneándose y pretendiendo amedrentar, pero, debajo del plumaje, es delicado.
Esa foto encabeza el blog de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Le Coq en Fer, el gallo de hierro en francés, bitácora literaria de uno de los más talentosos y polémicos narradores y poetas bolivianos de la actualidad. El último escritor pendenciero de las letras nacionales, esas grandes desconocidas más allá de los Andes, que retoma uno de los motivos más repetidos por el conocido pintor cochabambino Gíldaro Antezana.
Son más de mil doscientas notas las que abordan temas tan dispares como la revolución rusa, la pintura de Kazimir Malévich, feroces críticas al gobierno de Evo Morales y relatos de personajes marginales, amorales, a través de su daguerrotipo mental, aquel que va dejando efigies filtradas por su imaginación y una prosa rotunda y robusta, publicada a lo largo del último cuarto de siglo en muchos de los periódicos más importantes del país, bajo las columnas EclécticaMonóculo y Mirando de abajo.
Por otro lado, su Facebook está poblado de fotos clásicas de torsos femeninos semidesnudos –lo que ya le ha valido un par de suspensiones de la cuenta– y por cromos de boxeadores de principios de siglo como Tommy Burns, Jack Johnson, Harry Wills, Joe Jeannette y Sam McVey, esa casta de pugilistas previos a la testosterona sintética y a los anabolizantes, luchadores de nervio y orgullo, aficionados al deporte pero profesionales de la gresca dentro del ring, como Claudio en sus cuadernos. Y en algunas parrandas también.
*     *     *
Sus letras, además de ser pendencieras, contienen flashes, sensaciones, ruidos e imágenes de parcelas específicas, que juntas tienen un significado coral de una vida entregada al oficio artístico, reflexivo, sensible. Precisamente con esas ideas describe su penúltima novela, Diario secreto (Alfaguara, 2011), que le valió ese mismo año el máximo galardón de las letras bolivianas, el Premio Nacional de Novela, y en la que describe el retrato de un psicópata, potencial asesino en serie que no tiene compasión por los insectos que descuartiza, ni por la madre a quien tiene toda una vida en vilo, ni mucho menos por una pareja a la que desprecia con una importante dosis de misoginia.
Llama la atención que esta novela precisamente haya sido escrita en su morada de Aurora, ciudad dormitorio de Denver, en Colorado, un año antes de la masacre del caballero oscuro.
Aurora sonó en los noticieros de todo el mundo en 2012, cuando el desquiciado James Holmes abrió fuego contra el público que abarrotaba el estreno de una de las películas de la saga de Batman, El caballero oscuro, narración que podría ser perfectamente la segunda parte de Diario secreto, el corolario alternativo, un ensayo al estilo del libro juvenil Elige tu propia aventura: “si eliges al descarnado emboscando a su esposa, a la postre autora del crimen y de su propia condena, dando un tiro al protagonista, lee el final de la novela premiada el 11 de octubre de 2011, Diario secreto; si eliges al protagonista entrando a una película de superhéroes y desollando a tiros al público asistente, dirígete al New York Times del 26 de agosto de 2012”.
Allí precisamente, en Denver, Claudio parece haber encontrado un gallinero tranquilo, donde puede trabajar en la parte administrativa del Denver Post durante el día y dedicarse a escribir al ritmo frenético al que tiene acostumbrados a sus lectores en los últimos años por la noche.
En Denver también, pero dos décadas atrás, a los pocos años de haber emigrado de Bolivia, en 1992, Claudio abrió un pequeño restaurante de delicatessen en el pueblo minero de Lakewood, morada de forajidos, truhanes y bandidos al más puro estilo western, por donde pasó hasta Oscar Wilde desparramando relatos.
El poblacho aquel de las montañas de Colorado, que conserva una imagen decimonónica de cowboy de bota y flequillos en el chaleco, de saloon y escupideros de tabaco, con hombres de gruesos cinturones en los que cuelgan pistolas que salvaguardan los riñones como en las películas de John Wayne, es un espacio hostil, proclive al enfrentamiento. Así lo recuerda Ferrufino:
“Un mexicano, como nos califican a todos, en un ambiente así, huele a víctima. Pero me senté con ellos y, a partir de sus apellidos, hablamos de sus orígenes: alemán, irlandés, galés, etc., abriendo un espacio que podíamos compartir. La mayoría eran tipos rudos, ignorantes, no con un esquema ideológico sólido, llenos de lugares comunes, maleables. Terminaban abrazándote y secando vaso tras vaso de cerveza contigo. ¿Don de gentes que tengo? Tal vez, pero ha sido mi experiencia”.
Más adelante abrió un restaurante más efímero todavía en otro pueblo vecino: Leadville. El establecimiento, llamado The New West Café, tuvo un éxito moderado en un principio, pues aquellos cowboys no sabrían qué esperar de aquel plato de chupe de maní que servía, distinto de la peanut soup tan tradicional del colonial pueblo de Williamsburg, en su añorada y lejana Virginia. Con el tiempo amplió la oferta a una sopa de quinua, luego evolucionada en forma de chaque, hasta tomarle el pulso a lo que sería su mina de oro: sus fideos uchu, especialidad de la casa, que vendía en dosis importantes puesto que lo tenía listado como Latin American Stew o guiso latinoamericano.
La aventura emprendedora acabó con Claudio entre rejas, luego de tener diferencias –de haberlas ajustado– con el socio propietario.
Según Ferrufino, la marihuana desquició al accionista protagonista de su ira, dejándolo en un permanente estado, no ya de felicidad, ni de relajación, mucho menos de excitación, sino más bien de ansia constante:
“Mi socio chocó con la férrea voluntad y responsabilidad que con los años desarrollé en Estados Unidos. Discrepábamos en muchas cosas. Exploté porque a pesar de la mesura que uno adquiere sigo siendo un individuo belicoso. Estaba todo tendido para el escenario que vino después: la ruptura, la pérdida, la detención, dormir entre rejas, asegurar a la sociedad que te comportarías acorde con las reglas”.
“El estado policial y sus recursos”, llama Ferrufino a las normas impuestas, atribuyéndole virtud muy excepcional y no universal, dejando salir a flote su sentido anarquista, casi como inspirado en una obra dramática de Darío Fo.
