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El escritor peruano Diego Trelles publica ‘Bioy’, una novela policiaca ambientada en la dictadura de Fujimori e influenciada por la literatura del ‘boom’ y el cine

El escritor peruano Diego Trelles

Escrito por VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

Hace 40 años, el escritor mexicano Carlos Monsiváis afirmó que las novelas policiacas no podían tener éxito en América Latina porque la sociedad desconfía de la justicia. Pero el peruano Diego Trelles Paz se ha propuesto demostrar lo contrario. Durante cinco años se dedicó a escribir Bioy, la historia en la que Humberto Rosendo, un agente del Servicio de Inteligencia de Perú se infiltra en la mafia limeña con la intención de llegar hasta el capo Natalio Correa a través de Bioy, el enigmático líder de una sanguinaria banda. Trelles partió de la tradicional estructura anglosajona del género, le agregó rasgos particulares de la ficción hispanoamericana y así obtuvo el Premio de Novela Francisco Casavella 2012 otorgado por la editorial Destino, quien ya ha puesto el libro en circulación.

Diego Trelles vivía en Magdalena del Mar, a las afueras de Lima, en un barrio “donde había violencia y mucha droga”. Cuenta que por eso su obra refleja “cómo es crecer primero con los apagones y el terrorismo y el fuego cruzado de la guerra interna, y luego con la dictadura fujimorista que formalizó la mano dura y lo degradó todo”. Ya antes, en 2005, se había ocupado del tema en El círculo de los escritores asesinos, donde narra la implicación de unos jóvenes creadores en la muerte de un crítico literario. “La violencia ha estado presente en mi vida desde niño y lo sigue estando: Perú es un país que ha crecido mucho económicamente pero en el que persiste la injusticia, la pobreza, el racismo, el clasismo”. Estudió periodismo y literatura y cine. Está orgulloso de su afición por las películas y en un libro como Bioy se nota esa influencia audiovisual. Hay otras fuentes, sin embargo, que nutren su escritura: “En mi caso, es importante la poesía para darle plasticidad y ritmo a la prosa; el cine, entre otras cosas, para plantear las acciones como puestas en escena y jugar con el punto de vista; y la música, para construir partes del texto como pequeñas sinfonías que lleven armonía o solo ruido”. Pero también hay autores concretos de los que dice aprender constantemente: Roberto Bolaño, Mario Vargas Llosa o Cormac MacCarthy, por ejemplo. “Yo decidí ser escritor luego de leer Los cachorros de Vargas Llosa. Mucho se ha dicho de ese ánimo desmitificador que tenía Bolaño con los escritores del boom pero bastaría leer su prólogo a Los cachorros y Los jefes para darnos cuenta de que Bolaño era un gran admirador de la obra de Vargas Llosa. No creo, por otra parte, que exista nadie actualmente que tenga la fuerza y la destreza formal que tiene McCarthy. Mientras escribía Bioy, que abre y cierra con epígrafes de este autor, era muy claro para mí que buscaba ese tono casi macabro y ponerle pequeños retos al lector”.

Hace cuatro años, Diego Trelles se encargó de elaborar una antología de un grupo de narradores latinoamericanos nacidos entre 1970 y 1980 en El futuro no es nuestro. En el prólogo del libro, Trelles sostenía que él y sus coetáneos pretendían alejarse de la “novela total” propia de los autores del boom. ¿Pero ahora con Bioy no ha derribado esa afirmación? “Es cierto que se ve con cierta lejanía la ‘novela total’ porque, en un mundo tan disperso, parece necesario romper con esa concepción totalitaria de la novela como una herramienta que analiza y muestra el rostro de un país en un periodo extenso de tiempo y en toda su complejidad. Con Bioy me sucedió algo curioso: nunca fue mi objetivo escribir una obra que se acercara a la ‘novela total’ pero, conforme la iba escribiendo, la historia, las peripecias y los mismos personajes empezaron a demandar cierta forma que, en términos de técnica, tiene mucho de la estética de los escritores del boom”.

Trelles publicó su primera novela en 2001: Hudson el redentor, una historia acerca de los avatares de un grupo de jóvenes cuya vida transcurría entre la violencia, las drogas y el fracaso. Y a partir de entonces, este tipo de personajes, lugares y eventos dominan su producción literaria, quizá para desprenderse de aquella afirmación de Monsiváis. “Lo que él planteaba es muy interesante pero luego la historia nos mostró que, ni siquiera con las feroces dictaduras que destrozaron esa concepción de la ley y del policía como fuerzas protectoras del ciudadano, el género policial se dejó de escribir. Se produjeron libros policiales atípicos, heterodoxos, en donde a veces ni siquiera hay detective. Concebir un cuento en donde el mal triunfe sobre el bien y el delincuente engañe intelectualmente y mate al detective, ¿qué fue sino una preciosa bomba para el lector cotidiano de policiales anglosajones?”

 

[Foto: CRISTINA MARTÍNEZ – fuente: http://www.elpais.com]

 

Los músicos de éxito pueden arrojarse encima del público en sus directos; los escritores, a lo sumo, pueden arrojar sobre el lector sus palabras… y en diferido

Una imagen de uno de los carteles promocionales de la gira de Mariana Enriquez, que se asemeja al cartel de un ‘tour’ musical. CEDIDA POR LA EDITORIAL ANAGRAMA

Escrito por SERGIO C. FANJUL

¿Saben esos carteles enormes donde se anuncian las fechas de las giras de las grandes bandas de rock? ¿Esos anuncios tamaño sábana donde se da cuenta de los estadios que recorrerá Luis MiguelDavid Bisbal o la última estrella del reguetón? ¿Esos enormes papelajos empapados en cola que aparecen en los espacios intersticiales de los muros, a veces acumulando capas y capas de papel pegajoso como un sustrato geológico?

La editorial Anagrama ha anunciado así la gira de presentación del nuevo libro de Mariana Enriquez, y así amanecieron un día Barcelona y Madrid, repletas de esos grandes carteles en los que esta vez no se promocionaba a una rockstar revientaestadios sino a una escritora que iba a hablar en pequeñas librerías y bibliotecas. Está bien traído, porque Enriquez, además de novelista, ha cultivado con pasión el periodismo roquero: hasta ha publicado un libro sobre su “historia de amor” con la banda Suede.

“Mariana Enriquez ha cogido una fuerza increíble y se ha convertido en un referente literario internacional. En los eventos que celebra y las presentaciones de libros, recibe fan art [obras de arte hechas por los fans], pulseras, muñequitos, discos que le regalan sus seguidores, fenómenos más recurrentes en el mundo de la música, pero no tanto en el de la literatura”, dice, Rafael Luna, director de marketing de Anagrama, en referencia a la inspiración de la campaña.

Cartel de la campaña de Mariana Enriquez, en el centro de Madrid. CEDIDO POR LA EDITORIAL ANAGRAMA

Es una idea fresca y sorprendente, una sorpresa que no se veía desde que Kiko Matamoros se puso a prescribir libros, y resulta que eran libros buenos. Y pone a competir a la alta literatura en el campo de la cultura pop de masas. Seguro que algún peatón despistado ha pensado en un primer momento que Enriquez no es una escritora, sino la última sensación del tecnopop con autotune: la estará buscando en Spotify en vez de bajársela en el Kindle. Qué diferentes son las formas de socialización en la literatura y en la música, y qué diferente es la vida pública de sus artífices más exitosos.

Los escritores, escuché decir una vez, son gente que escribe en pijama para gente que lee en pijama. De una soledad a otra soledad, cadena del libro mediante. Un mundo que sale de un cerebro para meterse en otro de otra manera. Falta épica, hay poco cuerpo, los escritores no escriben en vivo: mucho teletrabajo, poco presencialismo. La lectura es un vicio íntimo, personal e intransferible. En cambio, los músicos pueden compartir sus creaciones en un ambiente de euforia y comunión, como el que se da en un concierto. En ocasiones se arrojan encima del público en sus directos. Los escritores, a lo sumo, pueden arrojar sobre el lector sus palabras… y en diferido.

Al escritor Ray Loriga le llamaron ‘estrella del rock’ en ‘The New York Times’. INMA FLORES (EL PAIS)

Durante buena parte del siglo XX la literatura española fue asunto de señores muy serios, con mucho traje y poco pelo, que jamás movían la pelvis, como si la literatura no fuera una fiesta. Aun así, algunos escritores han sido tachados de rockstars, como lo fue Ray Loriga en The New York Times. La pose la tiene. También la tiene Michel Houellebecq, apático como un Lou Reed crepuscular. Tal vez Hunter S. Thompson, con su periodismo gonzo y sus experiencias desfasadas y lisérgicas, pueda acumular las anécdotas que se acumulan en una banda de punk descerebrada y drogata.

Los poetas simbolistas franceses, con sus pasiones fatales y sus vidas de bohemia, láudano y absenta, bien podrían ser precursores de los roqueros malditos; de hecho, una vez vi a Patti Smith leyendo poemas de Rimbaud (y un relato de Bolaño, otro maldito) en La Casa Encendida de Madrid. Lo cierto es que Enriquez, de frecuente negro y melena canosa, también daría el pego como frontwoman de una banda gótica de esas que le gustan. Pero no es lo mismo. “Nunca he sido una estrella del rock, no sé tocar ni la bandurria”, dijo una vez Loriga en La Sexta. Y luego está Bob Dylan, que ganó el Nobel de Literatura.

La escritora argentina Mariana Enríquez retratada el 21 de noviembre de 2023 en Ciudad de México. HECTOR GUERRERO

Los roqueros, por ejemplo, pueden pedir al camerino pollo asado, bourbon y cocaína. Los escritores, en sus festivales literarios y presentaciones, que vienen a cubrir, de forma sosegada, las necesidades de socialización de una disciplina que implica tanta distancia, no suelen tener camerino, y lo que les ponen en la mesa redonda es una botellita de agua sin gas (luego, con suerte, los invitan a cenar). En el festival de música la gente se pasa demasiadas horas (o días) sin dormir. En los eventos literarios corres el riesgo de dormirte a la mitad.

Una idea de merchandising para campañas venideras: camisetas de los autores, como las ubicuas camisetas de los Ramones, que vendieron más que sus discos. ¡Mucho mejor que un marcapáginas!

[Fuente: http://www.elpais.com]

México siempre ha sido un país turístico, pero su capital solía ser la escala para llegar a zonas como Cancún. Ahora es el destino, sobre todo para nómadas digitales. Una ciudad que tiembla cada cierto tiempo como para recordar que está más viva que nunca

El Ángel de la Independencia en el Paseo de la Reforma en Ciudad de México.

Escrito por ANA PAULA TOVAR

México significa “el ombligo del lago de la luna” en lengua náhuatl. El hermoso mito fundacional de la civilización azteca (o mexica) remite a que su tierra era el eje del universo, un potente imán sobre el que giraba el mundo. Y justo en el centro de ese ombligo levantaron la actual Ciudad de México, la majestuosa capital construida sobre lagos y canales. Casi mil años después, ya casi seca, superpoblada, con terremotos y contaminación, mantiene a pesar de todo un magnetismo y atractivo como pocas metrópolis. Sobre todo, a raíz de la pandemia. Lo que empezó como una escapada a un destino sin apenas restricciones para muchos extranjeros con dinero y posibilidades de trabajar a distancia, se ha acabado convirtiendo en un desembarco masivo.

Durante estos últimos cuatro años se ha triplicado el número de los llamados nómadas digitales en el país, el que más ha recibido en toda Latinoamérica, según apunta un análisis de la firma Restart. La mayoría de ellos, de origen estadounidense y con destino a la capital. La cercanía del vecino del sur, un clima siempre templado, unos precios asequibles pagando en dólares, exuberantes espacios verdes y una formidable oferta cultural han vuelto a aupar a Ciudad de México como uno de los ombligos del mundo.

La colonia Roma, uno de los barrios donde más se nota la transformación de la ciudad, siempre ha olido a tacos callejeros, esmog y aguas de drenaje, sobre todo durante la temporada seca, antes de que empiecen las lluvias del verano. Actualmente, ese olor se mezcla con las esencias de una perfumería francesa-neoyorquina con frasquitos de colonia que se venden por hasta 600 dólares. La tienda Le Labo está en el número 138 de la calle Colima, uno de los epicentros de la gentrificación, donde se han multiplicado las hogazas de masa madre, las cafeterías de especialidad, las tiendas de vinilos y de vinos naturales… La Roma se vistió de beige y llegaron miles de extranjeros. No es que antes no vinieran, México siempre ha sido turístico, pero su capital solía ser la escala para zonas como Cancún. Ahora es el destino.

Transeúntes juegan en las fuentes del Monumento a la Revolución.

A los extranjeros —y también a los mexicanos de clase alta— se les suele llamar “güeros”, un adjetivo que significa rubio o de piel blanca. Alejandro Hernández, director de la revista Arquine, referencia en arquitectura y urbanismo en Latinoamérica, asegura: “Sí, noto a más vecinos extranjeros porque vivo en la Condesa”. Esa es otra de las zonas de moda, pegada a la Roma. Los güeros suelen formar un círculo concéntrico que abarca también Juárez, San Rafael o Escandón.

Estos barrios llenan las páginas de las guías turísticas, casi al margen de otra ciudad de más de nueve millones de personas que, muchas, viven al día, sufren el tráfico del infierno y el encarecimiento de los alquileres y de la vida en general. Un ranking publicado el pasado mes de enero por The Economist colocaba a la capital mexicana por encima de ciudades como Milán o Washington en cuanto al costo de la vida —en concreto, la decimosexta urbe más costosa del mundo—, precisamente por la oleada de extranjeros ricos. Según Hernández, sería más correcto llamar a la gentrificación “aburguesamiento”, porque solo la clase más alta puede vivir en ciertas zonas de la ciudad. Él habla claro sobre un fenómeno que no es nuevo, pero que se ha acentuado: “Los que se quejan de la gentrificación fueron antes gentrificadores”. La llegada de nómadas digitales fue impulsada en un inicio por el propio Gobierno de la ciudad, que en 2022 firmó un acuerdo con Airbnb. Ante la proliferación de alojamientos turísticos, el Gobierno echó el freno un año después. El potencial de la ciudad en el sector inmobiliario es gigante y va más allá del puñado de barrios de moda que conservan fabulosas casas art déco.

Vista del lago central de la primera sección del Bosque de Chapultepec el día 18 de febrero de 2024. El bosque de Chapultepec es el pulmón más grande de la zona metropolitana del valle de México, ha quedado al centro de la ciudad y funciona como parque recreativo y de proyectos culturales y artísticos.

Los apasionados de la arquitectura pueden saciarse en el Jardín Escultórico del UNAM, un circuito al sur de la ciudad que alberga esculturas de gran dimensión en medio de piedras volcánicas. También pueden visitar muchas de las coloridas y ascéticas casas de Luis Barragán (el único premio Pritzker de arquitectura mexicano) o impresionantes edificios brutalistas como el Museo Rufino Tamayo, clavado en el Bosque de Chapultepec. Este parque urbano es un gigante dos veces mayor que el Central Park de Nueva York y está en plena remodelación para convertirlo, además, en un gran espacio cultural, que ya cuenta con el único castillo colonial del continente. Es la joya verde de la ciudad.

De vuelta a la Roma, el chef Lucho Martínez acaba de abrir una de las últimas sensaciones del barrio: el restaurante Ultramarinos Demar, inspirado en las marisquerías de los años cincuenta del siglo pasado. Barras metálicas, muros de terrazo rosado y vajillas de cristal, junto con una carta dedicada a suculentos mariscos. Martínez lleva cocinando desde hace 20 años, y su estilo refleja el México actual: “No hacemos solo moles, tenemos muchos ingredientes y sabores que ofrecer”. Esta frase la cumple en el aliño de sus almejas: vinagreta de soja, jengibre y chiltepín, un chile tan pequeño como picante.

Visitantes en el mirador Torre Latino, en Ciudad de México.

La gastronomía mexicana es vasta y sofisticada. Ciudad de México condensa la sazón de otras regiones y de migrantes que por décadas llegaron a este ombligo para enriquecer su oferta culinaria. Todo un abanico de opciones, en todos los rangos de precios. De las quesadillas callejeras de huitlacoche (un sabroso hongo incrustado en el maíz) a los tacos al pastor, el famoso rol de guayaba de Panadería Rosetta (Colima, 179), los bufets chinos (que retrató Roberto Bolaño), las cantinas españolas y hasta el lobster roll de Ultramarinos Demar, que algunos dicen supera al que se come en el sótano del Chelsea Market de Manhattan. El prestigio de la alta cocina mexicana se refleja en la última clasificación de The World’s 50 Best Restaurants: dos restaurantes de la ciudad están entre el top 13 (Quintonil y Pujol) y Elena Reygadas, la fundadora de Rosetta —también en la calle Colima—, ha sido distinguida como la mejor cocinera del mundo.

El chef mexicano Lucho Martínez en la cocina de su restaurante, el 21 de febrero,en Ciudad de México.

La comida es uno de los mayores reclamos, pero la riqueza de la cultura mexicana se materializa de muchas formas y tradiciones. Perla Valtierra es una diseñadora industrial que ha hecho de un jarrón de cerámica algo funcional y hermoso a la vez. “Hago objetos con técnicas tradicionales y materiales locales”, cuenta. Después de un periplo internacional, montó hace cuatro años su taller y es un ejemplo de las nuevas propuestas inspiradas en la larga tradición artesanal del país. “México está chingón, cada vez hay más gente, más opciones y más energía, y eso genera nuevas conversaciones”, concluye Valtierra.

Efervescencia creativa

Perla Valtierra en su galería en Ciudad de México.

El combo arquitectura-arte-urbanismo es poderoso. En Atlampa, un barrio con carácter industrial, la Fundación Casa Wabi recién construyó un complejo con salas para exhibiciones, taller de arte y oficinas, diseñado por Alberto Kalach. Un edificio de concreto y ladrillo con escaleras de metal que le hace eco a las obras del interior. “El proyecto arquitectónico es un parteaguas, queremos que más personas se acerquen a zonas desconocidas”, explica la directora de la fundación, Carla Sodi. Casa Wabi apoya el movimiento artístico emergente: “Queremos crear oportunidades para que vengan artistas de cualquier parte del mundo. México tiene el clima ideal, y nuestra calidez genera comunidades, y eso es vital para el arte”, añade.

A lo largo del siglo XX la ciudad atrajo a oleadas de creadores. Luis Buñuel, Leonora Carrington o Francis Alÿs son algunos de los que, en otra época, hicieron de esta urbe su hogar para desarrollar exitosas carreras. Esto continúa sucediendo. La capital es la sede de Zona Maco, la mayor feria de arte contemporáneo de Latinoamérica. Y antes incluso de que la ciudad cambiara de nombre en 2016 hay un lema que corría por los pasillos arties: “El DF es el nuevo Berlín”.

Vista de la obra permanente del estudio Bosco Sodi en el edificio Sabino 336 de Ciudad de México el día 16 de febrero de 2024. El edificio construido y diseñado por el arquitecto Alberto Kalach alberga a la fundación Casa Wabi y al estudio de arte contemporáneo Bosco Sodi, con oficinas y una muestra permanente de escultura y plástica.

Para Alicia Gutiérrez, directora de Membresías de Soho House Latinoamérica, la capital mexicana “era una elección natural por su historia cultural, su diseño y arquitectura únicos, su dinámica escena culinaria, y mucho más”. La sede, en la colonia Juárez, es una casona porfiriana que nunca estuvo abierta al público, y ahora tampoco. Un lugar precioso que solo pueden disfrutar los miembros del exclusivo club, fundado en Londres en 1995. Pasaron casi 30 años para que la compañía construyera en América Latina su sede número 42. Su objetivo: “Reunir a creativos en busca de inspiración”, dice Gutiérrez, y como regla eligen espacios imponentes. La casa mexicana no es la excepción. La propiedad, remodelada por el estudio de arquitectura Sordo Madaleno, conserva su esencia afrancesada, por eso sobresalen elementos como sombrillas bicolores de la piscina, salones alfombrados y elegantes candelabros. La llegada de Soho House es una muestra más de la efervescencia de la ciudad.

La sede de Soho House Mexico, en la colonia Juárez.

Hay urbes elitistas, enormes, contaminadas, bellas, violentas, históricas, sucias, modernas, diversas, musicales, melancólicas, populares… Ciudad de México es eso y más, es un monstruo que desde un avión parece infinito y a nivel del suelo es surreal. El escritor Juan Villoro ha llamado a ese efecto “el vértigo horizontal”. Es tan única que tiembla cada cierto tiempo para recordarle a sus pobladores y a sus visitantes que está más viva que nunca.

 

[Fotos: HECTOR GUERRERO – fuente: http://www.elpais.com]

Escrito por María Sirvent

Hay una boca
abajo de tu boca,
hay otro tiempo
abajo del tiempo

Las cosas que no existen
están abajo de otras cosas que tampoco existen,
los deseos truncos y atroces
se apilan sobre otros deseos
truncos y atroces

(Germán Gallo)

«Siempre me gustó mucho Borges y siempre me gustó mucho la tecnología. El Borges de Bioy Casares es un libro muy difícil de conseguir. Comprarlo es casi imposible en Argentina, no se consigue, las ediciones que quedaron de esa primera tirada valen unos 600 USD. Lo que pasó fue que se publicó el libro completo y, después, un grupo de herederos, no sé si de Bioy Casares o de Borges, decidieron que no querían que se siguieran publicando algunas cosas que aparecían en ese diario. Se publicó entonces una versión reducida del mismo, que contiene como el 20% del diario completo. A mí siempre me interesó el diario completo, donde está todo sin filtrar, y cuando lo encontré en digital, lo empecé a leer y vi que tenía esta cosa de inaccesible, porque es muy grande, y lo leía un poco como el I Ching, por usar una metáfora que alguien dijo: abro acá y veo lo que haya. En paralelo, empezó toda esta movida de la inteligencia artificial, que me gusta muchísimo. Yo no sé programar, pero con la ayuda de una inteligencia artificial me puse como desafío ver si podía transformar todo ese diario en una base de datos a la que se pudiera acceder desde un buscador, sin saber programar. Increíblemente funcionó. Yo pensé que no iba a funcionar, pero funcionó». El 25 de abril de 2023, el poeta argentino Germán Gallo (Buenos Aires, 1990) anunció en su cuenta de Twitter que había desarrollado con inteligencia artificial un buscador gratuito del agotadísimo diario de Adolfo Bioy Casares sobre Borges.

25.04.2023 

@germangallo: Entre 1947 y 1989 Bioy Casares registró en un diario increíble cientos de reflexiones y charlas junto a su amigo Borges. ¡Ahora podés buscar lo que quieras en ese diario!

El monumental Borges de Adolfo Bioy Casares (Destino, 2006), con cerca de mil setecientas páginas, narra con una minuciosidad pasmosa los encuentros y las conversaciones que los dos amigos y compañeros literarios mantuvieron durante más de cuarenta años. La obra no funciona solamente como un retrato del Borges más íntimo, a quien Bioy consideraba la persona más inteligente que conocía, sino también como la crónica de una época y de una amistad única. Podríamos verla incluso como un curso avanzado de crítica literaria o, en algunos momentos, como una especie de Sálvame intelectual del siglo XX. Hay algo adictivo en poder leer a Borges sin tener que leer a Borges, en averiguar lo que opinaba de cualquier tema sin ningún tipo de filtro, especialmente sobre otros escritores, en verlo de pronto discutiendo sobre Shakespeare o Dante o preparando prólogos y conferencias, pero también en destrozar su leyenda y poder imaginarlo en momentos mucho más mundanos:

1969. Miércoles, 22 de octubre. Ciego, los demás no existen para Borges. Se desnudaba delante de todo el mundo en la playa de Mar del Plata, hace pis en mi cuarto de baño sin cerrar la puerta y ayer conversaba cómodamente con Guerrero Marthinheitz, por Radio Belgrano.