Luego el The New West Café le daría una oportunidad más a su voluntad emprendedora y decidió asociarse esta vez con un bosnio emigrado de la guerra, de esos que dejaron a sus mujeres haciendo crêpes en los campos de refugiados, para intentarlo en aquella ocasión con sándwiches y sopas neoyorquinas. El negocio quedó atrás en la memoria, pero el acercamiento a la cultura eslava, bosnia y croata permaneció con Claudio.
El roce con los clientes, gringos y cowboys, ayudó a Claudio a conocer más la esencia del norteamericano, si es que ese individuo-tipo existe. Aún hoy se sorprende al ver los contrastes que emanan del arquetipo gringo. Aunque pueda mostrar su faceta más reaccionaria, conservadora, prejuiciosa y racista, al conversarle de igual a igual las figuras predispuestas se diluyen.
*     *     *
Claudio es un tipo que admira la calle y desconfía de aquellos que todavía no han sido capaces de abandonar las faldas de madres y abuelas en busca de una o varias historias vitales. Se trata de una persona que encarna el sueño americano y también la pesadilla.
En aquel país lidió y aprendió de lo profundo del gueto, especialmente de un personaje al que recuerda con especial cariño: Big Mike, amigo que conoció mientras trabajaba de estibador, cargando quintales de fruta cual aparapita, con algunos grados bajo cero y que sazona las páginas de El exilio voluntario.
Luego trabajó como traductor, administrador de restaurante, frutero, escritor de cuentos infantiles, albañil, profesor, panadero, canillita y verdulero, entre otros oficios.
Cuando se le pregunta qué motivó su precipitada migración a Estados Unidos sin un proyecto claro de vida, explica:
“Es raro lo que pasó. Una decisión clara que a veces creo fue errada pero de la que no me arrepiento. Quise ir contra todo lo que era y podía ser. Tenía que probarme que incluso descendiendo al fondo sería capaz de salir sin ayuda de nadie, con mis manos. Creo que esa victoria se transmitió al carácter de mis hijas, y al sosiego que en el fondo me habita y me hace pensar que la modestia no es una mala opción. He vivido y puedo escribir. Escribía antes también, pero pienso que como ser humano aquello me sirvió de mucho. A ratos creí que debía alterar el rumbo y dedicarme a la docencia o algo similar, pero, igual que le sucedía a Isaak Babel, me gustaba –y me gusta– compartir con gente simple. Allí están las historias. Tarde para volverse atrás. Ahora hay que recordar, analizar, sopesar las experiencias y escribir”.
Estos lances motivaron al escritor a largarse a Miami, primera parada en el norte, hace 24 años, enfundado en un añoso terno gris de corte inglés que usó en la fiesta de promoción en la secundaria. El detonante del autoexilio fue una decepción amorosa poco relevante, asunto potenciado por una afición al viaje que ha ido perdiendo. La opción norteamericana llegó por azar, para buscar bálsamo y dinero, aquel que en Bolivia le era escaso y que ya se había gastado en chicherías y buenos libros, para apaciguar ánimos extravagantes y una ruinosa vida de vago, como él mismo la define.
Con un ticket de ida solamente, aterrizó con una vieja maleta, una mochila militar y cuatro billetes de cien dólares otorgados por sus padres y hermano, que dilapidó en putas y alcohol en menos de una semana.
*     *     *
Las novelas de Claudio, así como las crónicas que va publicando, suelen dar saltos temporales muy bien hilvanados, con menciones y referencias frecuentes a una época que parece haberle marcado profundamente: sus años alrededor de la capital de Estados Unidos, principalmente en el Estado de Virginia.
Claudio llegó al área metropolitana de Washington D.C. el otoño de 1988, con las hojas todavía en los árboles, doradas, rojizas, a punto de caer. En tan solo un par de años ya era un virginiano más.
Con los ojos muy abiertos, Ferrufino parece haber explorado profundamente el lenguaje subyacente de los barrios bajos que circundan Washington D. C., una ciudad muy distinta a la actual, donde la población hispana ha crecido de un 2% a un 14% entre los años 80 y esta década. A Arlington, ciudad- condado por la que desfilan los personajes de su libro de relatos Virginianos (Los amigos del libro1992) y de la novela El exilio voluntario (El País2009), llegaron muchos pobladores del Valle Alto cochabambino que emigraron tras un peculiar auge de la construcción.
En sus textos poco rastro hay de los monumentos nacionales y de las happy hours de los burócratas de la capital. Mucho de las casas postindustriales de ladrillo, donde yacen hacinados aquellos ciudadanos oriundos de Arbieto, de Punata, de Esteban Arce, de Tiraque, que han cambiado el quechua por el inglés.
Más bien Claudio se remanga la raída camisa y se sumerge sin miedo a mancharse en el fango de las miserias de los inmigrantes que habitan a la sombra y a espaldas del Capitolio. Ese lugar paradójico que aguanta la coexistencia de prostíbulos –callejeros o albergados en bares– con lujosos hoteles para dignatarios de Estado, polígonos industriales donde los domingos bailan caporales muy cercanos a barrios de embajadores que no pierden su condición una vez perdido el cargo, almacenes de bancos de alimentos para indigentes alternando al otro lado de la carretera con lujosos centros comerciales.
A fines de los años 80, Washington, D. C. era la ciudad más peligrosa del país. Por  la llamada “epidemia del crack” en 1990 era considerada la capital del crimen, aun siendo la sede del FBI y la CIA.
Incluso hoy día, casi tres de cada cien habitantes en D. C. está infectado con HIV, mayoritariamente entre la población afroamericana que, por lo general, vive poco integrada con la población blanca. Algo similar pasa con los hispanos y asiáticos, aunque no tan marcadamente.
A causa del sida precisamente algunos de los amigos de Ferrufino se dejaron la vida. Otros fueron tragados por sus propias adicciones –crack seguramente–, por sus propias miserias, cansados de pasar noches en vela mendigando trabajo en esos mercados donde fungían como estibadores, esperando un reducido jornal que al final del día, después de comer un plato de pasta o un burrito, de pagar diez dólares por el servicio de una prostituta y de pasar por un comedor social para completar la incompleta dieta, les permitiese comenzar un nuevo día al terminar la precedente jornada.