25.04.2023 

@germangallo: Nota random: no sé programar. Armé el proyectito con GPT + la ayuda de mi amigo Patricio.

La edición de los diarios de Bioy estuvo al cuidado del editor Daniel Martino y según me cuenta Germán Gallo, es absolutamente imposible de conseguir en librerías. En una rápida búsqueda en Internet, compruebo que el precio de un ejemplar de segunda mano de la edición completa, la del 2006, llamada también el BORGES Maior, alcanza los 600 euros tranquilamente, y que una edición de segunda mano de la versión reducida, el BORGES Minor, se sitúa en los 250 euros.

Le confieso a Germán que estoy entusiasmada con esta especie de Google de Borges que ha hecho, www.comeencasaborges.org, en el que se pueden realizar búsquedas de dos maneras, por palabra clave o mediante una opción llamada «Ver 5 entradas al azar», que es una especie de lotería borgiana, algo parecido a un «Voy a tener suerte». Si pudiera, pasaría tardes enteras en el buscador de Gallo, poniendo palabras clave y leyendo todo lo que sale: KodamaBeckett, idiota, Yeats, amor, Cortázar, culo, Kipling, poemas, testículos, Perón, playa, Neruda.

Le pregunto a Germán si ha tenido algún problema legal con el buscador y me dice que no, pero que en su día recibió un par de mensajes agresivos de Daniel Martino, el editor de la obra, la persona a la que Bioy le dejó sus diarios:

«Bioy era muy detallista y tenía diarios sobre un montón de temas. El editor filtró todo lo que hablaba de Borges y editó el libro completo, el que no está filtrado. Pues a él no le gustó que esté publicado con mi buscador, pero no pasó más de eso. Yo le expliqué a Martino que, en realidad, yo no gano plata con esto, la pierdo porque tengo que pagar el servidor. Simplemente lo hice para que la gente pueda acceder a un libro al que no se puede acceder de otra manera y que es súper valioso. Martino estaba bastante enojado con el tema. No sé si seguirá enojado, imagino que no».

Aprovecho la ocasión para lanzarle a Germán la bomba que no se espera: le digo que conozco sus poemas desde hace muchos años, al menos los poemas publicados en su blog de poesía abandonado Toda la sangre a la cena, que mantuvo activo desde 2009 hasta 2014. Se sorprende. No sé si soy una especie de fan. Le cuento que lo descubrí por puro azar hace años y que algunos de sus versos se me quedaron pegados y me han acompañado a lo largo del tiempo. A menudo he visitado su blog para recordar algún poema, parar leerle algunos versos a alguien, como quien enseña un tesoro, pero sobre todo para ver si lo había reactivado, si había vuelto a escribir. Nunca me llevé esa alegría. El poeta argentino Germán Gallo había dejado de escribir, al menos en ese blog, en 2014, a la edad de veinticuatro años.

Le recuerdo que hace diez años se definía a sí mismo en internet como un fundamentalista de Borges y de Woody Allen y como un poeta «inseguro y enmascarado». Me confirma que Borges sigue siendo su escritor favorito, su lugar seguro («Me gustan mucho sus cuentos, su poesía, sus ensayos. Es un escritor que me gusta de manera integral»), pero que a día de hoy no se definiría como un poeta, aunque confiesa que en los últimos tiempos está volviendo a reconectar con la poesía.

¿Por qué deja de escribir un poeta a los veinticuatro años?

Me cuenta su hipótesis, bastante convincente: por nada. Nada concreto. La vida.

Germán Gallo estudió Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires. En el año 2012, a la edad de veintidós años, fue incluido en una muestra de nuevos poetas de Buenos Aires, nacidos entre el 82 y el 90, seleccionados por Rocío Wittib, colaboradora de Círculo de Poesía, entre los que se encontraban Lucio L. MadariagaSantiago Rouaux, Luz Marchio, Tom Maver y Luciana Reif. En el 2015, se lanzó la antología Pasarás de moda: 35 poetas jóvenes en español, donde Germán Gallo figuró junto a otros poetas seleccionados por Enrique Adrián MartínezLuna Miguel y Jesús Carmona-Robles, como Berta García Faet o Robin Myers.

Después de eso, nada. Nada concreto. La vida.

Le digo que gracias a su buscador he leído un texto que me gusta mucho en el que Borges opina que no hay poemas malos, sino poemas no concluidos:

1948. Dice Borges. «Al ver los poemas tempranos de Yeats —buenos al cabo de veinte años, tras muchas correcciones—, he pensado que los escribió para llegar a esta forma: son poemas que han necesitado toda la vida del autor para llegar a la forma perfecta. Tal vez no haya, en la mente de los poetas, poemas malos; tal vez en casi todos los poemas malos habrá un poema bueno, que movió a escribir al autor. Yeats empezó a escribir los suyos porque confusamente los adivinaba como son ahora, como quedaron después de las últimas correcciones; los poemas malos serían poemas no concluidos».

Comentamos el fragmento. Germán lo desmenuza poco a poco. Le parece una idea hermosa: «Tiene esto de no juzgar, de no atribuir a la acción de escribir un juicio de valor directamente. Y después tiene algo de esperanza, reflejada a través del trabajo. Destaca el trabajo persistente para lograr lo que logró al final».

Le digo que me parece que, de alguna forma, Borges en ese párrafo está convirtiendo a todo el mundo en poeta. Que nadie se salva de ser poeta. Me recuerda un poco a algo que le escuché decir a Bolaño acerca de las novelas malas en una entrevista, que se podía aprender de ellas, que, aunque estaban mal escritas, contenían a menudo ideas interesantísimas.

Le pregunto a Germán si todo poema es una trampa, tal y como escribió en su poema «Origami», uno de mis favoritos, donde veo o quiero ver referencias borgianas: pliegues y laberintos que desafían la comprensión («no hay puertas: todo se bifurca»), la multiplicidad de las experiencias, la polifonía («no puedo hablar con mi voz, solo con mis voces») la repetición y la exploración constante («se trata de leer de releer de retroleer de protoleer de urleer»).

—¿Te cuento de dónde viene este poema?—me dice.

¿Qué más puede pedir una especie de fan que lleva diez o quince años visitando tu blog de poesía abandonado?  Pienso.

Me dice que cuando escribió este poema, «Origami», estaba aún estudiando en la facultad y había leído Ficciones barrocas de Carlos Gamerro, un libro de ensayos sobre literatura argentina, donde analiza a escritores con rasgos estilísticos bastante parecidos, como Borges, Silvina Ocampo o Bioy Casares, desde una óptica bastante disruptiva, porque siendo escritores del siglo XX, los categoriza como escritores barrocos. El análisis de Gamerro es, según me cuenta Germán, «que lo que tenía el barroquismo como definición, esto que catalogamos de exceso de esteticismo o de ornamento, es en realidad una búsqueda de no controlar el sentido, de permitir la multiplicidad de eventos simultáneos a través de recursos visuales superpuestos. Gamerro dice que estos escritores escriben de tal manera que sus sentidos siempre están como fugándose y sucediendo en muchos niveles al mismo tiempo. A través de esa idea, bastante robada en cierta manera, llegué a esta idea de poema».

Continúa Gallo: «Si yo tengo la idea de un poema para decir que la muerte es triste, y estoy enredando el poema, pero al fondo solo quiero decir que la muerte es triste, tendría que escribir solamente «la muerte es triste». Creo que una falencia a veces de un poema es cuando, para transmitir una idea o un concepto, estás usando una estructura compleja. Si la idea es simple, tu estructura debería ser simple. En consecuencia, siento que un poema, en general, o por lo menos la poesía que me interesa a mí, suele tener una riqueza de ideas o muchas ideas de manera simultánea, y en ese sentido me parece que cumplen su objetivo de ser poemas y no un aforismo o una frase, porque superponen muchas cosas. Llegando a la idea de la trampa, creo que tienen algo de trampa. Los poemas que más me gustan tienen las dos cosas: parecen simples; es decir, los lees y hay una idea que entender, y podrías quedarte con esa trampa y listo, este es el poema, o podría ser mucho más que eso y tener este nivel de pliegues o capas de manera mucho más extensa, que es, creo, donde empiezan a ganar riqueza».

Me voy a su buscador. Gracias a él puedo encontrar en pocos segundos una reflexión de Borges acerca de la literatura que casa muy bien con las reflexiones de Gallo. Dice Borges que la literatura «es un juego en el que se hace trampa, no se observan las leyes».

¿Cuántas veces comió Borges en casa de Bioy? —le pregunto a Germán. Muchísimas veces —me dice.

Numerosas entradas en el diario de Bioy Casares sobre Borges comienzan con la frase «Come en casa Borges». Este nombre resulta sumamente acertado para el buscador desarrollado por Gallo. Tiene incluso más sentido que el título del diario editado por Martino, llamado Borges, a secas. Una búsqueda en Internet me lleva en línea recta a un artículo académico titulado «Come en casa Borges. ¿Qué come en casa Borges?», escrito por Anabel Gutiérrez León (Universidad de Zaragoza). En el artículo se puede leer que «según el registro llevado por el autor, Borges come en casa de los Bioy 1737 veces» y que «Bioy no ofrece nunca información particular sobre el menú».

Hay una sensación de infinito en el buscador de Germán Gallo, en ese no saber en qué página estamos ni cuánto hay detrás o delante del fragmento que aparece en cada interacción. Estamos siempre en el centro de la obra. Hay también algo de infancia en ese hacer clic y esperar que Borges nos sorprenda una vez y otra vez, una y otra vez, con esa insistencia inagotable que tienen los niños cuando encuentran algo que les gusta.

[Foto: Cordon – fuente: http://www.jotdown.es]

 

 

Nada mejor para conocer a alguien que saber de qué se ríe, y lo mismo se puede aplicar a un tiempo. No pocos textos contemporáneos muestran a una Latinoamérica que sigue riéndose, aunque no le sobren motivos para hacerlo.
De las muchas mentiras que se repiten sobre la literatura latinoamericana, la de que no tiene sentido del humor es una de las más verdaderas. Este reproche suele ser inmediatamente refutado con los nombres de los dos o tres autores cuya obra, vaya a saber si de manera voluntaria o involuntaria, provoca risa. Pero las parodias y las burlas a la solemne identidad nacional de Ibargüengoitia, las breves ironías de Monterroso o los ingeniosos juegos de palabras y las cultísimas referencias inesperadas de Cabrera Infante no bastan para compensar dos siglos de retórica rimbombante, de elevadas intenciones espirituales y de urgentes denuncias contra las más terribles injusticias. Aunque uno tenga la risa fácil, la verdad es que el número de poetas atormentados o de mecánicos vanguardistas supera por mucho el número de humoristas, siempre y cuando no entren en la cuenta los despistados y despiadados practicantes del humor involuntario, que tristemente equilibrarían las cosas.

No obstante, el panorama no es tan serio, al menos si partimos de la base de que, si el humor siempre es un malentendido que se muestra, la seriedad es uno que nunca se aclara. La verdad es que muchos de los autores y las obras más importantes de la literatura latinoamericana son humorísticos, o al menos lo son también, pues parece que si alguien o algo hace reír ya no puede hacer nada más. Encima, no está de más de recordar que la novela latinoamericana se inaugura con El Periquillo Sarniento y la autobiografía con las Memorias del padre Mier, dos obras cómicas, la primera por decisión y la segunda por fatalidad, lo que no deja de ser una clasificación útil para los humoristas. Fueron los homenajes, los estudios críticos con innumerables notas al final del libro y los discursos pronunciados al inaugurar una feria del libro o una planta de tratamiento de aguas negras los culpables de propagar la idea de que leer es una actividad trascendental y revolucionaria, pero no divertida. Así, al tímido lector primerizo o al pedante lector experimentado no se les ocurriría sonreír ante un cuento o ensayo de Borges, por ejemplo, cuando el conocimiento esencial para leerlo no es conocer a Plotino o a Burton, sino saber reír.

Borges, a decir de Bolaño, es sobre todo un humorista, y lo mismo podría decirse de Los detectives salvajes, ese hermoso y extenso chiste lírico sobre la juventud perdida. A partir del momento en que se decide que es posible leer literatura y reír, o incluso leer literatura para reír, el respetable oro en que están fundidos los versos más inmortales de las letras latinoamericanas puede convertirse en algo más refrescante, subversivo y perecedero, como un epigrama escrito en un baño público que nadie se atreve a borrar. Liberados de la tiranía de la seriedad, es posible leer la literatura latinoamericana con el ánimo despuesto a reír cuando haya algún verso, párrafo, capítulo o libro capaz de romper el pacto de la solemnidad que los malos maestros de literatura hacen firmar a sus alumnos al obligarlos a memorizar poemas de Gutiérrez Nájera, un gran humorista, por cierto, cuando quería.

Y vaya que entre las bromas metafísicas de Borges y las parrandas poéticas del realismo visceral hay motivos para sonreír, incluso en los lugares menos esperados: en la folclórica novela criollista, por ejemplo, el choque de la realidad del campo venezolano con la teoría civilizada del joven Santos Luzardo en Doña Bárbara es hilarante, y lo mismo puede decirse de La tía Julia y el escribidor o de Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa, escritas en los años más ilegibles del boom; de la obra de Manuel Puig, que construyó su literatura contestataria a partir del humor y la ternura, o de la obra de Nicanor Parra, tan necesariamente cómica, que restituye a la poesía la faceta desacralizadora y por tanto rebelde. Incluso las corrientes en las que el sentido del humor brilla por su ausencia ponen de su parte: nada más apropiado para la parodia que lo que no sabe reírse de sí mismo. La novela de la Revolución mexicana, a la que de por sí el humor no se le daba muy bien –y para colmo ridiculizada sin misericordia y sin querer por los políticos priístas–, fue carne de parodia para Ibargüengoitia en Los relámpagos de agosto, y años más tarde para Álvaro Enrigue en Decencia.

Los ejemplos podrían seguir –con la simpatiquísima Ciudades desiertas de José Agustín, con las mil bromas de Palinuro de México o con Adán Buenosayres, algo más y algo menos que “nuestro” Ulises– hasta alargar el chiste, pero en lugar de practicar un ejercicio de risible erudición continuado hasta el presente sería más interesante reflexionar sobre qué le causa gracia a nuestra época. Nada mejor para conocer a alguien que saber de qué se ríe, y lo mismo se puede aplicar a un tiempo. En una primera impresión, parecería que nuestra época es ridícula sin moderación –todas lo son, vistas a la distancia– y que, a pesar de ello, o precisamente por ello, la risa no es su mayor virtud. Pero si no sabemos reír, y mucho menos reírnos de nosotros mismos, alguna gracia debemos de tener.

Una de las particularidades de estos años, como lo saben quienes entren regularmente a las redes sociales, es la tendencia a victimizarse. No cabe duda de que hay personas y colectivos a los que no les faltan motivos para el reclamo, aunque la victimización, curiosamente, les está vedada, pues esta es un proceso por definición inaccesible a las verdaderas víctimas. Cuando se recuerda que López Obrador o que Trump –el hombre más poderoso de México y el hombre más poderoso de Estados Unidos, que se tomó un respiro de cuatro años– son campeones de la victimización y que dedican buena parte de su estrategia comunicativa a mostrar cómo el mundo injusto se confabula contra ellos para manchar su prístina reputación, queda claro hasta dónde puede llevarse la victimización y, vistos los resultados y las encuestas de popularidad, lo eficiente que resulta como estrategia comunicativa. Hay autores que, compadecidos de sí mismos, la transformaron en subgéneros tan populares como la novela de duelo y la autoficción más quejumbrosa.

Ocupados en mostrar en primera persona todo lo que se sufre –y habiendo olvidado por completo la explotación laboral de las minas de Potosí o las tragedias del campesinado latinoamericano para concentrarse en la durísima vida del aspirante a escritor–, estos autores no se mostraban muy interesados en el humor, no por nada personal, sino porque no encontraban ningún motivo para reír. Piénsese en la novela de duelo: un libro dedicado a la muerte de un ser querido no se presta para las carcajadas, y si bien es cierto que en los velorios se cuentan los mejores chistes, estos no suelen salir de la boca de la viuda o del huérfano. O en la autoficción del aspirante a artista: entre becas rechazadas, premios no ganados y libros no vendidos, lo que menos tendrá ganas de hacer el escritor frustrado será reír, más aún cuando recuerde que los jurados suelen preferir la tragedia a la comedia. Sin embargo, como parece ser que el humor está condenado a serlo en la literatura latinoamericana, hay excepciones, y estas muestran que la solemnidad y la autocompasión no tienen por qué ser el destino inevitable de ningún género.

Tal es el caso, por ejemplo, de Efectos personales (2022), de la argentina Marina Mariasch, en el que narra la vida y el suicidio de su madre, además de su primer año como huérfana. Sobra aclarar que de ninguna manera se trata de un libro humorístico, sin embargo, es un libro repleto de humor, lo que tampoco resulta tan extraño si se toma en cuenta que, según la autora, fue escrito “para evadir el imán de la muerte”, y la mejor forma de lograr un objetivo tan ambicioso es riéndose un poco, sobre todo de sí misma y del personaje en que se convirtió a raíz del suicidio de su madre. Para dar una idea de la mezcla entre humor negro e ironía que impregna el relato de Mariasch, valga la siguiente reflexión y rápido repaso de las escritoras suicidas: “¿Por qué se matan las mujeres? ¿Escribir las mata? ¿O las salva de no morir antes? Ante la cruel encrucijada entre el amor y la angustia tienen la escritura. Se internan en el mar con los bolsillos cargados de libros-piedras, o se toman el elixir del dulce sueño que evocaron, se disparan pistolas de nácar, o respiran la fresca brisa que brota del horno apagado”.

También hay una escritura desesperada en Diario del dinero (2020), de Rosario Bléfari, en el que cuenta su vida precaria como escritora y música en una Buenos Aires siempre en crisis, sin caer en ningún momento en la autoconmiseración. Bléfari anota obsesivamente sus gastos y sus ingresos, en un permanente estado de cuenta bancaria que de gracioso no tiene nada. Encima, está enferma de cáncer, del que moriría poco después, y tiene una hija pequeña. No obstante, en lugar de abandonarse al lamento rutinario del artista precarizado, en su caso en circunstancias especialmente agobiantes, Bléfari convierte su desesperación en un registro cuantitativo de la vida diaria, que se va en gastar en un café con una medialuna lo que se ganó por publicar un reportaje. El absurdo se lleva al límite de forma tal que, al igual que en Efectos personales, acaba dando risa, una risa culpable y angustiada, incómoda y temerosa, que es una de las mejores risas que la literatura puede provocar.

Existe una queja constante –victimista, claro, para asegurar la contemporaneidad–, según la cual ya no se puede hacer chistes sobre nada, pues el humor misógino, racista, homofóbico y clasista ya no se celebra como en sus buenos tiempos. La queja, por fortuna, tiene algo de verdad, y deja al descubierto que el humor no solo tiene un potencial subversivo –el pueblo burlándose del poderoso en el carnaval–, sino que también se ha empleado para ejercer una violencia opresiva. Esta sensibilidad esgrimida ante todo por las nuevas generaciones –aunque más bien habría que hablar de una mínima decencia– ha tenido una influencia clara en la literatura y es posible percibir un cambio drástico en unos pocos años.

Recuerdo cuando leí La marrana negra de la literatura rosa (2010), del mexicano Carlos Velázquez; el libro me encantó y me hizo reír mucho. Sin embargo, hoy releo alguno de sus cuentos y, lejos de hacerme sonreír, me contrarían. Releo, por ejemplo, “No pierda a su pareja por culpa de la grasa”, y encuentro una serie de chistes rudimentarios sobre los gordos o –para yo también sentirme contemporáneo– un texto gordofóbico, que perpetúa los estereotipos sobre los cuerpos no hegemónicos. Podría decirse que Velázquez pretende denunciar esos estereotipos, de la misma forma en que antes había desmitificado la más hiperbólica cultura norteña, pero la verdad es que la línea entre parodia y homenaje o entre denuncia y repetición de lo que se pretende denunciar ni siquiera es delgada: no existe. Pero si el humor de los cuentos de La marrana negra a mi parecer envejeció mal, el de sus crónicas es cada vez más interesante. Velázquez se dio cuenta de que la clase política se ridiculiza tanto a sí misma que la sátira resultaría reiterativa, que la literalidad imperante no se presta para ironías finas y que la ficción es leída cada vez con mayor sospecha, por lo que el reducto del humor estaba en la autobiografía: El pericazo sarniento, conjunto de crónicas en que cuenta su adicción a la cocaína, resulta esencial para entender la Latinoamérica contemporánea y todas esas cosas urgentes, pero, ante todo –y es lo que más nos interesa en este texto–, es patéticamente divertidísimo.

Quien mejor ha convertido su vida en literatura humorística –en su caso por fatalidad y no por decisión, recuperando una distinción establecida algunos párrafos arriba– es el mexicano Daniel Saldaña París. Lo hace en sus novelas, como en El nervio principal (2018), en la que recupera la noción original de autoficción y a partir de ciertos elementos reales identificables con su propia vida –su infancia, en este caso– construye una trama que discretamente se vuelve desquiciante, y lo hace sobre todo en las crónicas autobiográficas de Aviones sobrevolando un monstruo (2021). En principio, estas podrían leerse como la queja consuetudinaria del joven escritor indignado porque sus poemas no son un bestseller, pero Saldaña París cuenta con la extrañísima virtud en estos tiempos de saber reírse de sí mismo, a veces hasta la crueldad.

De esta forma, tenemos a un cronista que practica la cetrería, a uno que persigue la sombra de Malcolm Lowry por las ruinas de Cuernavaca, a uno que en sus tiempos universitarios en Madrid organiza una piñata con vísceras de animales en homenaje a Bataille o a uno que sin darse mucha cuenta se vuelve drogadicto en Montreal y hace un tour por los diferentes centros de rehabilitación. Las crónicas, como se puede ver, son versátiles, pero todas comparten una misma sensibilidad cercana a la de Bryce Echenique, uno de nuestros humoristas más queridos: la de la risa melancólica de quien sabe que nada tiene remedio, empezando por uno mismo. Además, en lugar de confirmar su poder al burlarse de cualquier colectivo históricamente violentado, Saldaña París se muestra frágil y desde esta fragilidad mira el mundo, siempre dispuesto a pasarle por encima pero, también –después de varias escenas verdaderamente hilarantes narradas mediante ingeniosos aforismos–, a ofrecer alguna posibilidad de reconciliación si se está dispuesto a afrontar la verdad, siempre de la mano de una risa inclemente. Esta posibilidad surge de su peculiar concepción de la literatura, la cual, en sus propias palabras, “tiene esos milagros: uno puede volver a una escena del pasado y observarla, de pronto, con la mirada del testigo; un testigo capaz de compasión y risa”.

Nadie pone en duda los milagros de la literatura a los que se refiere Saldaña París, pero no ha sido en ella –o al menos no en sus soportes tradicionales– donde se han dado los mayores cambios en el sentido del humor; de hecho, si la forma de reír ha cambiado en alguna parte, ha sido en las redes sociales. Por un lado, su efectismo, su inmediatez y su propensión al grito en el cielo y el golpe de pecho han obrado en contra de la ironía, cuya resolución exige un mínimo de calma, complicidad y atención; pero, por otro, han inaugurado una novedosa clase de humor, sintetizado en el meme –un nuevo género por derecho propio–, basado en la dislocación, la cita absurda, el contraste, lo grotesco, la superposición de significados y la parodia y no el pastiche, como normalmente se cree.

Tan novedosos son los memes, que a alguien no acostumbrado a pasar medio día conectado a Twitter o Facebook no le resulta fácil descifrarlos, aunque eso sí, a esa cada vez más hipotética persona desconectada de las redes sociales y por lo tanto de la mitad de la realidad también le cuesta cada vez más trabajo captar la ironía. Así, podríamos afirmar que nos encontramos en el peor de los mundos; en uno, parafraseando a Gramsci, en el que el viejo humor irónico no acaba de morir y el nuevo humor digital y carnavalesco no acaba de nacer, y en ese claroscuro surgen los monstruos más temibles, aquellos que no tienen sentido del humor pero que no por ello renuncian a hacer chistes, seguidos de inmediato por la queja de que ya nadie se ríe de ellos.

A Juan Pablo Villalobos, uno de nuestros principales humoristas –gran tuitero, no por casualidad–, no le han pasado por alto estas transformaciones y ha reflexionado sobre los cambios en el humor en su obra central, No voy a pedirle a nadie que me crea (2016). En ella, un estudiante de doctorado dispuesto a escribir una tesis sobre el humor misógino y homofóbico en la literatura latinoamericana termina convertido en un imprevisto mafioso. La trama, como ya se podrá sospechar, es absurda y cercana a la comedia de enredos, con la novedad de que lo que revuelve son académicos y teóricos de la literatura con narcotraficantes, en una Barcelona demencial. En algún punto de la novela, el narrador –novelista involuntario, pues lo que él quería era escribir una tesis doctoral– afirma que “no hay comedia sin hipérbole”, hipótesis de trabajo que, a falta de tesis, la novela se encarga de demostrar con un delicioso ingenio. Como en buena parte del humor contemporáneo –en una época que generosa e impotente encuentra su mayor originalidad en la relectura–, gran parte de la risa proviene de la parodia, en este caso del mundo académico y del siempre chusco choque entre la teoría y la realidad.

Villalobos es explícito en sus intenciones y mecanismos, en un inteligente juego metaliterario y autoficcional. Con los mismos ingredientes –la parodia, la mezcla y la cita–, pero empleados de manera implícita, sin avisar que lo está haciendo, la argentina Gabriela Cabezón Cámara ha montado algunas de las novelas más interesantes de lo que llevamos de siglo, que ya no es poco. Si en La virgen cabeza (2009) mostraba la insospechada cercanía entre el romancero español y la cumbia villera, en Las aventuras de la China Iron (2017) reescribe el Martín Fierro en clave de meme, y lo digo como un elogio enfático y sincero. Cabezón Cámara interviene la gauchesca y convierte en protagonista a un personaje que, en el original, ni siquiera tiene nombre propio pues se le designa con el genérico y algo peyorativo de “china”, la mujer que Martín Fierro deja en el rancho con sus dos hijos cuando parte a escenificar el poema nacional argentino.

El texto es una venganza y una reivindicación de la china, ya convertida en la China Iron, que sale también ella a descubrir un mundo que, recién estrenado en sus ojos, resulta maravilloso. La novela es cultísima y plebeya, perfectamente coherente en su delirio, y contagia una alegría de vivir gracias a la cual el lector mantiene una sonrisa permanente solo interrumpida por alguna carcajada provocada por una referencia jocosa, por un adjetivo bromista o por una situación carnavalesca, que se lee al igual que la prosa de Cabezón Cámara: como una fiesta a la que uno se cuela y, ya adentro, decide quedarse a bailar en un párrafo. No siempre resulta fácil entrar al texto –la risa también hay que ganársela–, pero una vez que se consigue y que uno se abandona al barroco disparatado de Cabezón Cámara se consigue dejar de lado la reflexión teórica y académica sobre la que la novela está sólidamente montada y abandonarse al gozo del humor y del estilo. Es cierto que el humor es un asunto muy serio, pero cuando es tan sofisticado, celebratorio y espontáneo como el de Las aventuras de la China Iron, la risa consigue ser, de nueva cuenta, solo risa: el punto donde se encuentran la alegría, la cultura y la complicidad.

Contra lo que sospechaba en un inicio, no son pocos los textos contemporáneos llenos de humor en una Latinoamérica que sigue riéndose, aunque no le sobren motivos para hacerlo. Podría hablarse, por ejemplo, de la posible existencia de un humor judío latinoamericano, tradición a la que pertenecería la citada Marina Mariasch junto con autores como Marcelo Birmajer, Tamara Tenenbaum o Ari Volovich; podría hablarse del cuento como un reducto de la risa, como lo muestran esos dos clásicos contemporáneos de la literatura mexicana que son La casa pierde de Juan Villoro y Amores de segunda mano de Enrique Serna. Pero prefiero terminar este texto con Las aventuras de la China Iron porque la parodia –Quijote y Borges mediante– está en el centro de nuestra literatura. Además, la parodia, burlona y destructiva, es ante todo generosa: se ríe de lo escrito para rescatarlo y dotarlo de nueva vida. Y me gusta leer en nuestra época, esencialmente paródica, ese gesto: las ganas de reírse del pasado para reescribirlo y, risa mediante, construir algo nuevo: más justo, más inteligente y más chistoso. ~

[Fuente: http://www.letraslibres.com]

En esta entrega de ‘Letras americanas’, Emiliano Monge da una selección de los libros que hay que leer en la semana que se conmemora el quiebre democrático en Chile

Fotografía de un mural adornado con flores dedicado al expresidente chileno, Salvador Allende, en El Salvador.

Escrito por EMILIANO MONGE

Hace un par de días se cumplieron 50 años del golpe militar que derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende y dio paso a la sanguinaria y terrorífica dictadura de Augusto Pinochet.

Tanto aquel golpe como aquella dictadura, así como el exilio al que se vieron obligados miles de hombres y de mujeres y la democracia que poco a poco se fue abriendo paso —esta última aún sigue buscando asentarse, pues el movimiento telúrico del horror dejó el suelo susceptible para que los monstruos sigan anhelando el pantano—, dieron pie a una cantidad impresionante de obras literarias estupendas.

Desde Casa de campo o El jardín de al lado, de José Donoso, hasta La dimensión desconocida o Space Invaders, de Nona Fernández, pasando, en riguroso desorden, por El palacio de la risa, de Germán Marín, Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, Lumpérica o Por la patria, de Diamela Eltit, Tejas verdes. Diario de un campo de concentración en Chile, de Hernán Valdés, La gran ciudad, de Omar Saavedra Santis (publicada en alemán, varios años antes de su publicación en español), Óxido, de Carmen Ana María del Río, Nocturno de Chile o Estrella distante, de Roberto Bolaño, Racimo, de Diego Zúñiga, En voz baja Había una vez un pájaro, de Alejandra Costamagna, Ruido, de Álvaro Bisama, Memorias prematuras, de Rafael Gumucio y, hace poco, Señales de nosotros, de Lina Meruane y Una historia perdida, de Juan Pablo Meneses.

Encontrar una rendija

Me detengo en la obra de Meneses porque además de ser una de las últimas en sumarse a la literatura que parte de los sucesos del 11 de septiembre de 1973 es una muestra de la inagotabilidad de un tema, cuando es una herida abierta tanto en el cuerpo colectivo como en cada individuo y, sobre todo, cuando el autor sabe encontrar una rendija que había permanecido inexplorada. Este es el caso, precisamente, del protagonista de la novela de Meneses, que no es otro que el propio Meneses, quien emprende una búsqueda personal que quiere, al mismo tiempo, reparar su memoria —echada a andar a consecuencia de las bombas— y alumbrar una zona oscura en la memoria colectiva de su país. Y es que la búsqueda de Pablo es la de una historia oculta: la de esa bomba que no cayó sobre la casa de Allende, sino a una centena de metros de la casa de Pablo, sobre un hospital militar. Una bomba sobre la cual, para colmo, tanto los ganadores como los perdedores parecerían haber aceptado la misma tesis: que se debió a un error. Pero ¿qué sucedió en realidad con esa bomba y ese piloto que la lanzó? ¿Fue un error o fue un acto deliberado?

Y me detengo, también, en Señales de nosotros, porque el libro de Meruane —quien recién fue galardonada con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2023— es otro de esos últimos libros en sumarse a la vasta y estupenda biblioteca que busca dejar constancia de todas las violencias que los criminales, es decir, que los militares golpistas y sus descendientes, impusieron a un país, durante décadas: desde lo enorme y evidente —la violencia sobre la carne de los cuerpos y la transformación absoluta de lo público— hasta lo más pequeño e invisible —la violencia sobre el interior de los cuerpos y la transmutación completa de las intimidades—. El libro de Meruane, en el que un grupo de niñas que estudian en un colegio privado que busca, al igual que sus familias, mantenerlas aisladas de la realidad, se dan cuenta poco a poco de lo que está sucediendo más allá de las rejas que las separan del mundo, porque, a fin de cuentas, todo ha cambiado —incluso los silencios, incluso los gestos de la gente—, lleva a lo más pequeño el mecanismo más grande de una dictadura: “aquí solo pasa lo que se dice que pasa”.

Más allá de la narrativa

Si enumerara acá, como hice antes con los de narrativa, los libros de poesía que fueron escritos en Chile tras el golpe, durante la dictadura o mientras la democracia buscaba abrirse camino nuevamente, seguramente no me alcanzaría el espacio de esta newsletter, ni duplicando el número de palabras. Quizá por eso —aunque me niego a no recomendarles que busquen, como menos, Anteparaíso, de Raúl ZuritaLa bandera de Chile, de Elvira Hernández y La ciudad, de Gonzalo Millán— quisiera centrarme en un libro que me parece un verdadero acontecimiento: “Recuerda que una vez fui y que ya no soy. / Recuerda los golpes, los inviernos / cruzados a gritos y los horrores del verano / Recuerda la frazada negra cubriéndoles / la cara y el atroz número 509 / Y sobre todo recuerden, ustedes que escuchan / este canto de los hijos solos / que aquí nada, ninguno ni nadie está olvidado”, escribe el poeta Zurita en Canto de los hijos solos.

Aunque quizá la palabra escribir, en este caso, no sea la correcta, o no sea exacta, porque lo que Zurita hace en Canto de los hijos solos es más que escribir: convirtiéndose en un medio, escucha, siente y destila las palabras de los familiares y amigos de algunas de las víctimas de la dictadura militar de Augusto Pinochet —agrupados por el proyecto Latidos de la memoria, organización que recopila y difunde testimonios, así como microbiografías de detenidos, desaparecidos y ejecutados—, para después reflexionar poéticamente con estas.

Canto de los hijos solos, como dice su portada, además de un libro de poesía es un objeto de memoria, esa memoria que busca darle la vuelta a lo que siempre ha querido hacer la desaparición, es decir, traer de regreso la dimensión humana de aquel que ya no está, para que este siga aquí a través del poder de la palabra.

Y es que la palabra, en cuanto se convierte en testimonio, es capaz de devolverle un pedazo de presente a quien le fue segada la existencia en el pasado: por eso le temen tanto al testimonio aquellos que aspiran a la impunidad del silencio.

Canto de los hijos solos es el recordatorio más reciente que la palabra escrita nos hace del terrorífico y criminal golpe militar de 1973, pero también de que no debemos renunciar a los recuerdos.

“¿Recuerdas / los golpes en / el alba / y la feroz / claridad / del nuevo día?”.

Coordenadas

Una historia perdida fue publicado por Tusquets. Señales de nosotros se encuentra en edición de Alquimia. Canto de los hijos solos, por su parte, fue editado por Cuneta.

[Foto: RODRIGO SURA (EFE) – fuente: http://www.elpais.com]

Escrito por Maria do Rosário Pedreira

Na revista que a Livraria Bertrand me envia regularmente por email (obrigadíssima!), descobrem-se factos e recomendações bem interessantes; de uma destas últimas vezes encontrei ali um resumo de um artigo sobre o escritor chileno Roberto Bolaño sobre alguns conselhos que este romancista, contista e poeta (como gostava de considerar-se, embora para nós seja sobretudo um ficcionista) terá dado sobre a escrita de contos. Além de dizer que quem se quisesse dedicar ao género não poderia falhar de forma alguma a leitura de contos de uns quantos autores (entre os quais estão, obviamente, Cortázar, Rulfo, Tchekhov, Borges, Bioy Casares, Francisco Umbral, Camilo José Cela e Raymond Carver), Bolaño defendia que não se escrevesse apenas um conto, mas mais de um conto ao mesmo tempo, alegando que, de contrário, se ficaria a escrever o mesmo conto até morrer. Chega mesmo a recomendar no seu artigo, a quem tenha energia para tal, que escreva cinco ou seis contos de uma assentada (e, se tiver pedalada, dez ou doze!).

O autor de Detectives Selvagens e 2666, que morreu demasiado jovem (aos 50 anos) e decerto com ainda tanto para dar, era o mais promissor escritor latino-americano da sua geração e é dos mais lidos em Portugal. Mas é também, curiosamente, um admirador confesso de Edgar Allan Poe, cujos contos, segundo ele, quase bastariam como material de leitura para quem quisesse ler uma panóplia variadíssima de contos.

[Fonte: horasextraordinarias.blogs.sapo.pt]

Vint anys després de la mort de l’autor xilè, la seva figura i obra segueixen inspirant literatura

Foto: Anagrama

Escrit per Adrià Puértolas

Parlar de Roberto Bolaño (1953, Santiago de Xile – 2003, Barcelona) avui significa rascar i furgar en la superfície d’un mite. La força de la seva literatura, la joventut furiosa a Mèxic, la vida precària a Catalunya i, sobretot, la llarga malaltia i els últims anys d’agonia han creat, al voltant de l’escriptor xilè, una boirina que fa que els lectors s’hi apropin com si s’acostessin a una substància que no dista molt de ser sagrada. O com a mínim plena de misticisme.

Aquest magnetisme, eteri i fosc, ha potenciat el reconeixement d’una obra que, quan es compleixen vint anys de la seva mort a Blanes, segueix atraient i inspirant lectors, escriptors i estudis

Aquest magnetisme, eteri i fosc, ha potenciat el reconeixement d’una obra que, quan es compleixen vint anys de la seva mort a Blanes, segueix atraient i inspirant lectors, escriptors i estudis. En el cas de Bolaño, a més, hi ha una altra circumstància afegida: el seu èxit literari va arribar mentre vivia a Catalunya i això ha deixat un rastre d’anècdotes, vida i records que encara és possible rastrejar a través dels llocs que freqüentava, amb una càrrega vital i espontània que completa deliciosament la mitificació de l’autor.

La joventut salvatge

Deia Jorge Herralde que 2666, la novel·la pòstuma de Bolaño, era “el somni de qualsevol editor”. Publicada el 2004, va vendre en pocs anys més de 100.000 exemplars als Estats Units, mentre recollia elogis pràcticament unànimes per part de la crítica, que en comparava l’impacte a Cien años de soledad. Va ser la seva consagració definitiva. Bolaño és aclamat avui com un dels millors escriptors de la seva generació, a la vegada que provoca una fascinació que no està a l’abast de molts dels seus companys, amb una obra de qualitat similar.

Bolaño és aclamat avui com un dels millors escriptors de la seva generació, a la vegada que provoca una fascinació que no està a l’abast de molts dels seus companys, amb una obra de qualitat similar

L’autor de Los detectives salvajes era fill d’un transportista ex-boxejador i d’una professora de matemàtiques xilens. Durant la seva infància, es diu que un metge li va receptar que deixés de llegir perquè ho feia de forma massa compulsiva. Però ho va seguir fent tota la vida. Els qui el van conèixer a Blanes, expliquen que sempre estava llegint. Inclús diuen que se l’havia vist al cine amb un llibre obert al passadís de la sala, mentre mirava la pel·lícula. Tot i néixer a Santiago de Xile, Bolaño va passar la seva adolescència a Mèxic D.F., on hi va arribar el 1968, poc abans de les revoltes estudiantils que tindrien un èxit més que notable a la ciutat. Hi passaria els anys formatius d’adolescència i joventut, que no només li confirmarien la vocació literària sinó que el posarien en contacte amb una sèrie d’escriptors mexicans amb els quals fundaria un moviment literari: els infrarrealistes. Aquest moviment poètic, contracultural, contestatari i punk, directament impregnat de l’esperit del ‘68, no només és clau per explicar la seva introducció al món literari, sinó també una de les seves obres més conegudes Los detectives salvajes. Situada al Mèxic de mitjans i finals dels setanta, la novel·la ficciona la trajectòria d’aquest grup sobretot a través de les figures d’Arturo Belano i Ulisses Lima, els seus fundadors i líders.

Belano i Lima són en realitat els alter egos del propi Bolaño i de Mario Santiago Papasquiaro, un altre poeta mexicà company del xilè, amb qui fundaria el moviment. Els personatges es passegen pels carrers, els cafès i les aules del Mèxic D.F., de París i de Barcelona, bevent, escrivint i llegint, tractant de revolucionar l’escena literària mexicana amb happenings i performances i execrant els seus tòtems més sagrats, com l’escriptor Octavio Paz. La novel·la és una crònica hilarant, commovedora i absurda a parts iguals, construïda a través dels dietaris d’alguns dels protagonistes del particular grup poètic.

La novel·la és una crònica hilarant, commovedora i absurda a parts iguals, construïda a través dels dietaris d’alguns dels protagonistes del particular grup poètic

El protagonisme de la poesia, per altra banda, no és casual. I és que si bé la major part de la seva producció literària va ser en forma de novel·les, el primer amor literari de Bolaño va ser la lírica. Com ell mateix explicava, és possible trobar el rastre d’aquesta art als seus textos en prosa. I també més enllà del paper: “Sempre havia admirat les vides desmesurades dels poetes, tan arriscades..”, explicava l’autor.

Roberto Bolaño és un dels escriptors més importants de la seva generació. Foto: J. Martín / EFE

Bolaño i la Barcelona del boom

De Ciutat de Mèxic, a Barcelona. Tant la capital catalana com Blanes, són dos indrets lligats íntimament a la biografia de l’escriptor xilè fora de les fronteres d’Amèrica Llatina. A la ciutat comtal, el recorda una petita placa al número 45 del carrer Tallers, en l’edifici del minúscul pis on va viure a finals del setanta. La geografia del Raval també està plena dels indrets que solia freqüentar, sobretot en companyia de Bruno Montané, també poeta infrarrealista (que apareix com a Felipe Müller a Los detectives salvajes), i els escriptors Antoni Garcia Porta i Jaume Benavente, companys d’aventures a Barcelona.

Tant la capital catalana com Blanes, són dos indrets lligats íntimament a la biografia de l’escriptor xilè fora de les fronteres d’Amèrica Llatina

Al bar Tra-llers, hi anaven a jugar al futbolí i s’hi entretenien amb converses de tot tipus. També a la Granja Parisien, un bar de tota la vida al mateix carrer Tallers. A la llibreria Canuda, un dels mítics establiments a la ciutat pels llibres de segona mà, Bolaño s’hi passava hores perdut, buscant exemplars de valor, tot i que també freqüentava la Documenta de Josep Cots. I al Drugstore Liceo, local emblemàtic de la Rambla dels anys setanta hi acabaven les nits. Barcelona era, en aquell moment, the place to be, en paraules aproximades de Mario Vargas Llosa. Havia substituït París com a ciutat on calia anar per convertir-se en escriptor i, a més a més, era especialment hospitalària amb els autors llatinoamericans, en plena era post boom d’aquesta literatura. En paraules de Bolaño, es tractava d’“una ciutat en moviment, amb una atmosfera de goig on tot era possible. Es confonia la política amb la festa, amb un gran alliberament sexual i un desig de fer coses constantment”.

Placa en record de Roberto Bolaño al número 45 del carrer Tallers de Barcelona.

La trobada amb l’èxit

Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad / también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, / Seix Barral, Destino…” escrivia Bolaño al seu poema Mi carrera literaria el 1990. Però la seva sort estava a punt de canviar. El 1996 Seix Barral li publicava La literatura nazi en América, que tot i no ser ni de bon tros el seu primer llibre, sí que va suposar un primer salt en la seva notorietat. Quan l’editorial li va contestar dient que havien acceptat el manuscrit, hi va trucar fins a dues vegades incrèdul per confirmar la notícia. La tendència va continuar amb la publicació dos anys després de Los detectives salvajes, que guanyaria el Premi Herralde de novel·la. Significaria la ràpida consolidació literària de l’escriptor, que veuria ampliat tant el reconeixement de la crítica com la seva fama. En aquell moment, ja feia més de deu anys que s’havia establert a Blanes, on convivia amb Carolina López, la seva parella. Enrere començaven a quedar els anys en què feia de vigilant de seguretat al càmping ‘Estrella de mar’ de Castelldefels.

L’autor, però, seguiria sense perdre la seva visió crítica i desencantada de la seva condició d’artista: “L’ofici d’escriure està poblat d’estúpids, que no s’adonen de la fragilitat immensa i com és d’efímer. Jo puc estar amb vint escriptors de la meva generació i tots estan convençuts que són boníssim i perduraran”, diria en una entrevista. Als carrers, bars i establiments de Blanes, l’escriptor es convertiria en una presència habitual i coneguda. Tal com passa amb Barcelona, la geografia de la ciutat de La Selva està plena dels llocs que l’escriptor freqüentava. El recorden especialment, per exemple, a Jocker Jocs, l’establiment de joguines on Bolaño solia a anar a jugar a jocs de taula d’estratègia militar. Aquests inspirarien, de fet, l’escriptura d’El tercer Reich, l’última de les seves novel·les.

Grafiti de Roberto Bolaño aparegut als carrers de Barcelona.

Una herència literària que perdura

Blanes seria però també l’escenari de la seva agonia física. Bolaño patia una insuficiència hepàtica crònica que li havien diagnosticat a mitjans dels noranta i que, a poc a poc, va anar pansint-lo físicament. Només el podria haver salvat un trasplantament que no va arribar mai, mentre l’autor escrivia per assegurar el futur econòmic dels seus dos fills. Vint anys després de la seva mort, Bolaño i la seva obra segueixen inspirant literatura. Com a prova, Mohamed Mbougar Sarr, el guanyador del premi Gouncourt 2021 per La memòria més secreta dels homes. La brillant novel·la de l’escriptor senegalès és en realitat una reescriptura de Los detectives salvajes, protagonitzada, en aquest cas, per un grup de joves escriptors senegalesos que també es mouen buscant un misteriós autor desaparegut.

Vint anys després de la seva mort, Bolaño i la seva obra segueixen inspirant literatura

La seva recerca és pràcticament igual de tràgica, absurda i còmica que la de Belano i Lima a Los detectives salvajes. I en realitat, segurament com la recerca mateixa de la vida, a ulls de Bolaño. Però això, és clar, no era una excusa per claudicar: “Escribiendo hasta que cae la noche / con un estruendo de los mil demonios. / Los demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo”.