Uno de los lugares que precisamente frecuentaba Ferrufino era Morse Street para ganarse el plato de comida. Así lo recuerda:
“En el mercado de abasto de Washington era así. Willy, chofer negro, había asesinado a su madre siendo casi un niño, ofuscado en droga. Tyronne pasó trece años en prisión por robo con ‘asalto’. En las noches de la calle Morse se contaban historias; ron y licor malteado entre los dientes. Olor a mariscos; húmedas paredes y autos policías que cruzan lentos sin parar. Cada hombre hundido en su miseria. Olvidado ya el tiempo en que se preguntaba ¿qué hago aquí? Cuando las esperanzas brillan mal. Wayne y yo caminamos hacia la esquina de los mendigos. Allí hay droga fácil y prostitutas de a diez dólares. Un amigo cuyo nombre me es borroso se sentaba en un desvencijado sillón, en medio de la calle: el trono de la oscuridad. Wayne compra piedrecillas blancas, opacas: cocaína adulterada. Al lado de una reja de amontonada basura, fuma. Medianoche de verano, sin sueños ni futuro. No está la luna, se oculta en las callejas. Los pobres no tienen sombra, son pálida oscuridad”.
Cuando lo recuerda, se atreve a decir que está seguro de que pocos de los amigos negros que conoció en aquellas épocas estarán vivos ahora:
“Trabajé dos años y medio en los mercados. El primer día era para llorar, con los guantes mojados y el hielo punzando la cara. ¿Qué hago aquí? Quise retornar al café con leche de casa, a mi mullida y caliente cama, pero no lo hice, aguanté en medio de hombres toscos, negros, entonces nada simpáticos y con otra lengua. Pequeña épica de humanidad”.
En sus escritos y crónicas aparecen muy poco las placas de mármol de la calle K, del Banco Mundial y el FMI. Sobresalen más bien las penurias de los alrededores de Gallaudet, barrio afroamericano conocido por una universidad.
Ferrufino no le teme a los desprecios de gringos ignaros y limitados. Los asume gallos de pelaje no intimidante. No se amilana ante los pergaminos de la docta y jesuítica Georgetown, no se achica ante casas estudiantiles como la de Maryland, donde dictara cátedra Borges o la propia universidad de Virginia, donde fue un virginiano más –por un tiempo– Edgar Alan Poe. Claudio no se acompleja para hablar de ideas, no lo hizo en su juventud en Francia, donde retaba a sus condiscípulos a debatir sobre literatura gala dejando patente lo que llama racismo cultural. No se inhibe al ser identificado como parte de las márgenes, porque es su mundo también, tanto los extremos superiores como los inferiores.
Los días, o la noche que tenía libre –en el sentido más literal del término–, la de los sábados, eran destinados a probar un poquito del manjar que a la mayoría de sus compañeros se le tenía vedado: la visita a los pasillos gratuitos del museo más profundo y diverso del mundo, el Smithsonian, en Hispania Books –hoy sucedida por la librería Pórtico y Politics and Prose–, y horas perdidas en Common Grounds, probablemente lo que hoy se llama Krammer Café, de las primeras cafeterías literarias, lugar chic que tiñe sus paredes con multicolores lomos de libros y que sirve café y comida americana, en el barrio burgués de Dupont Circle.
Esas épocas virginianas de Claudio eran de triple vida. Por el día de gallo fino, por la noche de gallina ponedora que se aboca al trabajo, y al amanecer de gallo de peleas, todo para sobrevivir.
En esos años salió por algún tiempo con una mujer que entonces era presidenta de la asociación de antropólogos norteamericanos, PhD con tesis en Teresina, Brasil, ese primer engendro de laboratorio que luego se cristalizaría en Brasilia: la ciudad de la teoría. Así recuerda esas citas:
“Nada más dispar, pero que me permitía un amplio espectro de aprendizaje, sufrimiento y gozo. Era joven, fuerte, casi no dormía, y lleno de interrogantes acerca de un mundo nuevo, en extremo diverso”.
*     *     *
La imaginación de este cochabambino y sus fuertes emociones evocan a una vibrante movida cultural en la ciudad. Si a fines de los 80 Ferrufino disfrutaba de conciertos de aquel surgente rock alternativo, mezclados con asistencias a ver Rubén Blades y Seis del Solar, hoy en día se puede disfrutar del apabullante influjo de la música electrónica, de las mezclas bastardas del grupo narcoelectro Mexican Institute of Sound o del ya famoso matrimonio entre los samples y bandoneón de Bajofondo.
Aquellas  exposiciones de arte que recuerda como impresionantes, algunas de Malévich, Matisse, Rembrandt, entre las que más le marcaron, se suceden año tras año, de la mano de millonarias fundaciones como la Colección Philips o la elitista Dumbarton Oaks.
Ferrufino nunca fue una persona de cultura de gueto apartado, sometido al cacique. No era un tipo de sindicarse a los “suyos”. Fue y quiso ser un alma libre que salía solo, llevando una vida de completa independencia. Aunque se juntaba con amigos bolivianos, no lo hacía con la frecuencia que ellos demandaban. Así lo recuerda:
“Entraba al mundo de los otros y me desenvolvía con soltura; mientras mis amigos jugaban fútbol los sábados, con las consabidas cervezas nuestras que vienen detrás, yo andaba en el National Mall, el centro de los museos de la ciudad, flirteando con hermosas muchachas anglosajonas y escribiendo mis Virginianos en papelitos, debajo de fotos de Lee Miller o de Man Ray. Culturalmente fue para mí un mundo insólito y exuberante. Lo recuerdo bien, dichoso. Por otro lado, en el mundo paralelo, visitaba las casas de mis amigos negros en el North East y South East, un mundo prohibido para blancos o gente como yo (nunca nos han considerado blancos, ni siquiera a los españoles). Fumaderos de crack, muchachas negras que se abrían de piernas con facilidad; deliciosas y viciosas. Sexo en autos, borrachera en las calles, recostados contra la pared, bebiendo Cisco, un licor de variadas frutas y colores que luego sacaron de circulación por ser letal. Detestábamos la cerveza normal; bebíamos licor malteado, con mayor grado de alcohol: Colt 45 y otros. Iba de ayudante de los choferes negros en los camiones de la empresa. Repartíamos productos a los hoteles y restaurantes de DC, Virginia y Maryland. Al terminar el día, antes de regresar al warehouse, alcohol y droga, sexo y droga. E historias inverosímiles que me contaban como a un hermano. He sido afortunado en oírlas y recordarlas. Y en sobrevivir también”.