 

[Font: http://www.elnacional.cat]

Debutó como escritor frente a sus compañeros del colegio secundario y después se dejó tentar por el mundo académico. Pero Alejandro Zambra sabe bien cuáles son sus mapas y territorios: la complejidad no debe rivalizar con la simpleza, sus destinatarios son las personas con las que creció, su mundo verdadero. Su literatura tensa la cuerda de las complejidades humanas y las camina con la tranquilidad de un feriado. Referente cultural de nuestro idioma, invita a escribir como quien sale a correr o hacer deporte, dice que todas las crisis se pueden afrontar con lápiz y papel.

Escrito por Emiliano Gullo

No pongas eso en una novela que nadie te va a creer.”

            Alejandro Zambra, charla de whatsapp

Dos hombres se encuentran en un bar de Providencia, Santiago de Chile. El bar se llama Galindo. Es algún mes del año 2002. Uno de los dos, el mayor, está impaciente. Es el editor de la sección de Cultura que se produce en el edificio contiguo, donde funciona la redacción de Las Últimas Noticias, un diario farandulero de consumo masivo. Y se está quedando sin cigarrillos. Del otro lado de la mesa, el joven -que recién ha vuelto de hacer un posgrado en Madrid- cuenta que está buscando trabajo. Hablan mucho y fuman más. Hablan de plantas, de fútbol, de miopía y de astigmatismo, de trámites bancarios, de guisos caseros, de agujeros de cinturones, de tipos de nubes, de cantantes melódicos. Hablan hasta que los paquetes se vacían. O casi. El mayor no tiene más. El joven vuelve a revisar. Le ofrece el último, el de los deseos. El mayor dice no por favor, faltaba más. El joven insiste y el mayor se rinde ante la hidalguía.

Una semana después, el joven Alejandro Zambra publicará su primera reseña literaria en Las Últimas Noticias bajo la edición de Andrés Braithwaite, el fumador agradecido. El joven tiene 27 años, un poemario publicado cuatro años atrás, Bahía Inútil, y uno más en camino que saldrá al año siguiente con el nombre de Mudanza. Criticará libros ajenos y ganará más enemigos que dinero. Y se cansará de los enemigos. Y vendrán los ensayos breves y las crónicas en El Mercurio y La Tercera. Y una brevísima novela. Y la fama. Y el mundo. Y la admiración. Y cuatro novelas más. Y dos libros de cuentos. Y dos libros de ensayos. Y dos guiones de películas. Y también dejará Chile y una biblioteca con cuatro mil libros para vivir en México por una razón: el amor.

Nadie sabe el deseo que pidió el fumador agradecido antes de encender el último cigarrillo. Zambra, hoy con 47 años, acaba de terminar Literatura Infantil, su último libro publicado por Anagrama. En la segunda página, debajo del título, se puede leer una tradición -a veces explícita, a veces fantasmal- que marca su obra: edición de Andrés Braithwaite.

A veinte años del encuentro en el Bar Galindo, Zambra dice:

-Cuando empecé a escribir en el diario Las Últimas Noticias los profesores de la universidad me decían que eso era una tontería, que solo lo hacía por el dinero; que escribir en un periódico era rebajarse. Y yo, al contrario, sentía que aprendía mucho. Y que escribía cosas que podían aparecer tranquilamente en un contexto académico.

1.

Hay una palabra en inglés para los que caminan por la cuerda floja. Puede ser entre montañas, entre edificios, entre árboles. Donde haya dos puntos distantes, donde haya riesgo, los slackliners hacen equilibrio sobre una cuerda que no es floja sino más bien -muy- tensa. Egresado de uno de los colegios más prestigiosos de Chile, doctor en Literatura y con un posgrado en Filología Hispánica en España, Zambra es un slackliner de la literatura. Tensa la cuerda de las complejidades humanas y las camina con la tranquilidad de un feriado. “Hay algo en mi manera de escribir que tiene que ver con la simplicidad, con el despojo, incluso. Con el deseo de que esa simplicidad no rivalice con la complejidad. Llegar a la mayor complejidad sin imponer metalenguaje, nunca usar palabras que no usaría en una conversación pero a la vez sin paternalismo”.

Por más de diez años fue profesor en la Universidad Diego Portales. Puede seguir de cerca los debates académicos o escarbar en los últimos papers de intelectuales. Da igual. Zambra tiene claro cuáles son sus mapas y territorios. “En un momento me tentó el mundo académico. Pero empecé a percibir deseo de reconducirme hacia otros destinatarios, que eran las personas con las que yo había crecido, mi mundo verdadero. Un deseo de poder comunicarme con otra versión de mi mismo; aspirando a cierta unidad”.

2.

Alejandro Zambra huele a frambuesa. Fuma de mentira con un aparato de plástico, lo chupa con impunidad y cuando exhala el ambiente se infla como un globo de chicle. Somos varios los que estamos adentro de la burbuja dulce. Se disculpa porque no habrá exclusividad. Tuvo que superponer las invitaciones. Y siguen llegando. La mesa del patio de la librería de Eterna Cadencia, en Buenos Aires, ya no resiste. La organizadora invita a pasar al fondo. Hay más privacidad. Al menos hasta que comience la charla, que será en la terraza. Lo dice levemente inclinada hacia adelante, como si pidiera perdón, sostenida de una libreta. Como si dijera por favor, rápido, antes de que toda la gente sepa quién sos y no podamos protegerte.

« Hay algo en mi manera de escribir que tiene que ver con la simplicidad, con el despojo, incluso. Con el deseo de que esa simplicidad no rivalice con la complejidad ».

Zambra responde que sí, que no hay problema. Lo dice suave. Zambra habla en puntas de pie. Se levanta más pesado que cuando llegó porque ahora tiene que sostener bolsas de regalos, ofrendas de admiradores que no quieren nada de él; al revés, quieren que se lleve algo de ellos. Libros, revistas. Una remera celeste con la cara de Bolaño. Parece talle S, o M como mucho. Zambra promete que le va a entrar, que justo está pensando en hacer dieta. Corre ancho las mesas y las sillas para pasar. Enfila para el fondo. Lo seguimos con la sospecha de que el movimiento alertó a los distraídos, que cogotean hacia el líder de la fila. Alcanzan a oler la estela de frambuesa pero ya es tarde. Se acaba de cerrar el portal.

Lo que seguirá dentro de unos minutos: personas que se apelmazan. Casi todas son mujeres. Transpiran mucho porque diciembre está obsesionado con esta ciudad. Ya no usan barbijos. Tampoco hay alcohol en gel. Zambra -hincha de Colo- Colo, nacido en Santiago de Chile el 24 de septiembre de 1975- lanzará verdades desde una mesa de madera. Escuchará a todos los apelmazados que se acerquen. No adelantará nada del libro recién terminado. Será -hasta el momento- la última vez que visite Buenos Aires. Y volverá a la Ciudad de México lo más rápido que pueda para hacer lo que realmente quiere hacer, reencontrarse con la mamá de Silvestre y con el hijo de Jazmina.

3.

De este lado de la pantalla, Ciudad de Buenos Aires; del otro lado, Ciudad de México. Primero su cara: está sitiada de pelo; abajo por una barba rala de algún tiempo, digamos cinco días, una mañana, y tres horas; arriba por mucho cabello, ondulado, negro, que le recorta la frente y le tapa las orejas. Detrás de todo ese caudal capilar, al fondo de la pared, hay libros acomodados -y repetidos- en una biblioteca ancha como un abrazo. Pegado, un escritorio de madera. Hacia ahí va Zambra cuando fracasa su intento de reparar el sonido del google meet.

Busca cosas, revuelve. Su metro ochenta supera la altura de la biblioteca, que parece ser la segunda o quizá la tercera en jerarquía dentro del departamento que comparte con su mujer y con su hijo. Una biblioteca del aguante, no de exhibición. Una biblioteca del ascenso. Vuelve con auriculares inalámbricos. Al costado izquierdo de la pantalla, entre su cara y los libros, asoman los cuernos de una bicicleta fija. La suele usar mientras mira los partidos de Colo-Colo. Practica una rutina propia: acelera o desacelera el pedaleo de acuerdo a quien tenga la pelota. Si la lleva un delantero rápido como Pablo Solari pedalea rápido; si la tiene un volante cansino, pedalea como si estuviera paseando. “A veces hay jugadores demasiado veloces y no consigo estar a la altura”.

« Hay dos tipos de escritores. Los que escriben libros y los que construyen una obra. Zambra no es un escritor de libros. Tiene una obra en mente y va haciendo uso de ese gran universo a medida que lo necesita ».

Pero Solari no está más en Colo-Colo y el equipo lo extraña. Y Zambra también. “Anoche perdimos 2 a 0 con Boca por la Copa Libertadores. El equipo no viene bien pero el primer tiempo lo jugó bien y nos ilusionamos. Al final lo perdimos por ingenuidad. El segundo gol lo regalamos; no estuvimos a la altura del talento histriónico de los equipos argentinos”.

Zambra ya no tiene que esconder su amor por la pelota como cuando, de joven, se armó de un personaje para seducir a una chica que odiaba el fútbol. Un fragmento del capítulo Introducción a la tristeza futbolística, ochenta páginas antes del final de Literatura Infantil:

– Uf, a mí, personalmente, el fútbol siempre me ha parecido algo muy estúpido -le dije, con persuasivo cinismo-. ¡Si son nueve imbéciles corriendo detrás de una pelota!

– ¿No eran once? ¿Once por lado, o sea, veintidós?

– La verdad, no tengo idea -seguí, inspirado-, soy muy inculto en fútbol, nunca he visto una función de fútbol.

– Un partido.

– Eso, un partido

Es ficción y no es ficción. Literatura Infantil es una carta al hijo y una crónica sobre el padre. Es un relato sobre su propia infancia y un tratado sobre la infancia. Con huellas que atraviesan Poeta Chileno y Tema Libre, Zambra atenta contra los tabiques de la literatura convencional para construir un libro que cautiva como una novela sin ser una novela.

4.

En Poeta Chileno, Gonzalo se indigna al no encontrar otra palabra en español que no sea padrastro o hijastro para definir la relación que tiene con Vicente, el hijo de su novia. Busca en otros idiomas, inventa fórmulas de sentido. Finalmente, se rinde. En Literatura Infantil el protagonista se adueña definitivamente del lenguaje. Zambra se da cuenta de que su hijo es resistente al “no”. Llora. Lo combate. Entonces crea una palabra. Un “no” prístino, sin uso, un “no” cero kilómetro. La palabra va a ser “ne”. Cuando Zambra diga “ne”, Silvestre responderá como un soldado de la alegría, disciplinado y sonriente.

“Los papás somos muy sensibles a lo ejemplar, a lo que hay que hacer y lo que no con nuestros hijos. Ante una situación, puede haber tres amigos con hijos que te digan tres cosas distintas y a los tres les haya funcionado. Es un espacio donde hay muy poca orientación real; lo único que hay son manuales de autoayuda. Una sobrevida que yo quisiera para este libro es que llegara a alguien que quisiera tener una idea sobre la paternidad ajena. Porque está a punto de ser padre o se quiere imaginar cómo es; hombre o mujer. Quería salir un poco de la literatura pero desde la literatura”.

5.

Conferencia de prensa de Gustavo Quinteros, técnico de Colo-Colo, al final del partido con Boca. “Regalamos el segundo gol, una jugada infantil donde perdemos una pelota que hay que rechazar”. Zambra cita la frase de Quinteros para graficar una de sus tesis de Literatura Infantil.

“Se usa la palabra como un insulto. Y la literatura tiene la dimensión de apelar completamente a eso. En el fondo queremos recuperar algo que en los niños es natural y luego pierden; ese momento divertidísimo en el que están aprendiendo a hablar y hay pura poesía. Tienen pocas palabras y las mezclan para generar otras palabras y las inventan; eso se parece tanto a lo que hace una poeta, a lo que intentamos hacer con el lenguaje, a los efectos que intentamos generar”.

6.

La noche avanza sobre el cielo de Santiago de Chile. En el coqueto barrio Las Condes, un grupo de personas canta el himno nacional en la puerta de una casona. Levantan banderas chilenas. El grupo aumenta de tamaño a un ritmo viral. En pocos minutos ya serán más de 200. Algunos llevan puestas remeras con el escudo del Capitán América, símbolo del Partido Republicano de José Antonio Katz que acaba de salir primero en las elecciones para redactar la nueva constitución. Es una derrota brutal para Gabriel Boric. Para toda la izquierda chilena. Para todo antifascista.

Zambra escucha las noticias desde México. Primero siempre la radio; después los portales  de los diarios y de los canales de noticias. La desesperanza recorre los mensajes de whatsapp con sus amigos, sus colegas, la familia. El 11 de marzo del año pasado Boric juró como presidente. Todavía retumbaba el eco del movimiento social que en 2019 incendió el país como nunca antes. Ahora, un año después de asumir, pasó de la esperanza a la zozobra.

« Tiendo a pensar que una clave para entender lo que pasó y lo que está pasando y lo que pasará en Chile es justamente aquello de lo que nadie quiere hablar: la pandemia. La confusión entre gobierno y Estado, la obligación de confiar en autoridades en las que nadie confiaba, la distancia física, la ausencia de diálogo, los toques de queda, son cosas que sucedieron en todo el mundo, pero en Chile pasaron inmediatamente después de un momento crucial en que parecían haberse sincerado conflictos latentes hacía décadas. Y eso generó una fractura inmensa y mucha angustia, una forma específica y muy abigarrada de angustia”.

“Ojalá que escribir para todo el mundo fuera un hábito más que un trabajo. Suena muy ridículo cuando digo esto, pero es difícil que haga mal. Un ejercicio, en el mismo sentido que podría ser correr o hacer deporte”.

Zambra clava el ojo en el marco en el que comenzó a elaborarse el proyecto clave del gobierno de Boric. “La Convención Constitucional, por ejemplo, trabajó en pandemia, el borrador constitucional que los chilenos rechazaron tan enfáticamente, se escribió en pandemia. No digo que rechazaran en realidad la pandemia, pero de algún modo se rechazó una promesa que había dejado de tener sentido, porque la gente cambió mucho con esta experiencia. Yo creo que recién, en todo el mundo, por ejemplo, hay indicios de que estamos recuperando la capacidad de conversar. »

Es un referente cultural en Chile, pero vive a 7185 kilómetros de Chile. Esa distancia lo pone en un lugar incómodo y, por eso, aclara. “Hablo desde fuera, por supuesto, sigo los debates con ansiedad y la esperanza minada, porque este proceso actual me parece una parodia, pero bueno, estoy afuera, hay que estar ahí, hay que estar allá”.

7.

Una familia chilena se reúne a la hora del té en un barrio de la Comuna de Maipú, borde externo de la ciudad de Santiago. Alrededor de la mesa, la familia. Papá, mamá, el hijo varón y la hija mujer. Y Josefina, la abuela materna. En realidad no toman el té. O si, también. La familia se prepara para tomar La Once, una especie de picada vespertina que se come entre la merienda y la noche; entre dulce y salado, entre té, café y aguardiente. Y mucho pan, especialmente la marraqueta, un pan gordo de miga. Pasan las comidas. El aguardiente dilata la charla. En un momento, los chicos entran en alerta. Detectan la señal de la guerra que, lenta y metódica, comienza a carburar en las manos de la abuela. Sin bajar la mirada a la mesa, pellizca unas migas a la marraqueta y las hace girar y girar y girar. Los chicos y el resto de la familia también preparan las municiones.

En la superficie, la conversación sigue como si nada. Por debajo, la familia entera se prepara para una batalla. Para la guerra de migas, que estalla al primer misil lanzado por la abuela Josefina y durará horas entre gritos y risotadas. “En ese mundo tan ordenado, disciplinado, donde el papá hablaba y había que callarse, mi abuela iniciaba un carnaval. Gracias a ella empecé a escribir desde muy chico. Nos decía, a mi hermana y a mí, tengan un diario de vida, expresen lo que sienten. Y nosotros jugábamos a eso. Entonces para mí, escribir fue siempre un juego, un hábito”.

En Zambra, el juego de la escritura se puede poner metódico y hasta disciplinado, pero nunca serio. “Ojalá que escribir para todo el mundo fuera un hábito más que un trabajo. Suena muy ridículo cuando digo esto, pero es difícil que haga mal. Un ejercicio, en el mismo sentido que podría ser correr o hacer deporte”. Zambra puede ser pastel, pero jamás solemne. “Esa noción ridícula, cursi, de que el papel aguanta todo, para mí es una verdad absoluta. Todas las crisis de la infancia y de la adolescencia las afronté con papel y lápiz”.

8.

El saco rayado como tanguero de arrabal. La bufanda gris pegada al cuello. Andrés Braithwaite abre la caja de Kent apenas se sienta. Fuma un cigarrillo a la mitad y lo aplasta rápido contra el cenicero. En un rato va a hacer lo mismo con otro, otro y otro y otro. Este no es un bar de Providencia, en Santiago, donde se lo suele encontrar, sino un bar en Palermo, Buenos Aires. Está de paseo pero está trabajando. La onda expansiva de la pandemia habilitó su trabajo remoto y Braithwaite se toma el concepto con seriedad. La página de Cultura de Las Últimas Noticias -propiedad de El Mercurio- puede ser farandulera pero no puede esperar. Desde las primeras reseñas firmadas por Zambra en 2002 hasta ahora, Braitwaite vio de cerca todo su trabajo. Quizá como nadie.

“Hay dos tipos de escritores. Los que escriben libros y los que construyen una obra. Zambra no es un escritor de libros. Tiene una obra en mente y va haciendo uso de ese gran universo a medida que lo necesita. Por eso todos sus libros se entrelazan, están conectados entre sí”.

Dice de sus libros:

Bonsái (2006), una breve y violenta ventolera.

La vida privada de los árboles (2007), poesía pura.

Formas de volver a casa (2011), una lluvia tan inesperada como persistente.

Mis documentos (2013), una serie de afectuosos portazos.

Facsímil (2014), una maravilla trágica.

Poeta chileno (2020), una novela generosa, cálida, inusual hasta en su manera de ser novela: una novela de veras importante.

Braithwaite traza una guía a mano alzada del archipiélago Zambra. “Resulta sorprendente que Facsímil y Poeta chileno -que son libros tan disímiles, tan diversos-  hayan sido escritos por el mismo autor. Son, a mi juicio, los mejores de Zambra, sin contar su libro de poemas Mudanza, que también entronca con ellos más de lo que pudiera parecer en una primera leída. Si Facsímil y Poeta chileno se leen con buena voluntad, te das cuenta de que el nihilismo amargo de Facsímil y la singular calidez de Poeta chileno tienen conexiones muy potentes y profundas”.

 – ¿En qué tradición se inscribe su obra?

 – En la tradición de los escritores que hacen lo que quieren.

– ¿Cómo es la experiencia de editar sus textos?

– Él siempre sabe lo que quiere, pero sobre todo sabe lo que busca. Y está inclinado a escuchar, cosa hoy en día bastante rara. Pimponear sus textos con él es un placer. Es cierto que también hemos peleado a la hora de ajustar palabras, frases o párrafos, eso no se puede desconocer. Poco, pero hemos peleado, y en cualquier caso no es aconsejable pelear con él. O sí.

El editor también conoce a la perfección el trabajo de Bolaño. Por eso cree que la comparación que se suele hacer con Zambra es demasiado literal. “Claro que está atravesado por Bolaño, pero más que eso diría que Zambra lo metabolizó a la perfección. Me parece que en su escritura han influido harto más autores como Coetzee y Bove,o Natalia Ginzburg, Buzzati y Tanizaki, o poetas como Vallejo, Emily Dickinson, Millán y su amigo del alma Anwandter”.

Mientras se termina de armar este texto, la editorial Gris Tormenta se prepara para sacar a la calle un nuevo libro de Alejandro Zambra. Tiene cincuenta páginas y una particularidad. O, mejor, una costumbre, un acto reflejo en su obra. Como lo acaba de hacer en Literatura Infantil, en Un cuento de Navidad Zambra vuelve a sostener al género literario del tronco y lo zarandea como un oso cuando quiere que su presa caiga de las ramas y se transforme en alimento. Es un relato de ficción, basado en un personaje real que atraviesa hechos reales. Un personaje real que interviene el texto y convive, por momentos, con el personaje de ficción. Es un juego, preciso y divertido, entre Zambra y Braithwaite. Es un homenaje circular, del escritor al editor y del editor al escritor; una ofrenda de amistad por soportarse durante más de veinte años. Es, en definitiva, una historia de amor; por los libros, por la escritura, por la lectura.

9.

La década del 80 termina en Chile con el mismo dictador. El Instituto Nacional -formador de presidentes (Salvador Allende, Ricardo Lagos y otros)- inicia un nuevo ciclo lectivo. Para los chicos de 12 años es un año diferente; empiezan una nueva orientación que marcará el resto de su educación. Entre ellos hay un chico triste. El olvido de una secretaria. La distracción de un auxiliar. Un error administrativo. Algo -o todo- lo sacó del curso que había elegido para seguir junto a sus compañeros y amigos, los integrantes de Post Data, un grupo incipiente pero con voluntad para la afinación. El chico, guitarrista de la banda, recibió la noticia en un estado paralizante, entre la sorpresa y el horror. Su curso asignado no es Música -como descontó que sucedería- sino Artes Plásticas, de las que es un precario ejecutante. Y ahora está acá, a punto de entrar a su nueva aula; solo, tan lejos de sus amigos que siente haber cambiado de colegio. Los primeros días lo supera la nostalgia.

Zambra vuelve a sostener al género literario del tronco y lo zarandea como un oso cuando quiere que su presa caiga de las ramas y se transforme en alimento.

Usa el tiempo de los recreos para cruzar el edificio y saludar a sus antiguos compañeros del Séptimo O -promocionados ya al Octavo M- pero apenas le alcanza para un abrazo que ya tiene que volver corriendo hasta la otra punta y reintegrarse a su curso oficial, el Octavo B.

Se da cuenta de que seguir perteneciendo al mismo grupo de amigos es una empresa inviable. Tiene que hacer algo. Habla con el rector. Intenta convencer a las secretarias. Arremete con el reclamo. Está decidido a irse de Artes Plásticas. Hasta que sucede, otra vez, algo insólito. Algo que, en el Instituto Nacional, con más de tres mil alumnos y cientos de profesores, es imposible: la continuidad de los mismos profesores. Entonces un día -un día más lejos de la música y los amigos- la ve entrar: Elizabeth Azócar, docente de Castellano del año anterior.

Durante Séptimo la amó por su entusiasmo con la literatura y, sobre todo, por su incitación a la escritura. Estaba seguro de que no se repetiría. Y ahora, mientras sus viejos compañeros y amigos de Posdata la ven pasar de largo, él la vuelve a tener enfrente. Azócar tiene la costumbre de hacerles escribir a sus alumnos, al menos dos horas a la semana. Y el que quiere puede pasar al frente y leer sus textos. El chico está otra vez entusiasmado. Nadie la conoce como él en el curso de Artes Plásticas. Tanto que, en una clase, levanta la mano para avisar que escribió. Pasa al frente y cuenta esta historia. Sus compañeros se divierten con el relato.

– ¡Quédate!, insisten. ¡Quédate! Zambra dice que, ese día, debutó como escritor.