Ferrufino vivió allí durante la década siguiente a los años de explosión psicotrópica. “Había mucha, excesiva, demasiada droga”, recuerda y apunta:
“Esta empresa de verduras en la que trabajaba era la mayor del mercado, dirigida por tres hermanos de origen irlandés. El mundo de ellos era la marihuana, que compartían en los gigantescos refrigeradores con algunos cargadores negros, que eran, a su vez, proveedores. Crack, hachís con profusión. La labor nocturna era febril, con camiones de 21 metros trayendo cosas desde California, México, cangrejos vivos desde Maine, frambuesas y moras desde Chile. Cualquier instante de descanso: droga. Dos, diez veces por noche. Cuando el día terminaba, ya casi a mediodía, los managers se encerraban en uno de los autos y… droga. Sin parar, seis días por semana. Yo no era afecto a ella, pero no evitaba compartirla de cuando en cuando. Me sorprendía que tipos muy ricos, duros trabajadores tengo que reconocer, no deseaban volver a sus mansiones, a sus hermosas mujeres que a veces visitaban el almacén y deslumbraban a los miserables estibadores. Preferían quedarse a hablar mierda, con las ventanas cerradas, en el mundillo de la droga. Los imagino llegando al hogar, tirándose en la cama, recuperando unas horas para volver a aquel frenesí. No tenían más de 30 años y confesaban que tenían sexo con sus mujeres una o dos veces al mes. ‘White boys’, decían los negros con desprecio”.
Al calor idealizante, Ferrufino recuerda esos años suyos como un elixir creativo. Se recuerda como con una cámara en el hombro, como filmando para sus adentros lo que observaba, y aquello que miraba, lo veía como fotógrafo. Le hubiese gustado filmar una película de David Lynch o algo similar. ¿Una actriz? Alguna de las de Fassbinder, responde, a quien idolatraba entonces –y hoy– pero en un escenario ya lleno de muchos otros. Quizás actrices como Barbara Sukowa, Jeanne Moreau, Hanna Schygulla, Brigitte Mira quizás, Ferrufino no lo especifica. Sí abunda en el plató imaginado:
“Imaginaba exhibiciones de fotografías sobre el universo de las frutas y las verduras. Increíbles colores, escenas, depósitos llenos de naranjas de distintos tonos, el contraste entre las papas de Idaho y las verdes paltas, aguacates, californianos. Los tomates ni qué decir, que eran la élite de los productos, con una sección especial de empaque por tamaños y colores. En esa gran bodega de DC, de noche, negros borrachos y perdidos, algún turco, algún latino, manipulaban lo que se serviría en las reuniones de embajadores, del jet set, de la CIA en Langley, a donde llevábamos cargamentos sin que jamás nos pidiesen identificación. Eran otros tiempos”.
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A esos días virginianos vuelve una y otra vez. Su prosa fluida sugiere muchos adjetivos, el más suave, sorprendente. Se mueve muy bien entre el ensayo, la crítica de arte, la opinión política, la ficción y también la crónica periodística. Precisamente en su antología Crónicas de perro andante (La Hoguera, 2012), escrita a cuatro manos con Roberto Navia, premio de periodismo Ortega y Gasset, y en otras piezas publicadas en los años 80 y 90, aparecen intensos relatos en los que describe Mizque, Tiquipaya, Pairumani y Suticollo, lugares donde quizás tomó afición por la chicha, y en las que lamentó no haber atendido las enseñanzas de la lengua quechua de su padre.
Una parcial autoficción de aquellos años en Arlington le ha valido el Premio Casa de las Américas de Literatura en Cuba. El rito de entrega no es precisamente la ceremonia de los Oscar. No hay alfombra roja, pero sí una rica historia de más de medio siglo.
Ferrufino es uno de los escasísimos casos de escritores bolivianos reconocidos internacionalmente, que ha ganado en 2009 el premio, sucediendo en el palmarés a personajes como Jorge Ibargüengoitia, Eduardo Galeano, Marta Traba o Gioconda Belli, e incluso a escritores bolivianos como Renato Prada, Wolfango Montes y Pedro Shimose. El jurado de la edición 2009, conformado por gente como la mexicana Carmen Boullosa, el venezolano Carlos Noguera, el chileno Grínor Rojo, el argentino Héctor Tizón y la cubana Lourdes González Herrero, se decidió a separar la paja del trigo entre casi 700 trabajos provenientes de América Latina y España, justificando su decisión en la capacidad de observar el “sueño americano” de una forma vertiginosa, vital y dominando el oficio, desplegando en su narración diversos planos a lo largo de tres décadas, con humor y referencias literarias, culturales y políticas”.
Claudio ya había logrado una mención en este premio en 2002, por El señor don Rómulo (Nuevo Milenio, 2002). Durante su discurso en 2009, recordó, cómo no, a la gente del gueto. A aquellas personas que seguramente nunca escribirían y publicarían sus historias y que tampoco se enterarían de que su colega, broderpana y cuate, aquel latino de ojos achinados y de bigote poblado, lo haría. Aquella noche en La Habana, recordó su llegada a Washington, las dificultades iniciales con el idioma, la excusa que le diera a su hermana para financiarle algo de comida y no morir de hambre –alegando atraco– que luego interpretaría como robo de alma: la transición de la plácida vida en el valle cochabambino hacia el crudo invierno en el que las noches transitaban en el viejo sillón desvencijado que le alquilaba un conocido temporalmente. Ya no estaría el calor del hogar, recuerda Ferrufino, sólo le quedaría esa cuadrilla que le rodea con las manos encalladas, ahogada en adicciones. Del intelectual de clase media bien vestido, quedaría menos aún.
Aquella noche en Cuba mencionó también el lugar de donde salían los vectores radiales de los trenes que llevaban la carga hacia Nueva York, los alrededores de la vieja Union Station, epicentro de su exilio, que aunque voluntario y reconocido aquella noche por funcionarios cubanos, que comparten el régimen con un político al que desprecia, Fidel Castro, no fue por ello menos exilio.