 

[Arte: Japo – fuente: http://www.revistaanfibia.com]

Kim Demarco

Escrito por 
A quince años de su muerte, Roberto Bolaño no expira: inspira. Mientras toda su bibliografía es progresivamente reunida bajo el sello Alfaguara, una galaxia de cómics, películas, libros y proyectos digitales mantiene la vigencia del autor de Los detectives salvajes, su obra más influyente, que cumple veinte años ganando nuevos lectores cada día.
El diálogo entre la ficción y lo documental recorre esas interpretaciones y versiones. En el ámbito audiovisual, Alicia Scherson ha imaginado en El futuro una adaptación cinematográfica de Una novelita lumpen, y trabaja ahora en la de El Tercer Reich; mientras que Ricardo House Corona ha filmado Roberto Bolaño. La batalla futura.
Las obras de ambos directores chilenos respetan los géneros, pero Bolaño no lo hacía en sus libros. Por eso tal vez sean todavía más bolañianas las recientes expansiones en cómic de su obra. Tanto la adaptación a novela gráfica de Estrella distante, firmada por Javier Fernández y Fanny Marín, como Por el olvido, de Aitor Sarabia y Paula Bonet, incluyen la cara dibujada del escritor. En aquel, el suyo es el rostro de su alter ego Arturo Belano; en este, la imagen forma parte de un catálogo de retratos de escritores que, como el chileno, ostentaron el poder de incrustar la literatura en la realidad. Fernández y Marín enfatizan, con ese recurso, la esencia autoficcional de la la obra de Bolaño. Y Sarabia y Bonet destacan, en su artefacto personal e híbrido, que es una invitación a la lectura ramificada y —sobre todo— al viaje.
También en Los desiertos de Sonora, el nuevo proyecto transmedia de Paty Godoy y el equipo de Altaïr Magazine, el testigo del escritor hispanochileno se traduce en movimiento. En ese documental interactivo de ilógica poética, la voz y la mirada de la periodista sonorense, acompasadas por el atlas de Julio Montané (que Bolaño conoció a través de su hijo Bruno y utilizó como topografía mítica de su viaje imaginario), nos permiten deambular por carreteras polvorientas, pasos fronterizos y horizontes que vibran, tras los pasos de los personajes de la novela, porque la ficción también deja sus huellas de astronauta en las lunas de lo real.
 

Roberto Bolaño en México, a mediados de los años setenta. Foto ilustración por Katherine Streeter; fotografía de Farrar, Straus & Giroux

“Dicen que Felipe Müller sigue en Barcelona, está casado y tiene un hijo, parece que es feliz, de vez en cuando los cuates de por aquí le publican algún poema”, dice Ernesto García Grajales, el único estudioso de los real visceralistas, según las páginas finales de Los detectives salvajes.
Esa oración publicada en 1998 sigue siendo bastante válida en 2018: Bruno Montané vive todavía en Barcelona y acaba de publicar El futuro. Poesía reunida (1979-2016). Del título es menos significativa la coincidencia con la película bolañiana que las fechas del paréntesis. Fiel a sus orígenes infrarrealistas, en vez de esperar un par de años y antologar cuarenta años de trayectoria poética, ha huido de los números redondos y ha apostado por el fragmento impar de la obra en marcha.
Müller/Montané —como él mismo ha escrito— se sitúa en la tradición “de los poetas que solo han empezado a sonreír/ después de comprender las enseñanzas del abismo”. Es también editor de Mario Santiago/Ulises Lima. Bolaño los consideró a ambos (o a los cuatro) material narrativo y enciclopédico. Un movimiento poético mínimo, al coincidir con el mito de origen de un gran narrador, se ha convertido en un movimiento histórico que no cesa de producir bibliografía y mitografía.
Tal vez haya dos tipos de escritores relevantes: los que crean un estilo y los que crean un mundo. Los creadores de ambos son los perdurables. Bolaño pertenece a esta categoría, que es la que importa. Tanto su estilo como su mundo son muy seductores, gracias a su plasticidad. Invitan a la apropiación. Invitan a la expansión. No solo, por supuesto, en el ámbito hispanoamericano.
 

Christoph Niemann

 
La irradiación concreta de Los detectives salvajes trasciende las fronteras de nuestra lengua, como modelo o inspiración o contagio inconsciente. Artefacto fabricado con materiales literarios precarios, como el diario adolescente y el testimonio o la entrevista, su estructura se parece muchísimo a la de otra obra maestra, diez años posterior (aunque publicada al mismo tiempo que The Savage Detectives, la traducción de la obra de Bolaño hecha por Natasha Wimmer para el mercado estadounidense): Verano de J. M. Coetzee. Un prólogo y un epílogo en clave de diario de juventud, con una extensa parte central en que se suceden las declaraciones y las entrevistas. Un inicio y un final anclados en los años setenta, en contrapunto con el grueso de una historia oral que se proyecta —precisamente— hacia el futuro.
Me pregunto si Coetzee, un autor tan familiarizado con la cultura hispanoamericana, había leído la novela de Bolaño cuando se enfrentó al diseño de su proyecto o si se trata del espíritu de la época que solo captan los mejores. O si lo había hecho George Saunders cuando, a la hora de decidir la brillante forma de Lincoln en el Bardo no solo siguió el modelo de Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, al mezclar las citas de libros apócrifos o reales (a la manera de Borges) con las voces de ultratumba (a la de Rulfo).
El collage de testimonios que es en sí la novela de Saunders recuerda también al de Los detectives salvajes. Ya lo advirtió Jonathan Lethem: escribiendo desde la duda acerca de lo que la literatura puede hacer, Bolaño demostró que podía hacer cualquier cosa.
La intensidad y la plasticidad de su universo no cesa de generar influencias directas e indirectas, relecturas y variantes, en el vértigo de la maquinaria remix cuyo motor es el latido de la cultura de nuestra época.
[Fuente: www.nytimes.com]

Con textos de Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, recordamos al gran narrador chileno a siete décadas de su nacimiento

Roberto Bolaño (1953-2003)

Hace veinte años, cuando parte de la redacción de La Tempestad radicaba en Barcelona, murió prematuramente uno de los narradores latinoamericanos más significativos del momento: Roberto Bolaño (1953-2003). Desde entonces la relevancia de sus obras principales, así como la publicación de inéditos y traducciones a diversas lenguas, ha afianzado su condición de referente de la literatura en castellano de este siglo. En nuestra lejana edición 32 (septiembre-octubre de 2003) publicamos un homenaje a varias voces, emulando la segunda sección de Los detectives salvajes (1998); en el 70 aniversario del escritor chileno, recuperamos de ese dossier los textos de tres amigos suyos, los escritores Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, escritos para La Tempestad con motivo de su muerte.

Rodrigo Fresán,

masticando un “Menú del Coronel” en el Kentucky Fried Chicken cercano a Plaza Cataluña, Barcelona, agosto de 2003

La pose típica del escritor –la del escritor escribiendo– es también la más privada, la más difícil. Salvo que ocurra una foto –una pose, después de todo; una simulación– es difícil poder ver a un escritor en acción, y nunca vi a Roberto Bolaño escribiendo. O leyendo, ahora que lo pienso. Tampoco lo leí en manuscrito, aunque alguna vez me leyó por teléfono varias páginas de algo en lo que andaba metido, y yo no podía sino escucharlo con cierta desconfianza, sospechando que –como solía hacer Truman Capote, dicen– en realidad estaba inventando en ese instante todas esas frases impecables para ver qué le decía uno.

Recuerdo que me leyó partes en donde aparecía un boxeador negro, donde un hombre de ciudad se fugaba al campo, donde un cocainita (le gustaba más esta palabra, con su sonido de antigua tribu bíblica, que la vulgaridad de cocainómano) lanzaba a los cielos una diatriba contra un dios en el que no creía, donde yo y mi mujer paseábamos por Kensington Gardens y descubríamos una serpiente entre los arbustos. Me hará feliz reencontrarme con esa voz hecha letra en sus próximos libros, pero tampoco me molestará demasiado haber sucumbido al posible engaño porque, después de todo, Roberto era un gran narrador –esa voluntad oral, esa voz entre cantarina y bestial, lejana y próxima como es la voz de una llamada telefónica aparece en todos y cada uno de sus textos– que, además, escribía como muy pocos saben hacerlo.

Me acuerdo de Roberto, sí, hablando de literatura y decapitando a intrusos y diletantes (piltrafillas era una palabra que le gustaba para castigar, casi con amor, a todos aquellos que se le hacían indignos de papel y tinta y ordenador); me acuerdo de Roberto bailando un espasmódico “Aserejé” (canción que le parecía magistral); o contándome extrañísimas películas clase Z arrancadas a un televisor de trasnoche (nunca instaló televisión por cable y supongo que no lo hizo porque sabía que, de hacerlo, quedaría enganchado para siempre a la pantalla); o cantando a los gritos espantosas canciones de rock chilango que a él se le hacían obras maestras del género y que a mí, la verdad, me daban un poco de miedo no más fuera por el efecto casi Mr. Hyde que le causaban a mi amigo.

Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té.

Y me acuerdo –ya lo conté, voy a volver a contarlo– de la tarde que llovía como si se fuera a acabar el mundo, cuando acompañé a Roberto a la estación de Plaza Cataluña donde se subiría al tren de regreso a Blanes. Recuerdo que para hacer tiempo entramos a comer algo a un Kentucky Fried Chicken y Roberto quedó fascinado: el lugar estaba lleno de inmigrantes sudamericanos famélicos. Y supongo que algo le habrá recordado eso a sus días de recién llegado, porque observaba a todos con la curiosidad de un niño y hacía comentarios del tipo “Pero yo tengo que usar todo esto en alguna parte, por favor”. Después bajó por las escaleras rumbo al tren de cercanías y yo volví a mi casa; a la media hora, otra vez, Roberto llamaba a mi puerta. Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té. Después me contó que, mientras esperaba en el andén, se le habían acercado un par de skinheads, que quisieron robarle, que se produjo un forcejeo, que consiguió quitarle a uno una navaja para clavársela a otro a la altura del corazón, que después huyó corriendo por pasillos y por calles, y que ahora no sabía cómo seguir. “¿Qué hago? ¿Me entrego?”. Yo le dije que no, y él me miró con una tristeza infinita y me dijo que no podría continuar escribiendo con una muerte en su conciencia, que ya no podría mirar a su hijo a los ojos, algo así. Conmovido, le dije que, de acuerdo, yo lo acompañaba a la comisaría; a lo que, indignado, respondió: “Pero ¿cómo? ¿Me delatarías así nomás? ¿Sin piedad? ¿Un escritor argentino traicionando a un escritor chileno? ¡Qué vergüenza!”. Entonces Roberto debió haber sentido mi desesperación porque lanzó una de esas risas rotas suyas y, fascinado, repetía una y otra vez: “Si yo no puedo matar ni a un mosquito… Pero ¿cómo pudiste creerte semejante historia, Rodrigo?”.

Buena pregunta; y recién ahora comprendo que esa tarde, sin darme cuenta, yo vi a Roberto escribiendo y escribiéndose, leyendo en voz alta, y –lo que es más, lo más raro y precioso– me vi a mí metido adentro de una de sus historias. Una de esas historias donde Roberto era y es, siempre, por suerte y para siempre, un personaje de Bolaño.

No creo que exista mayor elogio o privilegio que estos.

 

Enrique Vila-Matas,

mirando al mar desde su casa de la Travesía del Mal, Barcelona, agosto de 2003

En los últimos tiempos, muchas de las cosas que yo escribía pasaban por una última revisión de última hora cuando de pronto recordaba que existía Roberto Bolaño y que era muy posible que él leyera aquello. Como tenía la impresión de que Roberto lo leía todo, yo vivía en un estado de constante agitación literaria, él había colocado el listón muy alto y lejos estaba de mi ánimo decepcionarlo, por ejemplo, con algún articulillo enviado apresuradamente a la redacción de un periódico de tercer orden, de esos periódicos que nadie lee y con los que, sin desearlo, adquiero a veces enojosos compromisos. Eso acabó convirtiendo algunos de mis textos de tercera división –todos aquellos en los que uno tiene pensado no poner la carne en el asador– en historias interminables que crecían de pronto en cuanto recordaba la mirada omnipresente de Bolaño: historias que se me volvían infinitas y se me convertían en detectives salvajes. Y así he llegado a presenciar, por ejemplo, cómo un escrito secundario que esperaba sacarme de encima en cinco minutos comenzaba a crecer en distintas direcciones y se transformaba en una novela, la mejor de las mías. Y todo por la maldita altura en la que Bolaño había puesto el listón.

Todo eso ha provocado que, con su muerte, aparte de mi pena de amigo y de la rabia por la conversación literaria interrumpida para siempre, yo me haya sentido aterrado ante uno de los problemas que su desaparición me ha traído: auténtico pánico a que en el momento menos pensado su ausencia pueda conducirme, a la hora de escribir, a cierta relajación. Así vivo ahora: tratando de que esa ausencia no me devuelva a un estado literario de menor exigencia. Así vivo, consciente de que debo seguir viviendo, de que debo vivir, por ejemplo, para preparar un texto exigente del que este sería un borrador exigente, un texto serio sobre la ausencia de Bolaño y también sobre la ausencia –en el momento en que escribo esto– de ese texto serio, del que solo puedo adelantar que invocará a Nazım Hikmet: “Has de vivir con toda seriedad, como una ardilla, por ejemplo, es decir, sin esperar nada fuera y más allá del vivir, es decir, toda tu tarea se resume en una palabra: vivir […] Sucede, por ejemplo, que estamos muy enfermos; que hemos de soportar la difícil operación, que cabe la posibilidad de que no volvamos a levantarnos de la blanca mesa. Aunque sea imposible no sentir tristeza de partir antes de tiempo, seguiremos riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso”.

Creo que así escribía Bolaño. La intensidad de sus últimos textos –uno de ellos inacabado, como deberían ser siempre nuestros textos favoritos– proviene de la fuerza de una escritura consciente de que ha de sentirse la tristeza de la vida, pero al mismo tiempo uno puede amarla, amar con intensidad esa tristeza (que algunos llaman escritura y otros lágrimas perdidas), amar el mundo en todo instante, amarle tan conscientemente que podamos decir: hemos vivido.

 

Juan Villoro,

mirando el sol en el Ensanche, Barcelona, agosto de 2003

Ningún grande se va sin haber dicho cosas que los supervivientes ordenan como premonitorias. Y Roberto Bolaño no paraba de decir cosas. En las semanas que han pasado desde su muerte, la mayoría de sus amigos hemos cedido a ese supersticioso consuelo: recordar las frases donde él entreveía el fin, como si esa lógica adivinatoria hiciera aceptable la partida. “No puedo con el sol”, me dijo mientras desayunaba a las cinco o seis de la tarde, después de escribir toda la noche. Tenía la jornada laboral de un vampiro. Al menos eso decía. Resultaba fácil creerle cualquier cosa, aceptar sin trabas su mitología, tan personal como su escritura.

En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante.

En Barcelona se habla por teléfono con utilitaria avaricia, para “quedar en algo”. Una costumbre detestable para alguien de la Ciudad de México, donde el principal lugar de reunión es el teléfono. En cambio, el autor de Llamadas telefónicas divagaba sobre todos los temas bajo el sol, comenzando por el sol. El verano había comenzado bajo una luz criminal, digna de El extranjero. Nuestras últimas conversaciones giraron en torno a Sevilla, donde Roberto temía padecer aún más calor, y sobre el injusto olvido de Conrad Aiken, que tanto ayudó a Malcolm Lowry (“aunque el cabrón cobraba un sueldo que le mandaba la familia”, precisó Roberto, cuya erudición no perdonaba las bajezas, incluidas las que no estaban comprobadas). También habló de su lectura de Todo modo, de Leonardo Sciascia. En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante. Con Sergio González Rodríguez sostuvo una larga correspondencia sobre las muertas de Ciudad Juárez y con Rodrigo Fresán llevaba una especie de hit-parade de asesinos seriales. De Sciascia le interesaban los detectives vencidos por el cansancio que sin embargo trataban de imponer un orden. Disfrutaba esa Sicilia esencial, de una belleza en ruinas, maltratada por el calor, donde no había vicios suficientes para impedir que un testigo del mal leyera con rigor filológico una cláusula en la ley, tradujera una sentencia latina, fumara un cigarro de cara al mar y luego, como si eso no dependiera de él, ensayara un gesto de dignidad.

Roberto sobrellevó sin estridencias el exilio, la enfermedad, los años de pobreza. Había hecho del estoicismo una virtud, al grado de convencernos de que disponía de una mala salud de hierro que jamás lo vencería. A la manera de los detectives de Sciascia, no se ufanaba de su sosegada resistencia, como si su valentía no fuera otra cosa que el resultado casual de sus complejas circunstancias. Todo modo le parecía una obra menor, pero le intrigaba a fondo un personaje, el férreo sacerdote Gaetano, que en algún momento de la trama dice que solo espera un último bautizo, el de la muerte. “Qué frase, ¿no?”, dijo Roberto. Admiraba la desafiante entereza de aquel cura en la misma medida en que repudiaba que Nanni Moretti hubiera hecho una película sobre la muerte de un hijo.

Cuando Roberto fue internado en el hospital, el aire ardía como un mensaje del horror. Poco antes de su muerte se incendió el camping Estrella de Mar, donde él fue velador nocturno. Nadie recuerda otro verano igual en Cataluña.

Una mañana el aire sufrió un cambio repentino. Salí al balcón de mi edificio. Llovía “con lentitud poderosa”, como en el desierto imaginado por Borges. El agua caía como un milagro inútil o un demorado bautizo. Roberto Bolaño había iniciado su resistente posteridad, algo que a él le preocupaba menos que aprovechar el más allá para inscribirse en un curso de Pascal.

 

 

[Fuente: http://www.latempestad.mx]

Une Saab couleur saphir traverse les pages d’Un fils comme un autre, recueil de nouvelles, anecdotes, historiettes, écrites par Eduardo Halfon. Pour qui s’intéresse aux voitures (et aux détails), on voit aussi une Chevrolet Suburban ou une Ferrari jaune d’œuf, on est sensible à des détails démesurément grossis, on retrouve les lieux et thèmes de l’auteur de CanciónDeuils et Halfon, boy. Ce dernier petit livre évoquait la naissance de son fils ; Un fils comme un autre a été écrit pendant les cinq premières années du petit garçon.

Eduardo Halfon © Adriana Bianchedi


Eduardo Halfon, Un fils comme un autre. Trad. de l’espagnol (Guatemala) par David Fauquemberg. Quai Voltaire, 208 p., 17,50 €


Écrit par par Norbert Czarny

Le changement de perspective n’est pas mince. Eduardo Halfon a surtout écrit sur ses grands-pères, l’un originaire du Liban, l’autre polonais, et l’on a ainsi lu Canción et Le boxeur polonais. Autour de ces deux patriarches se tenait une nombreuse famille, et on allait du Guatemala en Floride, de Pologne en Israël, au gré des explorations du jeune écrivain élevant en phrases, par sauts et gambades, son arbre généalogique.

Le fil qu’il suit dans ce recueil commence par un rituel douloureux mais déterminant, celui de la circoncision du fils. L’accomplir ou pas ? « Pour la première fois, j’avais pris une décision en tant que père. J’avais prononcé mon premier commandement de père. Et j’ai compris, de façon catégorique et même mystique, peut-être, que le pénis de mon fils, à compter de cet instant, ne lui appartenait plus. »

Il arrive que le rapport s’inverse. Les Halfon vivent à Paris, pendant le confinement lié au COVID. Ils regardent une vidéo consacrée au docteur Goodall et à Wounda, un chimpanzé. L’enfant raconte l’histoire avec ses mots : « Et moi, en l’écoutant, j’ai pensé à cette femme et à son équipe qui soignaient un chimpanzé, et à ce chimpanzé qui soignait un enfant, et à un enfant qui soignait un père ».

La tâche curative n’est pas mince : le narrateur et auteur se raconte à travers des récits de longueur variable au fil des années, des lieux, avec cet art de l’ellipse, du retour en arrière et de la digression qui fascine le lecteur. Avec Halfon, on erre dans Bruxelles, cadre de « L’aquarium », on ne sait pas pourquoi il est là, pourquoi non plus il se met dans cet état, avant d’entrer dans la cinémathèque de la ville. Au guichet, il rencontre une fille, « les cheveux teints en rose bonbon ou coiffée d’une perruque rose bonbon, et habillée en homme ». Le déguisement est l’ordinaire de Halfon. Dans Canción, il arrivait à Tokyo déguisé en Arabe. Ainsi l’écrivait-il, provoquant sans le vouloir un certain désordre lors d’un congrès. Au-delà de cette anecdote, on dira que le costume d’emprunt est l’un des attributs du romancier. Dans Un fils comme un autre, la jeune femme n’a rien d’une caissière de cinémathèque. Elle est pianiste et accompagne le film muet qu’il regarde, un mélodrame qui ne l’intéresse guère, sinon qu’il lui rappelle un Chaplin vu au Cine Reforma de Guatemala, et qui lui a beaucoup appris « sur un endroit dans le monde où les mots n’existaient pas ».

Un fils comme un autre : les histoires d'Eduardo Halfon

Vue du Lac Amatitlán, au sud du Guatemala © CC2.0/Rene Hernandez

Ce monde sans parole est peut-être celui du lac au bord duquel son grand-père Halfon a possédé une maison. Cette maison, il a dû la vendre avant de partir en Floride, quand l’instabilité du pays s’est faite trop dangereuse. Le narrateur s’y rend après des années, dans la fameuse Saab couleur saphir, alors que le lac est presque mort à cause de diverses pollutions. Là aussi flottaient des cadavres de guérilleros assassinés par la police ou les paramilitaires, là il retrouve son pédiatre, torturé parce que son fils appartenait à la guérilla, sauvé de justesse par l’un des militaires dont il avait soigné l’enfant. Là aussi serait mort noyé Salomon, l’oncle jamais connu qui est au cœur de Deuils, l’un des romans les plus tragiques de l’auteur.

Une dimension tragique qui, dans le présent recueil, se mêle souvent au fantastique. Dans une nouvelle intitulée « Beni », le narrateur est confronté à une violence qu’annonce la première phrase : « J’aurais voulu lui demander s’il avait vraiment dû manger son propre chien ». La question s’adresse au chauffeur qui le conduit dans un camp militaire, chez Beni, autrefois serviteur dans la famille, mais de quel parent, il ne le sait pas. Ce Benito dont il donne le nom complet est désormais mort, et on ignore en lisant quand se déroule cette histoire. Les repères chronologiques sont brouillés, reste la cruauté de ceux qu’on appelle les kaibiles, d’après le nom d’un chef maya. Ces commandos ont été créés au début des années 1970 et Beni en a été membre. Retenons leur extrême violence, exercée contre des villageois qu’ils soupçonnent de soutien à la guérilla et qu’ils prétendent « vacciner ». La chute du récit est glaçante, sans que l’on sache si elle est de l’ordre de la réalité ou de quelque cauchemar.

On s’en voudrait, cela dit, de négliger la part pleine d’humour, parfois absurde, du recueil. Dans l’historiette intitulée « Gefilte Fish », qui évoque ce plat typique de la cuisine juive ashkénaze qu’est la carpe farcie, une cigarette fumée alors qu’il est trop jeune pour aspirer provoque une réaction que ce seul plat fade et gras pourrait provoquer. Dans un registre aussi léger, « La loutre verte » est un conte qui pourrait s’intituler « le cheval bleu », si la logique des enfants était la nôtre.

Un fils comme un autre : les histoires d'Eduardo Halfon

Mais ce recueil raconte aussi comment est né chez Halfon le désir d’écrire, et d’abord de lire. « Histoire de mes aiguilles » est l’histoire d’Atchoum, alias Morveux, ou Rudolph (nom d’un fameux renne rouge), surnoms qu’on donne au narrateur qui souffre de rhinites allergiques. Il connaît une première épreuve face à El Gato, un médecin qui rappelle l’oto-rhino soignant Michel Leiris : l’écrivain le raconte dans L’âge d’homme. Une agression, et une trahison des parents. La première aiguille ne suffira pas et celles que pose un acupuncteur permettent au jeune adulte de s’exprimer. Son nez coule sans cesse car il est contrarié : il est ingénieur diplômé, mais telle n’est pas sa voie, il veut lire. Lire et seulement lire.

On verra dans « Quelques secondes à Paris » comment de « lecteur junkie » il passe à « lecteur salopard », avec étape à « lecteur artisan ». Qui aime Balzac ou Bolaño (entre autres) se reconnaitra. Comme dans « L’aquarium », la nouvelle se déroulant pour partie à Bruxelles, cette histoire parisienne (ou presque) part de déambulations, d’errances, d’un épuisement aussi. Mais une épiphanie le sauve alors qu’il est au bout du rouleau. Une rencontre qui rappelle celle de Tamara dans Monastère, ou d’Aiko dans Canción : « Je savais que toute ma vie, jusqu’à cet instant, avait été vécue par quelqu’un qui n’existait plus, ou ne voulait plus exister. J’étais seul, malade, abandonné, totalement perdu, et brusquement, la blancheur d’un mollet au beau milieu d’une nuit d’hiver m’a fait me sentir de nouveau vivant, fût-ce pour quelques secondes. Mais parfois, quelques secondes nous suffisent. »

 

[Source : http://www.en-attendant-nadeau.fr]

Famosa és la proclama de Charles Baudelaire que ens convida a embriagar-nos: de vi, de virtut, de poesia, del que sigui, però cal que ens embriaguem. En el centenari del naixement del conegut escriptor nord-americà Jack Kerouac, aprofitem per parlar d’un dels escriptors més embriagats, d’altres insignes de la seva generació beat i d’alguns dels mestres de la literatura universal que han investigat la influència de les drogues a través d’uns escrits atrevits, provocadors, reveladors, durs i immisericordes.

Jack Kerouac

Enguany no només podem celebrar els centenaris de naixement de Joan Fuster, Gabriel Ferrater, Guillem Viladot, Pier Paolo Pasolini o William Gaddis. L’emblemàtic Jack Kerouac, o Jean-Louis Lebris de Kérouac tal com s’anomenava ell mateix, també va néixer el 1922, en el seu cas un dia 12 de març a Lowell, Massachussets, en una família de quebequesos emigrats. Va viure i va morir com un autèntic meteorit contracultural banyat en alcohol: als 47 anys va patir múltiples hemorràgies internes provocades per una baralla de setmanes anteriors mal curada i per complicacions derivades d’una cirrosi galopant.

A la universitat havia destacat com a corredor de futbol americà, fins i tot havia obtingut una beca, però una lesió i un bon grapat de discussions amb l’entrenador i altres autoritats varen tallar de soca-rel una carrera que va intentar trobar nous camins amb un ingrés, de poc temps, a la marina mercant, d’on també el varen acabar expulsant, en aquest cas perquè un diagnòstic mèdic declarava que Kerouac patia “personalitat esquizoide”. Aquella energia desbocada que el marcava el va menar a escriure obres literàries ja canòniques com la proverbial novel·la A la carretera, que compta amb diverses edicions en llengua catalana, a cura de Manuel de Seabra, a la MOLU; d’Anna Llisterri, que va traduir el rotlle original per a Edicions 62, o de Ferran Ràfols Gesa, que ens ha proporcionat la darreríssima versió a Kalandraka. A la carretera és fonamental per la seva fúria desbocada, pel seu to inqüestionablement melancòlic, però també perquè és la pedra de toc que va catapultar Kerouac i la generació beat, una obra que va ser adaptada en cinema per Walter Salles l’any 2012 i degudament comentada per Àlex Milian en un article publicat a EL TEMPS: “Literatura americana sobre rodes”.

En efecte, Jack Kerouac ser un viatger infatigable, un cercador d’experiències extremes, un catòlic fervent, un anticomunista convençut, un amant fervorós del jazz, un fornicador insaciable, un alcohòlic assedegat i un escriptor que va destacar amb dret propi per la seva prosa espontània, directa, rabiosa i tan corprenedora, sense concessions. Llegir-lo en l’adolescència és un incendi que sens dubte mena cap a més lectures o, fins i tot, cap a la necessitat d’escriure sota l’empremta del seu mestratge. Rellegir-lo durant l’edat adulta confirma el do que tenia a l’hora de saber transmetre emocions fortes amb paraules clares, sentències apoteòsiques i revelacions atordidores. Va flirtejar amb la bohèmia, es considerava un marginat, era un contestatari, però va canviar la manera d’encarar-se a la pàgina en blanc definitivament, amb coratge i estil i llibertat.

La veu reconeixible de Jack Kerouac comparteix entusiasme amb les de Jack London, Thomas Wolfe, Ernest Hemingway, William Faulkner, Raymond Carver, John Fante, Charles Bukowski o Hunter S. Thompson, i ha deixat una empremta tan fonda a la literatura nord-americana que el seu llegat continua viu i frement. Ho sap molt bé un dels seus seguidors més cèlebres a casa nostra, una de les persones que més coneix la generació beat, com Jordi Benavente, autor del llibre Tots els focs totes les pistoles, un evangeli salvatge publicat a la col·lecció “DeBiaix” de Lleonard Muntaner Editor. Aquests focs i aquestes pistoles han estat un èxit de públic i crítica, i han mostrat les sàvies combinacions de passions beatniks al costat del furor per Roberto Bolaño, Gary Snyder, Sam Shepard, Patti Smith i l’art de caminar per les muntanyes com un pelegrí orat ferit per la bellesa. Llegint Benavente es té la sensació que estem davant d’un fill bastard dels beatniks passat pel sedàs nostrat de Perejaume: “Va deixar escrit que no volia epitafis. // Va deixar escrit: Qui necessita temples tenint camins?”

Pòtols, místics i embriacs

En els darrers anys, Kalandraka ha anat configurant un magnífic catàleg, potser massa poc conegut encara, amb alguns dels llibres més apassionants de la literatura mundial, obres que encara no s’havien traduït al català o que si les teníem a la nostra llengua feia anys que estaven descatalogades. Aquest darrer és el cas d’una autèntica bíblia beatnik com Els pòtols místics de Jack Kerouac, amb traducció i pròleg de Manuel de Pedrolo i revisió de Tina Vallès.

Aquesta obra emocionant és un convit a l’aventura de viure més enllà dels límits permesos, és un tractat orientalista i orientalitzant que va posar de moda conceptes com el zen per al gran públic, és una autoficció exaltada que es constitueix a partir de l’èpica del viatge americà, és un manual de mística fervent construït seguint els patrons de novel·les aventureres i filosòfiques com les de Jack London i, finalment i entre moltes altres coses, és un retrat fascinat d’un personatge anomenat Japhy Ryder, alter ego de Gary Snyder, que ha vist com els seus Assaigs sobre vida i natura han estat publicats recentment en català gràcies a Quid Pro Quo amb traducció de José Luis Regojo. L’exaltació que proposa Kerouac troba un punt ascètic al costat del vessant naturalista, conscient i pausat del fascinador Snyder, “un dels grans herois nous de la cultura americana”, segons el narrador, Ray Smith, transsumpte del mateix Kerouac.

A l’aclaridora introducció que acompanya Els pòtols místics, Manuel de Pedrolo parla del “panteisme còsmic” i de la “presa de consciència” dels beatniks, que segons el prolífic autor nascut a l’Aranyó, responsable d’obres com Espais de fecunditat irregulars o Crucifeminació, són uns “existencialistes” contemporanis que varen reflexionar, a través dels seus escrits i els seus fets vitals, sobre la vida humana, i la varen fer tremolar, tot a partir d’una llibertat sexual sense fissures i l’acostament a tota mena de substàncies que alteressin la consciència i obrissin “les portes de la percepció”, en paraules del mestre William Blake. Pel que fa al consum de drogues per potenciar l’escriptura, els beatniks no varen ser els primers, però potser sí els que ho varen cridar més fort als quatre vents.

Beatniks: ments brillants i cossos devastats

Les persones que varen integrar la generació beat, i els moviments que se’n derivaren a continuació, varen representar un rebuig clar i rotund contra els valors estàndards de la societat, varen abraçar filosofies i mirades orientals, varen dur a terme una defensa absoluta de l’espontaneïtat i de la llibertat, i en el fons no varen deixar de ser, en cap moment, uns experimentadors que s’esforçaren a viure de primera mà experiències radicals, com la de l’abús de drogues, i a crear nous llenguatges i noves maneres de fer una literatura desfermada. Com ho va significar per al filòsof Antonio Escohotado, responsable de títols conegudíssims que han fet història com Historia general de las drogas, prendre segons quines substàncies pot ser un motor per a la creació i per a nous estats alterats de la ment, transformacions que no sempre tenen un bon final.

Com canta Allen Ginsberg al seu Udol, autoedició i traducció de Pepa Úbeda, ell mateix va veure les ments més brillants de la seva generació destruïdes, en part, per drogues comprades a barris de mala mort. Sobretot tabac, marihuana i alcohol, però també amfetamines, LSD, metadona, peiot o drogues encara més dures, com l’heroïna, tal com ho explica amb tot luxe de detalls surrealistes William S. Burroughs a obres polèmiques com The Naked Lunch, un llibre que és a la vegada una raríssima autobiografia lisèrgica, una curiosa fusió de malson de ciència-ficció i novel·la negra, així com una anada d’olla considerable a través d’un llenguatge fet trossos entès com a “virus” frenètic. David Cronenberg va compartir l’obra clau de Burroughs en un dels seus millors films de “carn nova” i metacossos mutants.

De fet, acaba d’arribar a les llibreries la biografia que Barry Miles ha dedicat al terrorista lingüístic i jonqui més desfermat de la generació beat, William S. Burroughs, autor d’un dels llibres clau per entendre què significa consumir heroïna com és Junkie: Confessions of an Unredeemed Drug Addict, després batejada Junk i finalment Junky, obra que primer es va publicar sota el pseudònim de William Lee. Kerouac va fer un homenatge a Burroughs a les pàgines d’A la carretera convertint-lo en el personatge d’Old Bull Lee, un professor que es va passar la vida aprenent, un nòmada i un consumidor de tota mena de substàncies.

Drets, de dreta a esquerra: Michael McClure, Gregory Corso, (S.I.), Kenneth Rexroth, Allen Ginsberg i Lawrence Ferlinghetti. A sota, Peter Orlovsky, Diane di Primia, Elise Cowen, (S.I.), Joyce Johnson, Gary Snyder i S.I. A la dreta, algunes de les traduccions més recents de Kerouac, Snyder i Ginsberg.

Elles també escrivien, follaven i es drogaven

És molt coneguda la frase que va amollar Gregory Corso en un homenatge a Allen Ginsberg: “Hi varen haver dones beatnik, oi tant que n’hi varen haver, jo les vaig conèixer, les seves famílies les varen tancar en institucions psiquiàtriques, varen haver de patir electroxocs. Durant els anys cinquanta, si eres un home podies ser un rebel, però si eres una dona les teves famílies t’havien d’engarjolar. Hi varen haver dones beatnik, jo les vaig conèixer; algú, algun dia, en parlarà.”

Fou el cas d’Elise Cowen, una poeta que tenia una amistat molt forta amb Allen Ginsberg. Tots dos deien de broma que eren germans bessons, perquè s’assemblaven molt físicament i espiritualment, però aquesta relació tan màgica i especial no va impedir que arrossegués un seguit de depressions molt profundes i que als 28 anys se suïcidés llençant-se d’una finestra de l’hospital on estava tractant-se d’una hepatitis i de la seva psicosi. Un dels seus poemes més recordats es titula “Heroïna” i l’acaba anomenant “llaminadura” en un final de profund impacte. Blai Bonet deia que els acabaments d’un poema han de ser com cops de boxa definitius. Doncs Elise Cowen sempre guanyava per KO.

Joan Vollmer Adams, una jove poeta, va morir a Mèxic per culpa del tret que el seu marit William S. Burroughs li va fotre al cap mentre jugaven amb una ampolla de vidre buida tot imitant Guillem Tell en un moment de delírium trèmens alcohòlic i jonqui. Aquesta sòrdida història de final tràgic és una de les moltes que amara el volum de poemes en prosa Guillem Tell que el poeta Jordi Valls, un dels darrers guanyadors del Premi Vicent Andrés Estellés de Poesia dels Premis Octubre, va publicar al segell AdiA Edicions i que, segons Bernat Dedéu, “conté el vers de l’any (2016)”.

William S. Burroughs

Als dinou anys, Diane di Prima (“Soc una dona de plaer”) va mantenir correspondència amb Ezra Pound, que la va considerar una gran nova veu, i Kenneth Patchen, un mestre per a les noves lleves i un dels noms més respectats per la generació beatnik per les seves bellíssimes traduccions de poetes d’Orient. Diane di Prima va ser una autora que es va implicar en classes d’escriptura creativa, en teatre, en poesia política de combat…, i imprescindibles són les seves Memoirs of a Beatnik per aprofundir en l’època.

Leonore Kandel va acabar convertida en Romana Swartz, “un monstre romanès de gran bellesa”, segons Jack Kerouac a Big Sur. Va ser molt més que això. Kandel va ser una poeta que amb The Love Book, i concretament el poema “To Fuck with Love”, va ser censurat i confiscat per la policia. El seu delicte? Obscenitat pública, un procés inquisitorial que ja havia patit Allen Ginsberg amb Howl. Poc després d’això va patir un accident de moto amb la seva parella, un Àngel de l’Infern, i per culpa de les seqüeles va haver de conviure amb grans dolors fins al final de la vida.

Però no totes les beatniks són mortes, n’hi ha que encara aguanten, i de quina manera, com Anne Waldman, autora que ha publicat més de quaranta títols i va ser molt amiga d’Allen Gisberg, amb qui va fundar la Jack Kerouac School of Disembodied Poetics a la University of Naropa de Boulder (Colorado), i de William S. Burroughs, a qui sempre va considerar un mestre i una de les seves majors influències pel que fa a la construcció d’artefactes lírics polifacètics. O com Marge Piercy (“Humit, humit, en la humitat fotut, / crec que ets cervesa, llet i semen”), poeta, novel·lista i responsable d’increïbles creacions ciberpunk. O com Diane Wakoski, responsable d’una prolífica obra cada cop més respectada, amb títols bestials com Coins & CoffinsInside the Blood FactoryThe Magellanic Clouds o Dancing on the Grave of a Son of a Bitch. En efecte, els seus títols són molt il·lustratius, però és que els seus poemes són com hòsties.

Finalment, Djuna Barnes no va ser beatnik, no, però sí una figura precursora que va beure quantitats industrials d’alcohol, es va drogar incansablement al llarg de la vida, va viure una orgia perpètua a través d’una seductora ambigüitat sexual i es va consagrar a una escriptura personalíssima i experimental que encara ara fascina per la seva aposta reeixida. Recentment, LaBreu Edicions ha publicat un dels seus títols més valorats, El bosc de la nit, amb una nova traducció de Laia Malo, pròleg de T. S. Eliot i epíleg de Jeanette Winterson.

Totes aquestes figures oblidades, negligides, silenciades varen trobar en Annalisa Marí Pegrum una aliada que les va agombolar i traduir en un recull que va tenir molta fortuna, Beat Attitude, una antologia de dones poetes de la generació beat a Bartleby Editors, absolutament clau per descobrir una faceta secreta d’aquella època tumultuosa i sensacional, entre el miracle i el desastre.

Altres evangelistes de les drogues

Tanmateix, la ficció, la poesia i l’experimentació de la tropa beatnik no són els únics camins per a l’exploració literària de les possibilitats de les drogues, una “drecera a la transcendència. Aquesta és alhora la seva gràcia i el seu problema”, com ho explica Joan Burdeus en un dels seus sempre enlluernadors articles. Recentment, Edicions Poncianes ha publicat a la col·lecció “Bèsties Noir” una altra joia bibliogràfica per al seu excepcional catàleg, una perla negra que continua una línia d’obres testimonials d’autors que han volgut deixar el seu testimoni a partir del contacte directe amb les drogues. Es tracta del dietari d’exploració Miserable miracle. La mescalina d’un autor sempre viatger com Henri Michaux, amb traducció de Guillem Usandizaga i pròleg de Joaquim Sala-Sanahuja. El conegut explorador belga, que va conrear totes les arts i les va construir a partir de recerques geogràfiques o imaginàries, va consumir mescalina en sessions monitorades per tal d’estudiar les possibilitats de l’al·lucinogen extret del peiot de Mèxic. Ho fa sense misticismes ni romanticismes, la cruesa de les seves paraules mata la capacitat de fascinació d’una substància que sembla més insuportable que plaent. El volum inclou els seus dibuixos escrits sota la mescalina: són gairebé terrorífics. Així el títol és orientatiu: és un miracle, en efecte, però ben miserable. No era el primer cop que Michaux obria finestres a través de digestions extremes: anys abans havia tastat l’èter i l’opi per escriure poesia. Ho explica molt bé al seu article “Michaux, Miserable miracle”, que publica a El Temps de les Arts el poeta i traductor Ricard Ripoll, darreríssim guanyador del Premi Vicent Andrés Estellés de Poesia dels Premis Octubre amb Fènix, publicat per Edicions 3i4.

Un dels orígens més importants d’aquest historial d’obres que formen part de la literatura universal per la seva voluntat de desvetllament de veritats fins aleshores esquenades és Les confessions d’un opiòman anglès de Thomas de Quincey, amb traducció d’Enric Sòria a Bromera. És una inquietant autobiografia construïda a partir del consum d’opi i de la fascinant força de la imaginació humana de part d’un dels autors més rars i prolífics de la literatura anglesa. Té escenes tan crues i implacables que les pàgines del conegut devorador, així com defensor de l’assassinat com una de les belles arts, varen influenciar escriptors com Edgar Allan Poe o Charles Baudelaire. El primer es va matar bevent, com Kerouac, el segon va proclamar que l’embriagament és un estat superior de l’home.

I com que considerava l’embriagament absolutament necessari en un món corromput i putrefacte, Charles Baudelaire va estudiar amb cura l’opi, l’haixix i el vi en Els paradisos artificials, que compta amb una traducció, introducció i notes increïbles per part del poeta Andreu Subirats a la bella editorial Días Contados, tot i que és cert que hi havia hagut versions anteriors a cura de Ferran Canyameres, Carles Castellanos, Vicent Alonso i Anna Montero. De fet, Subirats desmitifica l’obra i la presenta amb tots els ets i uts: “La veritable originalitat d’Els paradisos artificials la trobem tant en les descripcions dels diferents estats d’embriaguesa com en la poètica de la composició i l’heteronímia de la narració, que aporta una veu sincera, poètica i singular.”

Un altre dels pioners que es va embarcar en l’anàlisi de les drogues des d’una perspectiva gairebé científica, i amb el somriure burleta de Déu a la ploma, va ser Honoré de Balzac. L’escriptor Melcior Comes, que ha publicat fa poc Tots els mecanismes a Proa, va traduir fa anys Sarrasine i altres narracions de Balzac, amb epíleg de Victor Hugo, per a l’editorial Ensiola. Inclou el “Tractat dels excitants moderns”, un dels moltíssims assajos que va escriure l’incommensurable geni francès amb voluntat de fer un registre civil de totes i cadascuna de les veritats del món. Tot i que era un confessat addicte al cafè, ja que en consumia quantitats descomunals per escriure les seves obres mastodòntiques, arriba a conclusions una mica dràstiques després d’haver-lo analitzat al costat de l’alcohol, el sucre, el te i el tabac: “L’home només té una força vital, que està repartida de manera igual entre la circulació sanguínia, mucosa i nerviosa. Absorbir-ne una aprofitant-se de les altres és causar una tercera part de la mort.”

Òperes d’àcid, cavalls salvatges i dames de Formentera

L’editorial Males Herbes ha apostat amb insistència per un dels llibres més brutals de la història de la literatura recent: Òpera Àcid de Miquel Creus. S’hi explica l’infern de l’heroïna des d’una mirada tòrrida i tèrbola, duríssima i monstruosa, delirant i enrampada, gens ni mica amable. L’obra comença amb una nena que “té una xeringa clavada al braç: l’agulla enfonsada dins d’una vena inflada i morada.” La baixada als inferns que proposa és esborronadora. Tot i el seu alè devastador, ha generat una legió de fans, des de l’escriptor, editor i prologador de la reedició necessària del volum, Ramon Mas, fins a un altre dels autors de la casa com Ferran Garcia, que enguany ha aconseguit un gran ressò amb Guilleries, una novel·la que és una curiosa fusió entre els universos onírics d’una demencial Catalunya profunda com de Vayreda i les imatges trasbalsadores de Miquel Creus passant pels aforismes d’Andreu Vidal. De fet, Ferran Garcia va aconseguir el Premi Recull de Retrat Literari amb una escriptura dedicada a Miquel Creus i està preparant, amb Ramon Mas i Ricard Garcia, un llibre i un documental dedicat a l’autor responsable d’Òpera Àcid, que va morir poc després de donar el consentiment per a la reedició de la seva obra de culte, la darrera que va escriure abans de marxar a Berlín per deixar-ho tot enrere i enfora.

Tanmateix, l’autor que a casa nostra més ha estat consagrat per un apoteòsic díptic de drogues, sexe, somnis i rock-and-roll és Jordi Cussà, no pas un jonqui que va escriure sinó un escriptor que durant un temps havia estat jonqui i, anys després de l’experiència, la va immortalitzar en una de les obres que més ha captivat noves mirades durant aquests darrers vint anys de naixement, renaixement i proliferació: Cavalls salvatges. Va veure la llum a Columna per primer cop l’any 2000, com si l’autor hagués volgut sacsejar els fonaments de la literatura catalana tot just acabat de començar el nou mil·lenni. Actualment, aquest volum cada cop més llegit i rellegit es pot trobar a L’Albí amb pròleg de Matthew Tree, i fa poquíssim s’ha convertit en una novel·la gràfica gràcies al dibuixant Kap a la col·lecció “Doble Tinta” de Pagès Editors; ha aparegut en traducció al castellà, del mateix autor, a Sajalín, i en traducció a l’anglès a Fum d’Estampa Press a cura de Tiago Miller.