Tras el paso del Che Guevara por Bolivia, con los coletazos que dejaron los tupamarosy luego de las desapariciones de posibles herederos como los hermanos Peredo o Monika Ertl, la izquierda de los 70 se encontraba en proceso de segmentación en la universidad pública boliviana, reducto de las ideas progresistas durante la dictadura banzerista. Había divisiones internas entre trotskistas, maoístas, leninistas, hasta los más independientes anarquistas.
A esta subespecie pertenecía Ferrufino. Seguidor riguroso de las enseñanzas de Bakunin, Durruti y Malatesta, defendía cáustica y violentamente sus ideas ácratas por los pasillos de la carrera de sociología, más con los puños y a la gresca que con las ideas, recuerda su amiga Estela Rivera, hoy jefa de la Unidad de Cultura de la Gobernación de Cochabamba.
Se recuerda de Claudio su muy particular resistencia al alcohol, lo que hacía que bebiera como cosaco, generalmente ingentes cantidades de chicha, aguante que permitía que se mantuviera en sus cabales más que el resto, asunto que lo cubría de cierta mística en aquellos círculos.
Luis René Baptista, editor de opinión del periódico Los Tiempos, recuerda cierta vez en la que Claudio estuvo a punto de clavarle un cuchillo de carnicero, a causa de discrepancias ideológicas y de pactos incumplidos en las andanzas universitarias, detenido in extremis, cuando ya se veía ensartado y resignado, por un grupo de compinches anarcos que bloquearon la inminente faena.
Aquella misma vez, recuerda Rivera, Ferrufino y sus amigos anarquistas amenazaron también al propio rector electo y, luego de dedicarle furiosos insultos, procedieron a incendiar contenedores y papeleras con basura dentro del edificio.
Aun así, la violencia no era exclusiva. Se alternaba con guitarras y huayños en las chicherías aledañas, música campesina del Norte de Potosí, boleros centroamericanos y largas tardes de borracheras, para luego recogerse por la noche rompiendo letreros de neón y cabinas públicas, como forma de resistencia al sistema, siguiendo al caudillo bravucón y amenazante anarquista de fama algo contradictoria a la vez que ambivalente, dada su otra faceta, la de amigo fiel y cariñoso.
En esos ambientes se movía Ferrufino nada más salir bachiller del colegio Maryknoll de Cochabamba en 1977, ya acabada la dictadura de Bánzer, y lo recuerda:
“Mi hermano Armando y yo fuimos muy peleadores en  la escuela. ‘Nos vemos a la salida’ fue parte de nuestro crecimiento. Dimos palizas y nos las dieron. Muchísimas. Eso paró luego de los tres primeros años aquí. El Estado policial. Aquí no se podía hacer lo mismo y lo acepté. Aunque de boca todavía me peleo mucho cuando conduzco. Hay que provocar cuando se debe provocar, como es el caso ahora con el gobierno de Morales, como fue el caso con el gobierno de G. W. Bush. Un hombre tiene que decir lo que piensa, le duela a quien le duela. Y si es contra el poder, mejor”.
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Ramón Rocha Monroy, cronista de Cochabamba y también Premio Nacional de Novela, conoció a Claudio en una habitación del psiquiátrico de Sumumpaya, a ocho kilómetros de Cochabamba hacia La Paz, a las órdenes del doctor Argandoña. Estuvieron todo un día, pero ni cruzaron palabra. “Aquel era un Claudio enamoradizo, exitoso con las mujeres, amigo de la chicha y de la noche cochabambina y alguna vez bordeó el suicidio”, en palabras de Rocha.
El Ferrufino de aquellos años, los previos a su viaje, era lo más parecido a los poetas inventados por Bolaño en Los detectives salvajes, esos trepidantes real visceralistas.
Sí hablaron y hasta se hicieron amigos años después, en el contexto de los bares, cafés y la noche cochabambina. Dice Rocha:
“Teníamos el ánimo inestable y ahogábamos nuestras penas en trago. Ni adicciones a drogas ni problemas mentales, sino excesos… Las cosas que cuenta Claudio tienen la identidad de lo vivido… Él no mira, sospecha. Tiene astucia y sus reacciones a veces son desconcertantes. Es agua mansa, pero puede alborotarse y estás perdido. Es un valluno bravo pero de ningún modo malo”.
Claudio por su parte, recuerda este episodio con su propio lente:
“Siempre nos acordamos de eso con Ramón. Un día o dos, alcoholes y sentimentalismos. No jugábamos a la ‘maldición privilegiada’, no. Sucedió porque creo que ambos somos apasionados con lo nuestro. Yo tenía una hermosa chica inglesa entonces, que me visitó una tarde, y Ramón, al verla, puso lo mejor que tenía de su acento inglés para flirtear con ella. Divertidas memorias hoy, tristes entonces”.
Ferrufino hoy es considerado un escritor preclaro en Bolivia, y se lo ha ganado a pulso. Un país en el que la vida rosa a veces parece más importante que lo que escribe, y donde los licenciados son más valorados por sus títulos académicos y premios ganados. Después de varias décadas ejerciendo, recién es en este siglo, cuando se ha titulado en la universidad pasados los cuarenta años, luego de estudiar lenguas modernas en la Universidad de Denver en Colorado graduándose cum laude y tras dejar atrás lo que parecía en Bolivia una maldición: el abandono de las carreras de química, idiomas y sociología, lugares en los que acuñó algunos amigos y enemigos que le duran hasta hoy.
Trofeos tardíos también serán, ya pasados los cincuenta años, los mencionados premios Casa de las Américas y Nacional de Novela, algo así como una justicia poética con su tenacidad.
Tenacidad y empeño que lo han acompañado durante su proceso creativo, que emergen espontáneamente cuando pueden y donde pueden, pues es de esos narradores que son capaces de protegerse con una escafandra que lo aísla del mundo exterior en beneficio de su planeta inventado. Tampoco es supersticioso ni caprichoso en el ambiente, ya que guarda las manías para la estética no lineal de sus textos. Claudio no necesita andar de boina y barba crecida de dos días, ni flores amarillas como las que dice que requiere Gabo para acceder a las musas. “Me parecen pajas que les sirven a unos; no a mí”, subraya.
En contraste con el mito del psicodelismo creativo de las épocas de Hendrix, Morrison y Joplin, Ferrufino no considera el alcohol como aditivo urgente, ni siquiera necesario y siente que la maldición de algunos poetas está en su escritura y no en sus catalizadores:
“Maurice Utrillo, el pintor, importa por sus colores de París más que por sus tragedias de beodo. Hacer de algo así el punto de partida de una leyenda, tu leyenda, a no ser que suceda inevitable por las circunstancias, es un paso en falso”.
Sin llevar vida de cartujo, admite que ya casi no sale, aclarando que tampoco era tan amigo de los bares en sus etapas pasadas. En Colorado se ha vuelto un tipo casero de vida intensa puertas para adentro. Sí admite que era de beber en las calles, con sus amigos negros, pero que ninguno de ellos supo jamás dónde y con quién vivía. Lo mismo las mujeres que pueblan sus recuerdos: “de pronto, en algún momento, retornaba a la caverna y desaparecía sin rastro. Así, simple”.
La simpleza es un rasgo que magnetiza a este hombre, sencillez que busca tanto en amigos gringos como latinos y de otros varios orígenes, destacando el colectivo ruso, quizás por esa propensión a admirar a Tarkovski, Tolstoi o Chéjov. Suele invitarlos a casa a disfrutar de comilonas con bebida abundante, bailando cumbias, escuchando kaluyos antiguos o canciones revolucionarias del Ejército Republicano Irlandés. Inclusive clásicos rusos: Kalinka, Ojos negros, además de tangos y corridos norteños y rancheras. Una frase lo define: “En casa se come y se bebe bien. Eso casi diría que te impide salir”.
Es un tipo familiar que ya comparte lecturas con sus hijas, aunque ellas han tomado caminos propios. Su relación es estrecha. No es enemigo de su primera esposa, aunque tampoco tiene contacto. “Mi mujer actual, me parece atractiva, interesante, pausada”, resalta.
Y tanto en cuanto se nutre de experiencias de la calle por inclinación natural, complementa sus fantasías con poesía y sobre todo con novela, placer que le suele ocupar la mayor parte de su tiempo de lectura. No tiene referentes literarios, sino gustos, placeres. Vicios quizás. Algunas de las fuentes de las que ha bebido son Borges, César Vallejo, Carpentier, Güiraldes, Arlt, Rulfo y en su juventud de los peruanos Ciro Alegría, Manuel Scorza y José María Arguedas.
Y si su espectro literario es francamente amplio, no lo es tanto el del estado del arte, moda o novedad, ahora llamado trend, en perjuicio de clásicos, muchos de ellos polemistas de distinta índole, aunque considera que se los lee poco, en detrimento de aquellas historias que evocan un mundo de aventura, de rebelión, de bravura.
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Claudio Ferrufino-Coqueugniot responde pacientemente a las preguntas de este cronista desde su casa en Colorado. Tiene ya 54 años, y una vida llena de historias. Han pasado ya varios lustros desde que obtuvo su green card poco tiempo después de casarse con su primera mujer, aunque ese no fue el motivo para hacerlo.
Se considera un librepensador que bebió en fuentes anarquistas clásicas, pero detesta ser orgánico o gregario, y añade: “Soy demasiado individualista para pertenecer a ningún núcleo, social, político, literario… No podría asociarme con los republicanos, ni siquiera en simpatía. Con muchos peros, prefiero a los demócratas”. Pocos políticos le causan simpatía. Uno de ellos es un exalcalde de Cleveland, Dennis Kucinich, demócrata, minoritario, una voz perdida en el desierto –así lo califica Claudio–, conocido por ser partidario de la no intervención en Irak, en beneficio de la negociación.
Ya no pelea en las calles, aunque tampoco es un tipo mesurado. Acuña cada vez que puede rabiosas –y cáusticas– críticas a Evo Morales y Álvaro García Linera, según él escritas no desde una perspectiva racista o elitista sino a partir de lo que el autor es, de su sangre:
“Me entiendo y comprendo a mi gente y sé bien cómo de pelotudos y cobardes somos, y cómo de sufridos y valientes también. Y al poder, a los jerarcas de cualquier tendencia o color, no les hago el juego, nunca. No orino delgado por el poder ni las charreteras; seguro que no…
No comparto ese lugar común del pueblo enfermo. Que somos uno llorón y malacostumbrado, sí. Es más sencillo dejarse guiar que decidirse por un camino. Y a eso apuntan los populistas, a hacerte confortable en su medida la existencia, coartar tu capacidad de reacción, de crítica”.
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Claudio al salir de Bolivia le prometió a su padre que volvería al cabo de un año. Todavía no lo ha hecho, aunque asegura que sucederá aunque ello ni es ni fue motivo de sufrimiento, puesto que vive feliz donde está. Quizás con el tiempo le llegue la hora de pensar en la muerte más frecuentemente. De momento, la percibe como un hermoso destino, querido y cercano. “La tomo como es, presente. Me refiero a la delicia de saberse efímero, en contraposición a la pesadilla de sentirse eterno”.
Pasadas las 4 de la madrugada, hora de Denver, y tras una larga entrevista, Ferrufino responde a la última pregunta.  
“Le pregunté a Ligia, mi esposa, ¿crees que soy un tipo violento? Respondió con una carcajada. Habrá que analizarlo. Al meterme en un mundo que por nacimiento no me pertenecía, en Bolivia, en Argentina, en España, en Francia, en Estados Unidos, observé y compartí la peor violencia que existe, que es la de ser pobre. Una violencia que se dirige y esgrime desde arriba con saña contra los de abajo. Eso me irrita y me hace reaccionar con mayor violencia. Por eso soy vehemente y feroz cuando escribo de asuntos sociales o políticos. Sin aliento y sin concesiones”.
Fadrique Iglesias Mendizábal fue atleta olímpico y es especialista en gestión cultural y desarrollo local con estudios de licenciatura y maestría por la Universidad de Valladolid. Ha colaborado con columnas en varios medios de comunicación como Los Tiempos -desde su columna ‘El clavo en el zapato’- y Página Siete (Bolivia), así como con El País, Noticias Culturales Iberoamericanas (NCI) y FronteraD, donde ha publicado Afilando los cuchillos del Carnicero de Lyon en Bolivia y Del Gran Sueño a la somnolencia: la decadencia del deporte profesional. Ha publicado un libro junto a Peter McFarren, Klaus Barbie en Bolivia, que se publicará este año en español.
[Fuente: http://www.fronterad.com]