L’obra que tanca la trajectòria de Jordi Cussà és Les muses, capítol final d’una trilogia històrica atípica iniciada amb La serp i continuada amb El Ciclop. Presenta una altra metodologia a l’hora de fer una novel·la que miri enrere en el temps i converteix la inspiració en una mena d’estat en èxtasi creatiu, com el proporcionat per substàncies addictives. Tanmateix, Cussà és expert a eliminar mitificacions i romanticismes, i descriu les drogues com a seductores màquines de matar. És des d’aquest prisma on destaca Formentera Lady, un dels best-sellers i long-sellers de LaBreu Edicions, l’altra cara del díptic i el retorn de Cussà als seus orígens, aposta que li va costar molt, ja que es va esforçar durant un bon temps per constatar la seva habilitat més enllà de la seva obra de culte. Com que no es volia repetir, volia aportar alguna cosa nova que encara no havia dit, i és així com Formentera Lady aconsegueix anar més enllà de Cavalls salvatges a partir d’un interessantíssim joc narratològic de nines russes que dialoga molt bé amb clàssics com Boccaccio o Chaucer, però també amb noms catalans com Miquel de Palol. No s’equivoca, però, Matthew Tree quan assegura que Cavalls salvatges de Jordi Cussà és el nostre Trainspotting i que és un “d’aquells llibres en què no sobra ni hi falta res: ens ofereix tot un món, rodó i complet. El món, en aquest cas, és el dels jonquis i traficants catalans dels anys vuitanta, però el llibre no és d’interès exclusivament per a venedors o consumidors d’estupefaents, ni de bon tros: al contrari, l’autor ha aconseguit que aquest món i els personatges que hi viuen, tingui una universalitat —per fer servir una paraula potser massa altisonant— que fa que tots ens hi puguem emmirallar…”.

Les drogues han proporcionat miralls, forats o finestres que ens han permès contemplar la realitat des d’altres perspectives en una estranya barreja de plaer i dolor que encara ara continua fascinant pel misteri obscur que proposa i pel joc constant amb la mort a partir d’una vida viscuda amb intensitat prohibida. La literatura ha funcionat, un cop més, com a espai segur per no haver de viure en pròpia pell alguns paradisos artificials i alguns inferns particulars, fosc testimoni de vides truncades o d’experiències sobrehumanes. Qui continuarà els evangelis jonquis del futur? El temps i la gosadia ho acabaran confirmant.

 

[Font: http://www.eltemps.cat]

O barcelonés publica «Montevideo», unha volta de porca máis á súa obra

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Escrito por ENRIQUE CLEMENTE

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) dá unha nova volta de porca á súa obra narrativa con Montevideo (Seix-Barral), unha novela na que xoga coa realidade e a ficción, o ensaio e a narración e que toma como referencia o relato A porta condenada de Julio Cortázar.

—¿Por que de entre as cidades que o narrador vai revisitando elixiu o título de «Montevideo»?

—Porque é o núcleo central do libro. Está escrito mentalmente coma se estivese en París, porque é un libro francés dalgunha forma, pero escribino en Barcelona. O libro é como unha viaxe mental continua, con saltos dun lugar a outro, pero sempre retornando a un centro, que é o misterio que hai no cuarto do hotel de Montevideo do conto de Cortázar.

—Na novela enuméranse cinco tendencias literarias, ¿en cal poderíase encadrar?

—A única que me intriga e interésame é a segunda, non dicir nada deliberadamente. Aínda estou a pensar que significa isto.

—¿Hai demasiados escritores que non teñen nada que dicir e, con todo, publican?

—Todo o mundo ten algo que contar. Bolaños díxome que hai xente que só viviu unha historia, pero non a escribe e se escríbea faino mal.

—Neste libro, como noutros seus, hai unha vocación ensaística, ademais de narrativa.

—Hai intervencións directas do autor, que é a voz do ensaísta que une todos os libros que escribín, e por iso hai pensamento dentro das narracións. Síntome moi libre narrando, pero necesito a voz que pensa. Fálase da novela obxectiva pero é un mito falso, Flaubert xa o dixo, «Madame Bovary son eu». Ata na Biblia hai alguén detrás que crea. Está todo inventado.

—Critica a moda da autoficción.

—Ultimamente utilízase o remato para denigrar calquera libro. A autoficción non existe, é un invento do século XX en Francia de Serge Doubrovsky, que serviu como clasificación. Eu digo que horror que me clasifiquen de entrada e, por outra banda, digo que todo é ficción. Un libro de realismo social dos cincuenta tamén é ficción, por moito que fale do mundo obreiro. Agora tamén existe a non ficción baseada nunha falsa crenza, porque cando escribes de algo real modificas o mundo coas túas palabras e creas outra realidade. Para min é fascinante crear un mundo propio grazas á escritura, como me pasou a min.

—¿Que supón esta novela dentro da súa obra?

—Os meus libros xorden do anterior, están enlazados e forman un libro único, e este último parece case o desenlace, aínda que agardo que non porque aínda podo continuar. Sempre hai unha voz, que sería o ensaísta, recoñecible, pero os narradores, aos que chamo avatares, viven historias distintas.

—Recupera o relato «A porta condenada» de Julio Cortázar.

—O meu obxectivo era ver onde irrompía o fantástico no conto. Un narrador é como un detective moitas veces, alguén que busca algo, neste caso é comprobar que pasa cando un ve a ficción e a realidade xuntas nunha porta e por iso viaxa a Montevideo. Uns anos antes eu viaxara a Montevideo por traballo, fun ao Hotel Cervantes, pedín que me desen o cuarto de Cortázar e dixéronme que non existía, de modo que quedei un pouco frustrado, e á volta, despois duns meses, vin que o hotel publicitaba que Cortázar durmira alí.

—Na novela, como é habitual nos seus libros, hai numerosas citas de escritores.

—Nos meus libros ás veces conto unha historia da miña tía, do que pasou co meu avó, cun amigo, e tamén de escritores que enlazan, neste libro máis que nunca, co que se está narrando. Creo que é a vez que mellor o logrei, están ben ensambladas, talvez en libros anteriores podían parecer gratuítas.

—O narrador ten obsesión polas portas, que, segundo Cirlot, son unha invitación a penetrar no misterio.

—Talvez é unha frase doutro tempo, máis que penetrar, a porta é unha invitación a ver a outra parte.

—Hai outra frase no libro: «O visible son restos dos invisible».

—Explica case todo o libro.

—¿Os escritores están nunha inacabable procura dun estilo propio?

—Sempre hai unha eterna procura do estilo. En Montevideo hai unha procura de algo, non demasiado resolta. O meu libro Unha casa para sempre é a historia dun ventrílocuo que o pasaba moi mal porque só tiña unha voz propia, aos bonecos non lles podía dar outra, eu aí xa me ría do tópico que di que un escritor debe ter voz propia. É posible que eu xa a teña, pero río disto tamén.

—¿Que é para vostede a literatura?

—Pódese dicir que todo o que escribín é a procura para pescudar iso e tamén para saber por que escribo. Neste último libro descríboo dun xeito moi ambiguo que deixo no aire, a procura dun cuarto propio ao estilo de Virginia Woolf.

—¿Cal vai ser o seu seguinte paso tras «Montevideo»?

—Cada vez que remato un libro os amigos dinme que vou facer, porque parece que cheguei a un punto límite. Eu digo que escribo para chegar a un punto límite e atopar o buraco, do que falaba o meu pai, para escapar do que nos ten atrapados. Toda empresa novelística que emprendo é para atopar a saída e ir a outro lugar.

—Vostede aprendeu pronto que a realidade non é unha ciencia exacta.

—É a consecuencia de ter tomado LSD aos 20 anos no servizo militar en Almería, que me fixo ver que hai outras realidades. A partir de entón non confío na realidade exactamente, desconfío, seguindo o consello do meu pai.

 

[Imaxe: Marta Perez – fonte: http://www.lavozdegalicia.es]

 


3822542879.JPGGregory Mion dans la Zone

«J’ai plus que jamais la conviction qu’aujourd’hui une existence convenable n’est possible qu’en marge de la société, en risquant naturellement avec plus ou moins d’humour qu’elle vous lapide ou vous condamne à mourir de faim.»
Hannah Arendt

«Un jour, je m’éveillai tout hébété à mon destin véritable.»
O. V. de Milosz, L’amoureuse initiation

Écrit par Juan Asensio
Cartarescu.JPGTout roman qui fait apparaître plus d’une fois le nom mythique d’Henry Darger promet au moins – supposons-le – de s’aligner sur les vastes proportions d’existence et de mystère de celui qui fut le mage de Chicago sans que nul ne le sache jusqu’à sa mort en 1973, et de celui qui fut encore, peut-être, le plus colossal des créateurs ayant jamais foulé la Terre de son pied olympien. En effet, quiconque a pu approcher un tant soit peu les exploits d’Henry Darger, quiconque a eu cette louable curiosité n’ignore pas que cet homme fut aussi secret que prolifique, traversant les jours comme une ombre et traversant les nuits comme un éclair, anonyme travailleur donnant satisfaction à tous ses maîtres et contremaîtres pendant le daytime avant de rentrer chez lui, de s’isoler dans l’unique pièce de son insipide studio, de se dresser ou se redresser à l’heure où tout se met à coïncider avec le mouvement déclinant du crépuscule. La ville se couchant, Henry Darger se levait – les gratte-ciel de Chicago disparaissant chaque soir dans les ténèbres, les fanatiques de ces priapismes en béton armé calmaient leurs ambitions tandis que Darger ressuscitait les siennes, les premiers visant la domination, le second espérant la fin de la domination la plus perverse. Quotidiennement et inlassablement, il se réveillait donc de la torpeur aliénante de ses pénibles métiers et des soumissions qu’ils impliquaient : il se délestait alors de sa normalité de surface pour se lester d’une pathologique et approfondie fureur créatrice, écrivant et peignant l’histoire à peu près véridique de sa vie aussi bien que l’histoire imaginaire de plusieurs enfants persécutés, ce qui, finalement, revenait au même tant ses personnages lui ressemblaient, tant ils étaient inscrits dans l’axe écrasant de sa propre enfance confisquée.
Ces intensités nocturnes – à l’instar d’un Prométhée qui se déchaînerait toujours en amont ou en aval de son répétitif châtiment – prirent la forme de nombreuses décennies de claustration qui permirent d’accumuler au sein d’un logement de fortune des milliers de pages et des quantités non moins énormes d’aquarelles. L’homme qui allait d’un emploi ingrat à un autre emploi ingrat possédait en réalité un refuge, un passage souterrain sous les décombres de son invisible personnalité publique : il avait la capacité de faire abstraction de sa banalité sociale et de vivre en lui-même et pour lui-même à l’égal d’un singulier démiurge refaisant le monde selon des critères davantage équitables – ne serait-ce déjà que pour juger les maudits bourreaux d’enfants et leur ôter artistiquement toute faculté de nuisance, tel un Dickens s’étant consacré à une littérature allégoriquement justicière pour sauver l’enfant qu’il avait incarné et pour condamner les adultes qui font la guerre à l’innocence, tel encore un résistant Armel Guerne à la remorque de la Seconde Guerre mondiale enfin terminée, noircissant des lignes spastiques mais belles in the hit of the moment, héros déconcerté par ces «enfants retournés à la mort les yeux remplis de gris», homme de loyauté affligé par le troupeau des collaborateurs, découragé sans doute par la diffamation qui a trop longtemps outragé les purs et durs, les compagnons de la France Libre, défait d’avoir «mal au mal qu’on nous a fait» (1) en usant d’une méthodique inhumanité, certainement sidéré de constater l’intransigeante évidence qui certifie la victoire du vice et la déchéance de la vertu – tout compte fait : le glas d’une ère qui eût pu sauver ses enfants de justesse et le début d’un temps maléfique où plus aucune candeur n’a l’air tolérée. Que ce soit Guerne ou Darger, Dickens aussi forcément, ces trois-là ne purent se résoudre à être du côté de «tous les malins de ce monde qui savent, savent si bien ne plus y penser», savent se laver les mains du «dessèchement de l’amour» (2) et du satanisme qui compromet gravement le séraphisme. Pour eux trois, il est indubitable que l’enfant est un sauveur, un abri, un talisman, et l’on verra que Mircea Cărtărescu ne siège pas en dehors de cette respectable assemblée dont le sociétaire américain l’a particulièrement ému. L’union de ces hommes, dût-on la trouver arbitraire parce qu’elle provient de notre foi, n’en constitue pas moins le chœur qui pourrait chanter «le cantique de l’amour», «l’amour candide de demain», le halo susceptible d’exorciser «les très-obscènes et sentencieuses larves de la banalité» (3) assassine qui d’une part, directement, envoyèrent par leur servitude un nombre incalculable de justes à l’échafaud, et qui, d’autre part et indirectement, eussent pu croire que Darger était des leurs à cause de sa prosaïque façade.
Tout roman (disions-nous au préalable de cette nécessaire digression) qui se soucie d’Henry Darger – lors même que ce souci se vérifierait seulement par le biais de deux discrètes occurrences – ne peut assurément que participer à la mémoire de ce titan d’Amérique en essayant d’être fidèle à ses convictions, à sa démesure et à son absence totale de considération pour ses lecteurs éventuels. Ce n’est que sous le regard d’un dieu de justice ou d’une entité apparentée que Darger a composé son œuvre surdimensionnée. Il ne songeait nullement à publier, de la même façon qu’il ne s’estimait nullement romancier ou artiste, comme c’est le cas du narrateur de Solénoïde de Mircea Cărtărescu (4), faisant deux allusions a priori intempestives au surnaturel vengeur de Chicago mais empruntant à plus d’un titre son inimitable sillon de fécondité (avant de se reconvertir dans une fécondité encore plus éloquente et plus à-propos pour lui-même). Comparativement à Darger, le narrateur de Solénoïde, parfois miscible aux obsessions et aux éléments biographiques de Cărtărescu (déjà par son année de naissance), parcourt le chemin de l’aventure humaine en paria fantomatique. Et séparément de ce que furent les circuits ascétiques du visionnaire de l’Illinois, ce n’est pas dans la gigantale agglomération de Chicago qu’il évolue, opprimée par les parois exponentielles de ses immeubles et par le pullulement d’une mentalité analogue à la psychologie d’un George F. Babbitt (5), mais dans la mégalopole de Bucarest, asphyxiée par la ruine et par toutes les gradations de l’effondrement, comme une espèce de cité américaine qui se serait écroulée sous le poids de son échec, animée à l’origine ou lors d’un chapitre de son expansion par une âme typique du Nouveau Monde conquérant, puis rattrapée par la sénilité de l’Ancien Monde européen dont les idéaux ont pu être massacrés par les idéologies.
Mais l’un dans l’autre, le Chicago de Darger et le Bucarest de Cărtărescu peuvent se confondre, la première moitié du XXe siècle de Chicago, inapte à reconnaître ses génies en les abandonnant au sort de la marginalisation et du libéralisme, pouvant préfigurer la seconde moitié du XXe siècle à Bucarest, prise dans l’étau du communisme et dans le régime dévitalisant de Nicolae Ceausescu, oiseau de malheur de la Roumanie, obscure silhouette que le narrateur de Solénoïde ne cite à aucun moment mais dont nous percevons continûment la gluante et dérangeante présence. En outre, exactement comme Darger, similairement aux jours insignifiants et aux nuits extraordinaires de ce dernier, le personnage de Cărtărescu travaille dans le mystère et l’ermitage de son domicile tout en exerçant la profession ordinaire de professeur de roumain dans une école excentrée de tout prestige. Rien (ou presque) n’est à cet égard central dans Solénoïde puisque tout a lieu en périphérie, en bordure, sur le rebord de Bucarest et en exfiltration des moindres sources d’intérêt que l’on accorde généralement au fait de vivre (et surtout au fait de bien vivre). De là émerge la thématique du secret, la nette impression que Darger fut un impénétrable secret pour son époque, un indéfinissable et inassimilable individu, le sentiment aussi que Bucarest et toutes ses milices de surveillance ne parviendront jamais à percer le coffre occulte de cet enseignant de roumain, l’un et l’autre étant des étoiles insaisissables parmi la constellation des mornes soleils de leurs quotidiens respectifs, l’un et l’autre s’acharnant à comprendre quelque chose de leur vie et de l’universalité de la condition humaine, l’un et l’autre, en somme, étant des «[bannis] de l’univers» dotés des compétences pour diagnostiquer la force cosmique de l’ostracisme, l’un et l’autre possédant un mode d’existence où le secret a pu devenir une «forme suprême d’intervention en ce monde» (6). Ainsi faisons-nous d’Henry Darger et de l’étrange raconteur de Solénoïde des sortes d’agents secrets du secret, des sortes d’opérateurs ontologiques du secret, un binôme qui n’eût pas d’autre élan que celui du secret, de la secrète discrétion, mais qui sut agir significativement au milieu du torrent existentiel, qui sut deviner dans la circonférence des choses un avant-poste du nombril de l’Être, une esquisse du noyau intersidéral où viennent se greffer les vérités ultimes et indicibles, un binôme semblable si l’on veut à une franc-maçonnerie solitaire qui n’avait pour frère et pour loge que le secret et rien que le secret – encore qu’il faudrait nuancer un peu pour le pédagogue de Solénoïde car sa démentielle solitude sera quelquefois atténuée par des rencontres décisives.
Il est troublant du reste que l’énigmatique narrateur de Cărtărescu revienne à plusieurs reprises sur le sabotage de sa carrière d’écrivain par un sévère et insensible collège de critiques alors qu’il écrit le journal le plus désarçonnant et révolutionnaire que l’on puisse lire (comme si Julien Green avait été subitement trépané et que l’on aurait enfoui à l’intérieur de sa boîte crânienne une partie du cerveau de Philip K. Dick). Il s’imagine que la disqualification de son poème intitulé La Chute a définitivement anéanti ses chances de renouveler le champ littéraire de la Roumanie et probablement du monde entier. Il lui arrive même de fantasmer une galaxie parallèle où il serait cet écrivain à succès, cet écrivain légitimé, cet écrivain qui aurait été validé dans un genre d’atelier d’écriture, dans un genre d’amicale des poètes bucarestois aussi louche que les conventicules de métromanes qui ont essaimé au sein du Mexico D.F. de Roberto Bolaño et que le romancier chilien a aimé brocarder ou révérer. Il n’en demeure pas moins que cette précoce élimination du narrateur par le soi-disant terrain officiel de la littérature l’a immédiatement inscrit parmi les dignes descendants d’Henry Darger. Puisque son talent n’a pas été reconnu, puisque les prétendues autorités esthétiques de Bucarest n’ont pas su lire sa poésie comme les bons citoyens de Chicago n’ont pas su déchiffrer le prodige cognitif de Darger, il devait éprouver d’emblée une expulsion de la norme et cultiver l’interminable nomenclature de ses anomalies (avec ses rêves bizarres en guise de sommet morbide, des rêves où alternent des ambiances picturales proches des tableaux de Füssli et des rêves entomologiques allant jusqu’à l’accouplement avec une vermine confusément anthropomorphe). C’est pourquoi la lecture de Solénoïde pourra paraître pénible à certains, ne fût-ce déjà que par le volume de l’ouvrage et par sa constante perquisition de l’aberration multimodale qui est à l’avenant de cette acromégalie romanesque. La lecture semblera aussi ardue en raison du large faisceau d’hypothèses qui sont testées (des hypothèses à la fois formelles et philosophiques), ardue encore par la répétition du délire onirique et par les soudaines incursions dans le domaine du fantastique, par le sentiment de fréquenter d’inédits et terrifiants corridors du château de Bran, sans parler d’une terminologie volontairement organique et souvent nosographique tant le narrateur insiste sur son état maladif, sur les parties souffrantes de son corps et de son esprit, sur la maladie de Bucarest et possiblement la maladie planétaire, sur le Mal insatiable qui ronge le monde et dont il se fait le porte-parole tutélaire, sur ce Mal holistique et peut-être incurable mais qui doit néanmoins nous encourager à ressaisir la réalité selon des angles sains, selon une mathématique d’initiés qui pourrait nous sauver de ces visions terribles et nous indiquer une algèbre divine derrière la dyscalculie des civilisations.
Au fond, Mircea Cărtărescu s’amuse à repousser le périmètre de l’expérimentation littéraire tout en proposant un roman worthy of the name, en l’occurrence, ici, le roman d’un Don Quichotte de la secrète configuration du réel, le roman d’un détective de la Forme platonicienne déboussolé par l’invulnérable et inexplicable devenir, le roman d’un fou furieux sporadiquement intuitif qui traque la suprême Intuition par-delà ses crises de rationalité, par-delà ses instincts tortueux et par-delà ses fastidieuses semaines d’enseignement. En cela, Cărtărescu revisite beaucoup de fantaisies qu’il a pu développer naguère dans son surprenant Orbitor, dans cette transcendante science-fiction, mais, cette fois, il va plus loin dans l’audace, plus loin dans la démiurgie, comme s’il se galvanisait par le truchement de son personnage, comme s’il était ce double de la galaxie parallèle tout à l’heure évoqué, cet écrivain réputé, nobélisable et installé, soufflant à son homologue fictif le substantiel pneuma de la littérature qui lui ferait défaut dans la mesure où les contrôleurs des travaux littéraires n’ont pas apprécié sa vaillante Chute – à moins tout au contraire qu’il ne faille lire Solénoïde comme un témoignage de ce que serait la littérature hors de n’importe quelle académie : une liberté inestimable que même Mircea Cărtărescu pourrait regretter, compte tenu désormais de sa reconnaissance internationale et par conséquent de son statut d’antinomie vis-à-vis de tous les Henry Darger recensés et spécialement non recensés.
Retenons toutefois que l’immensité de la tentative du narrateur – déceler l’indécelable ou sonder l’insondable – se déroule dans le secret absolu de ses recherches et les méandres de son off-center diary. Il faut ainsi l’appréhender comme un grand écrivain en puissance eu égard à la complète actualisation de ses ratages, à ses passions mystagogiques et à sa mélancolie professorale (pour ne pas dire sa mélancolie congénitale), car la grandeur en écriture ne peut aller de pair qu’avec une forme de lassitude sociale, un système de pessimisme assorti d’un système d’extase, voire une circonstance d’invisibilité de soi-même où l’on tend à repousser ce qui nous éclipse pour apostropher quelque improbable lueur, quelque improbable feu sacré qui brillerait derrière les faux temples des gloires éphémères. Là où se décident les notoriétés matérielles aux seules conséquences pratiques, cet homme du périphérique de Bucarest ne peut pas être, mais là où potentiellement se décide l’indécidable pour un cerveau médiocre, là où se fomente une envisageable intrigue métaphysique réservée aux consciences éclairées, il pourrait vraiment être – en d’autres termes : ses virtualités sont désagréablement retenues et il se met à compenser cette rétention dans l’espace-temps exotérique en décuplant sa monomanie pour un espace-temps ésotérique où les serrures les plus coriaces seraient selon lui sur le point de céder.
Et par rapport à cette mélancolie qui entraîne un pessimisme de la force et consécutivement une envie de s’édifier, de reprendre place dans un ordre plus juste, par rapport à ce désarroi qui s’empare un jour de tout enseignant dévoré par le fulgurant non-sens de sa mission (peut-être l’absurdité corrélée des collègues inanimés et des élèves indifférents), il faut se faire une idée par exemple des médisances qui l’ont possiblement accablé, lui, le prospecteur de l’irreprésentable, le scrutateur d’une voie lactée philosophale, qui l’ont dénigré dans son école et qui l’ont peu à peu déporté sur le terrain d’une surhumaine libido sciendi traduite en manuscrits surabondants : s’il avait du talent, s’il savait faire autre chose que ressasser les mêmes rengaines pédagogiques, s’il avait de quoi être quelqu’un, un vrai de vrai, s’il était the real deal (ont dû colporter les malveillants), il ne serait pas dans cet établissement scolaire et il serait l’écrivain que toute une nation attend. Mais c’est précisément parce que cet éducateur désabusé est tout cela, qu’il est sublime et doué, monumental et pionnier, qu’il végète dans ce bahut kafkaïen aux innumérables bâtiments et à l’architecture indéfinie, et que, une fois libéré de ses journées assommantes, il s’engage dans le biotope encore plus kafkaïen de sa maison, une espèce de monastère de l’Escurial exprimé par Dalí et se contorsionnant pour auto-engendrer de nouvelles pièces et de nouveaux passages secrets, amplifiant les obsessions de son occupant, exacerbant ses volontés de cartographier une intarissable réalité, le confortant de surcroît dans son opinion que le monde autour de son hétéroclite foyer dissimule des tréfonds autrement plus étonnants et essentiels pour la suite de l’histoire humaine. En dehors donc des réseaux mondains et des réseaux de compréhension habituels, le narrateur s’enfonce de plus en plus dans les infinis présumés qui nous régissent, l’infiniment grand et l’infiniment petit, abîmes où respirent de considérables secrets, et il s’y enfonce en secret, en scaphandrier des océans inexplorés. Par là même il nous incite à estimer son périple à sa juste valeur : ce sont les actes et les crédos les plus anonymes, les plus compulsifs, qui ont les meilleures chances de refaçonner le paradigme dominant et d’apporter aux contemporains de cette épistémologie officieuse des perspectives radicalement novatrices. En d’autres mots, le narrateur de Solénoïde pourrait bien être celui par lequel une révélation advient, celui par lequel une perception jusqu’ici inconnue se manifeste, celui qui pourrait divulguer une suite de Fibonacci au verso de tous nos désordres, au dos du foisonnement de la nature, au principe de nos propres créations, tel Krasznahorkai méditant sur l’hermétique beauté guidant le monde dans Seiobo est descendue sur terre. Mais tandis que László Krasznahorkai a imité une sorte de perfection cachée parmi les pages éblouissantes de Seiobo, l’ouvrage de Mircea Cărtărescu, à l’inverse, s’engloutit ou plutôt s’engouffre vers des strates de réalité de moins en moins parfaites, de moins en moins recommandables, entretissées cependant d’une mystique mathématicienne, suggérant que la perfection et l’imperfection ne sont que des cas particuliers d’un schéma suprasensible – ou d’une énergie, d’une omniprésence solénoïdale – éminemment différent de ce à quoi des siècles de réflexion nous ont accoutumés.
Ce faisant les abstractions les plus éthérées côtoient les composants les plus trivialement concrets au cœur de ce livre inclassable. Au registre des abstractions, on se souviendra des séquences hallucinées concernant la quatrième dimension et les travaux de Charles Howard Hinton à ce sujet. Les avancées cruciales du savant Hinton sont restituées non pas comme un point isolé sur la tapisserie de l’univers, mais, tout à rebours de cela, comme un authentique motif transitionnel dans le tapis de l’incommensurable réel, comme un nœud gordien indénouable à partir duquel pourrait néanmoins se démasquer telle ou telle innervation de la substance des choses. D’où ces extrapolations et autres digressions mirobolantes sur le tesseract, sur l’hyper-cube géométrique, figure cubique et quadridimensionnelle qui fascina Hinton et propulsa dans les intelligences ultérieures les possibilités du Rubik’s Cube. Il est d’ailleurs pertinent de regarder Solénoïde à l’image d’un Cube de Rubik insoluble et textuel, égrenant ses dimensions avec une infaillible autonomie et ajoutant à nos manières de voir et de sentir une féroce dimensionnalité que la littérature confirmée ne saurait nous offrir, pas davantage qu’une institution scientifique se permettrait de concevoir une réciprocité (ou une clé d’élucidation déterminante) entre Hinton et son mariage avec l’une des filles du mathématicien George Boole – Mary Boole en l’occurrence. Il y a donc là un tropisme qui rappelle tant et tant de fantaisies propres à Borges (ce dernier faisant du reste surgir Hinton dans son cuento adéquatement nommé Le Miracle secret eu égard à nos extravagances personnelles sur le narrateur de Cărtărescu), et, aussi, un reflet de tant et tant de défis lancés à la pensée arborescente telle qu’on peut s’en délecter chez Juan Rodolfo Wilcock et sa Synagogue des iconoclastes, recueil de nouvelles où les survivances borgésiennes sont légion. Et cette irruption de la descendance de Boole ne s’arrête pas en si bon chemin puisque le narrateur confesse un durable ensorcellement depuis qu’il a découvert un livre d’Ethel Lilian Voynich, une autre des nombreuses filles de Boole (il en eut cinq au total), quasiment centenaire à son décès en 1960 à New York, surtout reconnue pour son roman Le Taon, publié en 1897, la même année que Dracula, et qui fit se lever d’admiration la société soviétique pour laquelle cette fiction à forte teinture révolutionnaire influença plusieurs générations d’esprits coruscants. Il n’en fallait pas moins pour que l’hyperbolique créature de papier de Mircea Cărtărescu s’adonne à des rapprochements, des recoupements et des déductions plus renversants les uns que les autres, fouillant la trame de ces références jusqu’au vertige métaphysique.
Pour autant, nous le disions, cette métaphysique ou cette excessive auscultation nouménale côtoie sa jupitérienne contradiction par le truchement d’une saisissante descente parmi la stricte réalité phénoménale. Des cimes invariantes de la géométrie et de l’algèbre aux variations effrénées de l’abysse entomologique, il n’y a éventuellement qu’un pas, et l’on savoure maintes fois les odyssées du narrateur vers l’Ithaque d’une population d’acariens, vers la maison-mère des sarcoptes qui semble reproduire à une échelle microscopique les allées et les venues de l’inquiétant macrocosme de Bucarest. Muni d’une déclinaison accrue du principe de charité de W. O. Quine, le narrateur attribue aux insectes galeux des genres de propriétés rationnelles qui pourraient nous aider à optimiser les résultats de l’enquête mathématique. À un certain niveau d’empathie voire d’intropathie vis-à-vis des sarcoptes, le chroniqueur de ce voyage étourdissant n’est pas si loin de décréter une spirale logarithmique dans la nature même du mouvement parasite, mais il est finalement submergé par cet innommable grouillement, par ce langage inarticulé de la nuisance parasitique. On se rend compte en outre que les pages dédiées au périple des sarcoptes (ou du sarcopte fait homme ou de l’homme fait sarcopte) sont assimilables aux problèmes d’épistémologie autrefois soulevés par Thomas Nagel lorsque celui-ci se demandait ce que cela pourrait faire d’être une chauve-souris (7). Évidemment il faudrait être une chauve-souris pour le savoir, mais la performance narrative de Solénoïde est telle qu’il existe des moments de véritable bravoure sémantique – ou des instants de métamorphose que n’eût pas dédaignés un David Cronenberg – transcrivant la très conjecturale pierre de Rosette des acariens. En tous les cas, ce n’est pas exclusivement dans le ciel des Formes platoniciennes et platonisantes que se résout toute l’énigme de la réalité, mais bien en-deçà, dans les entrailles de Bucarest, dans les tripes de cette titanesque ville, là où se croisent et s’agglomèrent en des coïts impensables les inépuisables processions d’acariens et le mesmérisme inouï des solénoïdes qui sont enterrés à divers endroits de la capitale roumaine, dont l’un, pour ne rien arranger, gît à même les fondations de la convulsive habitation du narrateur. Ce sont d’ailleurs ces mêmes solénoïdes qui font entrer Bucarest en lévitation durant l’intermède magique d’une éblouissante vision, à mi-chemin du rêve intégral et du cauchemar lucide, arrachant la ville de ses pilastres enfouis pour la hisser vers les pylônes du firmament, le bas et le haut se rejoignant alors, le terrestre et le céleste se confondant provisoirement afin de supputer une synthèse du matériel et de l’immatériel – une coagulation des expériences et des connaissances.
Mais est-ce là ce qui est essentiel ? Est-ce que la vie de ce professeur de roumain à la fois illuminé (par les hauteurs cognitives) et enténébré (par les gouffres magnétiques) en serait changée radicalement s’il s’avérait que ses obsessions puissent trouver une issue favorable dans le cadre d’une solution finale au mystère du réel ? Une apocalypse émotionnelle survient à l’improviste et le réoriente dans une direction qu’il n’aurait jamais soupçonnée : la vie amoureuse patiemment consolidée et plus spécifiquement la paternité inhérente à cet amour perpétué. En devenant père d’une petite fille avec sa collègue de travail prénommée Irina, en ayant étendu l’amour jusqu’au royaume de l’enfantement, le narrateur renonce assez vite à ses conquêtes encyclopédiques, à ses pactes faustiens, pour se concentrer sur la vie en tant que telle, sur les richesses canonisables, sur les radiations alchimiques induites par la vie d’un enfant qui transfigure ses parents. L’enfant venu au monde le guérit presque d’emblée de ses dérives aussi bien savantes que psychologiques et la scène précise de son renoncement à tout savoir de la vie traduit son enveloppement par l’irréductible mystère de la vie. La petite fille non seulement guérit son père de sa maladie de nouveau Prométhée moderne, mais elle prépare également l’avenir, elle en est la souveraine législatrice. Cette enfant incarne même le plus puissant des solénoïdes car elle offre à son père non plus le contestable surplomb de l’intelligible ou de l’expérimentation aberrante, mais l’incontestable hauteur de la sensibilité vécue, l’irréversible clarté de l’amour que tout enfant porte en lui et qui pourrait même faire fléchir le cœur du diable. Ici s’explique à notre avis les deux mentions du patronyme de Darger dans ce non-roman qui en est un malgré tout : l’enfant que le narrateur a conçu avec Irina provient d’un soleil de justice, d’une lumière divinement brillante, et il apaise la mémoire de l’ermite de Chicago tout en corrigeant les erreurs d’inhumanité du paternel anciennement perdu.