Em Berlin Alexanderplatz, Burhan Qurbani ressignifica célebre romance alemão: refugiado africano vive uma espiral de opressões numa Europa atual, ressentida e xenófoba — e sua fúria e tristeza frente um mundo cada vez mais hostil

Escrito por José Geraldo Couto

Nunca houve no mundo tanta gente desenraizada, apátrida, fora do lugar. Espécimes dessa humanidade errante povoam alguns dos filmes mais fortes da 44ª Mostra Internacional de Cinema de São Paulo. Destaca-se entre eles o desconcertante Berlin Alexanderplatz (Burhan Qurbani), nova versão do livro homônimo de Alfred Döblin (1929), tido como um dos grandes romances alemães do século XX, e que já havia inspirado a monumental série de TV dirigida por Rainer Werner Fassbinder em 1980.

Ao trazer para os dias de hoje a trama do livro, que se passava nos conturbados anos pré-nazistas da República de Weimar, o alemão de origem afegã Qurbani operou uma mudança simples e decisiva: o protagonista teutônico Franz Biberkopf deu lugar ao negro Francis (Welket Bungué), refugiado da Guiné Bissau. Essa alteração étnica trouxe todo um novo sentido para a história. Hoje se diria que a ressignificou.

Quando começa o filme, o jovem Francis já tem um passado: foi ladrão, contrabandista, cafetão, e viveu um acontecimento traumático e obscuro com a mulher amada. Trabalhando agora como operário da construção civil em Berlim, ele tenta agir corretamente e conseguir um lugar decente na vida. Como diz outro personagem, Francis é “um homem que quer ser bom num mundo mau”.

Nesse mundo, é muito estreita a porta para os imigrantes pobres, especialmente se sua pele for escura. Rebatizado de Franz, o protagonista viverá sucessivas quedas e reerguimentos. A imagem da queda, no caso, é literal e simbólica, pois há toda uma ressonância religiosa no filme (a água, o sangue, alusões a Caim e Abel, a Lázaro, etc.). Trata-se tanto de um estudo sociopolítico como de uma parábola moral.

Dividida em cinco partes, a narrativa dura três horas, mas não parece, pois nossa atenção é mantida não apenas pela profusão de acontecimentos e situações (trabalho pesado, tráfico, prostituição, gangsterismo), mas também pela vontade de saber como Francis/Franz se sairá de cada percalço desse calvário.

Cadeia de opressões

Na metrópole cosmopolita e multiétnica, a sociedade é mostrada como um jogo constante de poder, por isso um momento crucial é a cena em que Francis assume, com discurso idêntico, o papel de recrutador de africanos para o tráfico que, no começo do filme, era exercido pelo pequeno gângster Reinhold (Albrecht Schuch).

Reinhold, que se autodefine como “white trash” (lixo branco), é um dos personagens mais repulsivos do cinema contemporâneo. É o branco fracassado e humilhado que faz do seu ressentimento uma arma contra os que estão mais abaixo na escala social. É o instrumento ideal do novo fascismo que viceja hoje em tantas partes do mundo. Sua evidente impotência sexual o leva a exercer uma brutalidade psicológica e física sobre as mulheres. Na cadeia de opressões, a mulher objetificada é o elo mais frágil.

Os matizes da pele – do preto retinto Francis à alvíssima Mieze (Jella Haase), passando pela negra clara Eva (Annabelle Mandeng) – são realçados a todo momento. Não há como esquecer que são elementos de identidade e diferenciação na Europa rica, como em quase toda parte.

E o filme tira todo proveito da figura imponente e vigorosa de seu ator principal, o guineense Welket Bungué, que atuou em Portugal e no Brasil (na novela Novo mundo e nos filmes Joaquim e Corpo elétrico). Enquanto seu corpo se debate com a matéria hostil do mundo, seu olhar parece conter ora uma fúria invencível, ora uma tristeza infinita. Impossível imaginar o filme com outro ator.

Outros apátridas

A santa do impossível (Marc Raymond Wilkins, Suíça). Dois adolescentes peruanos moram com a mãe no Bronx, Nova York, trabalhando como entregadores, e se apaixonam por uma linda colega de curso de inglês. A mãe, garçonete, tenta abrir um negócio próprio, incentivada pelo namorado. O contraste do sonho do empreendedorismo com a dureza da vida de imigrantes latino-americanos.

Casa de antiguidades (João Paulo Miranda Maria, Brasil). Quando é fechada a unidade do laticínio onde trabalha, em Goiás, o operário negro Cristovam (Antonio Pitanga) é deslocado para a sede da empresa, num vilarejo de colonização alemã no Rio Grande do Sul. Ali, ele é um forasteiro hostilizado como ser inferior. Retrato com tintas pesadas do nazismo latente em algumas partes do país (ou nele todo?) e da reação violenta contra ele.

Glauber, Claro (César Meneghetti, Brasil). Vibrante documentário sobre o exílio de Glauber Rocha em Roma, em especial os bastidores de seu filme Claro (1975). Com rico material de arquivo e depoimentos de gente que participou da aventura, revela-se um artista do Terceiro Mundo que via Roma como a síntese e origem de todos os imperialismos.

Al-Shafaq – Quando o céu se divide (Esen Isik, Suíça/Turquia). Uma família de turcos muçulmanos que vive na Suíça tenta conciliar a adaptação à sociedade local com os preceitos da sua religião. Um dos filhos jovens da família, o mais introspectivo, engaja-se num grupo radical e viaja para a Síria para participar da “guerra santa”. O tema é semelhante ao de filmes recentes como O jovem Ahmed (dos irmãos belgas Dardenne) e Adeus à noite (do francês André Téchiné), só que aqui tratado “de dentro” por um turco radicado na Suíça.

Cidade-pássaro (Matias Mariani, Brasil). Um jovem nigeriano vem a São Paulo à procura do irmão que sumiu na cidade e deixou de dar notícia à família e à noiva. Na metrópole caótica, ele refaz os passos do irmão, revê seus lugares, amigos e amores. Ao mesmo tempo em que descobre o mundo dos refugiados, ele busca entender a mente delirante do irmão e verificar a natureza do vínculo entre os dois.

Tentehar – Arquitetura do sensível (Paloma Rocha e Luís Abramo, Brasil). Neste documentário dilacerante, a situação do imigrante se inverte: aqui é o povo originário que é discriminado, banido de sua própria terra. Os diretores acompanham lideranças guajajara (ou tentehar) em sua resistência contra invasores, ao mesmo tempo em que expõem o quadro mais amplo de retrocesso político, social e civilizatório que resultou na (e é resultado da) ascensão da extrema-direita ao poder.

 

[Fonte: http://www.outraspalavras.net]

Ironie du sort- et surtout des aléas de la distribution : le premier film de la singulière Ulrike Ottinger à être distribué en France est son plus classique. Il est cependant une introduction ad hoc à son travail inclassable

Écrit par Xanaé BOVE

De plus, il fait le point sur ses jeunes années dans notre aimable capitale quand Paris était le fief de l’intelligentsia et non des sacs Vuitton et macarons Ladurée.

Film-hommage, film-collage (une expression que la cinéaste, photographe et plasticienne, emploie volontiers pour qualifier son travail), il convoque des archives qui ont le mérite et la beauté pas seulement de reconstituer le parcours de la jeune artiste venue à Paris de 1962 à 1968, mais un Paris méconnu, intellectuel, engagé -un Paris provisoirement gagné.

Pas encore assez reconnue dans la capitale de Bourdieu et Althusser dont Ottinger suivit les cours, la cinéaste est culte outre-Rhin et a reçu nombreux hommages et rétrospectives, dont un prix couronnant son œuvre à la dernière Berlinale où Paris calligrammes fut présenté et acclamé. Il a lui-même gagné le prix du du meilleur documentaire au festival SWR.

Iconoclaste et baroque, à l’instar de son confrère et ami Werner Schroeter, Otinger est un modèle reconnu de Mattew Barney pour ses Cremaster et très appréciée de ses collègues Richard Linklater, Bertrand Mandico, Marie Losier. La réalisatrice allemande de 78 printemps totalise 26 films, dont une mythique trilogie berlinoise regroupant un casting affolant comme Nina Hagen, Veruschka, Delphine Seyrig, Tabea Blumenschein, Eddie Constantine, deux habituées de ses compère Fassbinder et Schroeter : Irm Herman, Madgdalena Montuzema.

Paris calligrammes, né d’un triple partenariat, France Allemagne et l’Ina. Il est donc le premier film d’Ulrike O à sortir sur nos écrans, nonobstant les nombreuses rétrospectives (Pompidou, cinémathèque, Festival de Films de Femmes à Créteil…).

Ottinger s’y raconte en reconstituant le Paris des années 60 qu’elle a connu, centré en particulier sur une librairie, Calligrammes, dirigée par Fritz Picard, où elle a rencontré des avant-gardistes allemands et français, issus de la littérature et de l’art. Elle fait revivre cette période de réveil artistique, politique et social et en quoi ça a influencé ses films à venir, dont le spectateur non initié aura la chance d’avoir un échantillon ici.

Fritz Picard

Une bonne mise en bouche pour découvrir le travail d’une cinéaste inclassable et pas assez reconnue. Peut-on être inclassable et faire un film classique et passionnant? La réponse est oui! Ce beau documentaire-essai est comme du velours : doux, suranné, cocon accueillant pour le spectateur qui va prendre la machine à remonter le temps, du temps où l’on prenait le temps, le temps des tableaux qui parlent-cf l’archive au musée du Louvre. Ce qui est parfois décroutant et souvent charmant, c’est que se télescopent des souvenirs évidents qui pourront faire sourire le parisien aguerri (Barbara, Gréco, Dutronc, les enfants du paradis) et des raretés. Fanny Ardant est son alter ego vocal et nous plonge dans ce Paris des 60s avec un texte poétique et généreux, qui convoque astucieusement de belles archives du passé. Ainsi, on découvre ce lieu mondialement connu et disparu: la librairie Calligrammes, rue du Dragon, dédiée à la littérature allemande et fondé par un juif exilé, Fritz Picard : un asile pour juifs, artistes, intellectuels et exilés politiques, tels Paul Celan, Tristan Tzara, Julien P. Monod (le grand-père de Jean-Luc Godard), Hans Richter et l’écrivain et artiste, Walter Mehring, à qui Ottinger rend un vibrant hommage grâce aux archives. C’est toute la scène artistique de Saint-Germain-des-Prés qui défile, invoquée par la mémoire de la cinéaste. On pénètre dans des lieux d’initiés, tels les ateliers de ses amis, artistes et mentors Johnny Friedlaender et Ossip Zadkine. On se retrouve téléporté à l’inauguration de la Cinémathèque française en 1963, en compagnie d’Henri Langlois and Mary Meerson. Les allers-retours passé présent sont fluides et la cinéaste qui a toujours composé la (très sophistiquée) image de tous ses films sait rendre magique des éboueurs en plein ballet…de balais ou des vues d’un Paris qu’on croit connaître par cœur et qu’on redécouvre à travers ses yeux. Enfin, ce n’est pas seulement une flânerie esthétique et cultivée, mais aussi un retour sur des événements politique majeurs : la guerre d’Algérie, mai 68, le théâtre de l’Odéon, dirigé par Madeleine Renaud et Jean-Louis Barrault et leurs choix courageux et engagés…

Malicieuse et pleine d’idées comme une toute jeune artiste, la quasi octogénaire a reconstitué la vitrine de feu Paris Calligrammes avec ses propres livres, avec la bénédiction de ses propriétaires actuels. Elle entame son récit avec une citation du poète Victor Segalen :

« Ville au bout de la route et route prolongeant la ville : ne choisis donc pas l’une ou l’autre, mais l’une et l’autre bien alternées. »

Paris Calligrammes est un entrelacement réussi du passé et du présent, du personnel et de l’universel, de l’infiniment grand et de l’infiniment petit. En espérant que ce documentaire, bien plus singulier qu’il n’y parait -sous ses faux airs classiques, inspire des distributeurs pour enfin sortir en France, les films d’Ulrike Ottinger.

 

[Images: Ulrike Ottinger – source : http://www.culturopoing.com]