Notes
(1) Armel Guerne, Danse des morts (cette citation et la précédente).
(2) Armel Guerne, ibid.
(3) Ibid.
(4) D’abord publié aux Éditions Noir sur Blanc puis repris au Seuil dans la collection Points Signatures. La traduction est l’œuvre patiente et remarquable de Laure Hinckel.
(5) Cf. Sinclair Lewis, Babbitt.
(6) Javier Marías, Berta Isla (cette citation et la précédente).
(7) Thomas Nagel, What is like to be a bat? (célèbre article de 1974).

 

[Photos : Martin Broen (The Guardian) – source : http://www.juanasensio.com]

Publicado por Juan Tallón

Xosé Luis Fortes cuenta que a finales de 1979 coincidió con un tal Bolaño en Ourense. Tuvieron trato durante un mes, aproximadamente. Según él, casi seguro que era Roberto Bolaño Ávalos (1953-2003), el escritor chileno. Acentúa la palabra «casi», para dejar claro que pudo ser Roberto Bolaño pero también no serlo. Es cauto a propósito de sus recuerdos. A veces «también la memoria recrea ficciones», admite. Fortes (1961) trabaja como celador de carreteras en la Xunta de Galicia, pero en su otra vida, la de las tardes, se entrega a la literatura. Yo nunca había leído ni oído que Bolaño hubiese estado alguna vez en Galicia, pero me empecé a interesar vagamente por esa historia cuando Fortes me la contó por tercera vez en diciembre de 2017.
A mediados de ese mes quedamos en el café Bohemio de Ourense, en una mesa al lado de la puerta, por la que entraba un frío atroz. Nos levantamos media docena de veces a cerrarla. Encendí la grabadora y le pedí todos los detalles que consiguiese recordar del tal Bolaño. El relato comenzaba en 2008, y después iba hacia atrás. «Ese año yo sufrí un infarto, y en mitad de mi recuperación mi amigo Pepe Bouzas apareció en el hospital con un ejemplar de Los detectives salvajes (1998). Me empezaron a sonar demasiadas cosas, y aparecieron algunos datos ante los que me dije que allí había algo nuestro, generacional, común». Días después su amigo le envió un enlace a una entrevista en una radio de Girona. «Aquella voz me sonaba. Era Roberto Bolaño, y en ese momento es cuando pienso por primera vez que es perfectamente posible que Bolaño fuese el mismo Bolaño que yo había visto y tratado treinta años antes en Ourense».
En su teoría, había algunos fragmentos sobre Galicia en Los detectives salvajes que despertaron los recuerdos en los que Bolaño se le apareció en Ourense. «¿Qué fragmentos son esos?», pregunté. Dos noches después me envió una fotografía de la página 427 de la novela, en la edición Narrativas hispánicas de Anagrama. Se trataba del comienzo del capítulo 20, donde Xosé Lendoiro, poeta y abogado, relata cómo y cuándo conoció a Arturo Belano, trasunto de Roberto Bolaño y protagonista de la novela junto a Ulises Lima, a su vez trasunto del poeta mexicano Mario Santiago (1953-1998). Lendoiro lo conoció durante un viaje por Galicia, en un camping de Castroverde (Lugo) al que el abogado fue a parar en su roulotte, con la que se dedicaba a recorrer España por placer. Un día, durante su estancia en Castroverde, un niño se precipitó a la sima de una montaña llamada la Boca del Diablo. El vigilante del camping se ofreció a descender con una cuerda y rescatarlo. Cuando al fin lo subieron, se organizó «una fiesta de gallegos en la montaña, pues los campistas eran funcionarios y oficinistas gallegos y yo era hijo también de aquellas tierras y el vigilante, al que llamaban El Chileno pues esa era su nacionalidad, también descendía de esforzados gallegos y su apellido, Belano, así lo indicaba». Al menos en la ficción, pensé, Bolaño sí había estado en Galicia, como una etapa más del interminable viaje que Belano y Lima emprenden en 1976, cuando salen de México D. F. en busca de la poeta realvisceralista Cesárea Tinajero, y que, a menudo por separado, los llevará a lo largo de veinte años por Nicaragua, Estados Unidos, Francia, Austria, Israel, Egipto, Liberia, Angola, otra vez México y también España.
A raíz de la lectura de la novela, merecedora del Premio Herralde, Fortes ya no pudo sacarse de la cabeza que a lo mejor había conocido a Roberto Bolaño. Pero ¿dónde, cómo, cuándo? «Todo comenzó en el pub Yopo, propiedad de Orlando Saavedra, un chileno que había llegado a España huyendo de la dictadura de Pinochet. El local estaba en la calle Ervedelo y fue el segundo pub que se abrió en Ourense». El local sigue en el mismo sitio, ahora con otros dueños y un nombre distinto. Antes de ser un pub había sido un club de alterne, y cuando dejó de ser el Yopo volvió a convertirse en club. Fortes y su amigo Bouzas lo frecuentaron a finales de los setenta. Fue ahí donde contactaron con el tal Bolaño. Yo vivo a cincuenta metros del local. Nunca se me ocurrió entrar hasta hace unas semanas, solo para fantasear con que en una esquina pudo apoyarse el escritor chileno, tal vez. Está en un sótano. Hay que bajar dos plantas. Si te quedas en la primera te encuentras el pub Kinley. Si desciendes una más está el antiguo Yopo, ahora club Hawai.
«Recuerdo que el tipo tenía el pelo largo, rizo y barbita. Era chileno y contaba que había estado en México», exactamente como Roberto Bolaño, que en 1968 dejó Chile para trasladarse con su familia a Ciudad de México, que en 1977 dejó para viajar a Barcelona. Fortes, por entonces, tenía dieciocho años y acababa de plantar los estudios. Ganaba algo de dinero como árbitro de fútbol y trabajando en la construcción. En el pub Yopo se mezclaba la música con la efervescencia política, propia de aquel momento. «Nosotros éramos anarcoides, desafectos, y allí había mucha gente del Movimiento Comunista, de la Unión do Pobo Galego, de la Liga Comunista y también de Movimiento de Izquierda Revolucionaria».
Un día entabló conversación con el tal Bolaño. «Era una persona muy peculiar, retraída. Me contó que venía en busca de sus ancestros». Esa búsqueda encajaba con la biografía de Roberto Bolaño, cuyo abuelo paterno, Ricardo Bolaño Morán, había nacido en Galicia. En una carta dirigida a la filóloga chilena Soledad Bianchi, el escritor le confesaba: «Mi familia paterna es de origen gallego y catalán. Mi abuelo paterno nació en Galicia, tuvo nueve hijos y murió de una conmoción cerebral tras caerse de un caballo. Mi familia materna es chilena, descendientes de una burguesía venida a menos (incluso a espantoso). Mi abuelo materno fue coronel de ejército y murió de un ataque al corazón en el año 62, en su cama y jubilado, con dos solas aficiones: jugar al ajedrez y decorar jarrones con trocitos de papel recortados de revistas de colores».
Me dije que había que intentar un paso importante, y por dos vías procuré la forma de contactar con Carolina López, viuda del escritor, que en su momento «aportó a Bolaño estabilidad económica y anímica, un marco familiar, un fundamento sólido, y lo alentó en los días de ayuno en el desierto, cuando los editores y los agentes literarios rechazaban sus manuscritos», según la editora Valerie Miles. Fui a su encuentro y su testimonio resultó categórico: «Roberto nunca visitó Galicia, ni para buscar sus orígenes, ni para hacer turismo y tampoco para promocionar sus libros». Sí es cierto que «en sus fantasías estaba viajar a Galicia, reencontrar la tierra de sus abuelos y cerrar el círculo». En todo caso, «nunca insistió demasiado, ni hubo ningún intento de hacer realidad el viaje». Se preocupó «por encontrar el origen de su apellido, que encontró en Lugo, de donde era su abuelo».
Ya sabía qué pensaba Carolina López, que conocería a Bolaño en 1981, en Girona, pero ¿qué decían sus amigos? Hice una lista y me puse en contacto con Javier Cercas, que lo vio por primera vez a comienzos de los ochenta. En alguna ocasión, el autor de Soldados de Salamina contó que cuando cultivaban su amistad a diario, ya en los noventa, «parecíamos novios». Sin embargo, Cercas no recordaba que «me hablase jamás de sus ancestros españoles ni nada que tuviese que ver con Galicia. En realidad, no recuerdo que hablásemos de otros familiares que no fuesen su mujer y sus hijos, salvo de su madre y su hermana, que vivían cerca, y de su padre exboxeador [León Bolaño Carné], a quien, que yo recuerde, en todo el tiempo que fuimos amigos solo vio una vez, en Madrid».
León Bolaño Carné, que tras abandonar el boxeo se dedicó al transporte de mercancías en México, estuvo más de dos décadas sin hablarse con su hijo. Murió en 2010. En el relato «Últimos atardeceres en la Tierra», Roberto Bolaño narra, en una mezcla de ficción y memoria, las tristes vacaciones de un fin de semana entre padre e hijo, después de las cuales la infancia parece quedar atrás. En una entrevista concedida al periódico chileno La Tercera, León Bolaño confesó un día que «no me enteré de sus libros hasta que unos parientes me lo dijeron y mi hijo León Enrique comenzó a sacar datos de internet». León Enrique Bolaño Mendoza es hermanastro de Roberto, fruto del segundo matrimonio de León Bolaño tras separarse de Victoria Ávalos. En el año 2000, el hermanastro envió un telegrama a Roberto: «Comunícate urgente», y al fin hijo y padre hablaron por teléfono tras muchos años alejados. En 2001 se vieron en Madrid. Ese fue el encuentro al que se refería Javier Cercas.
Me llevó su tiempo hablar con León Enrique Bolaño Mendoza, que se dedica a la política. Milita en el PAN (Partido Acción Nacional) y actualmente es el presidente del municipio mexicano de Cadereyta de Montes, en Querétaro. Me pareció buena idea preguntarle por su abuelo. Se mostró honesto al anticiparme que no tenía «la plena certeza de la objetividad, veracidad y realidad en tiempos y formas» del relato que sobre su abuelo le trasladó su padre. Me aseguró que Ricardo Bolaño Morán nació en Becerreá (Lugo), un municipio con una superficie de ciento setenta y tres kilómetros cuadrados y unos tres mil habitantes. Está a solo treinta kilómetros del Castroverde que se menciona en Los detectives salvajes. Curiosamente, el propio Roberto, en una carta que dirige al poeta Carlos Edmundo de Ory (y que custodia la propia Fundación Ory), le manifestaba en noviembre de 1993 que «la aldea de mis antepasados, llamada Bolaño, está en las montañas de Lugo, el último sitio habido antes de entrar en Asturias. Mis tías me solían contar historias acerca de ese pueblo, de donde veníamos todo los Bolaño esparcidos por América —naturalmente, todos parientes—. Está cerca de Castroverde, en tiempos lejanos el señor feudal de la zona». En esta misma carta, una parte de ella recogida en la biografía sobre De Ory escrita por José Manuel García Gil, Roberto Bolaño le anunciaba al poeta gaditano que «dentro de poco viajaré a Galicia» para reencontrase con la aldea familiar.
Pero volvamos a su padre. Bolaño Morán emigró muy joven con su hermano Vicente «destino a Panamá para emplearse en la construcción del canal». Más tarde aceptaron una oferta de trabajo en un buque que se dirigía a Chile. Vicente prefirió quedarse en Buenos Aires durante una escala, y Ricardo continuó hasta su destino, en la ciudad de Concepción.
Con el tiempo, conoció a Eugenia Carné Visa, catalana, con la que se casó y se establecieron en Los Ángeles. Allí tuvieron ocho hijos, uno de ellos León, el padre de Roberto Bolaño. Ricardo vivió del comercio, la agricultura y la cría de animales. «Su semblante era duro, seco y rígido, poco o nada expresivo, y tenía una conversación muy corta», me precisó su nieto, que me hizo llegar una fotografía en la que se ve a un señor sentado, con un bigote cuyos extremos terminan en curva, en traje, veterano de la elegancia, con unos prismáticos en la mano.
En marzo de 1940 viajó a Concepción por negocios, llevándose a dos de sus hijos, entre ellos León. Aprovecharon para «comprar dos guajolotes [pavos], que colgaron del cuello del caballo». Cuando Ricardo lo montó, «en un movimiento torpe asustó a los guajolotes, que papalotearon [movieron las alas], y el caballo levantó ciento sesenta grados las patas». Bolaño Durán cayó al suelo. «Su cabeza rebotó sobre la piedra seca», pero aun así se incorporó y volvió a subir al animal. Cuando llegó a casa le dijo a su mujer: «Estoy cansado, me duele la cabeza… iré a dormir». Y nunca se despertó.
El encuentro entre Fortes y el tal Bolaño tuvo lugar a finales de 1979. Al año siguiente Roberto abandonó Barcelona y se mudó a Girona, para entonces con una primera versión de su novela Amberesya escrita, y los primeros poemas que forman parte de La universidad desconocida, que compuso a lo largo de toda su vida. En el 79 Fortes había cumplido la mayoría de edad y obtenido el carné de conducir. Su padre le compró un Seat 600 D de segunda mano. «Era de color blanco marfil. Recuerdo perfectamente la matrícula: OR-31562. Era un modelo con aquellas puertas que abrían al revés, puertas suicidas, se llamaban. Lo deshice un día al volcar, regresando de arbitrar un partido». Esa tarde, en el café Bohemio, me contó que una vez el tal Bolaño y él se subieron al coche y se dirigieron a Parada do Sil, un municipio que linda con Lugo, en busca de otros Bolaños que pudiesen conducirlo hasta sus antepasados. «Mi padre conocía a varios en aquella zona».
No fue el único viaje que hicieron juntos en el Seat 600. Hubo uno más, y después el chileno desapareció para siempre, hasta que años después Fortes creyó reconocerlo en el autor de Los detectives salvajes. Un día se dirigieron a la calle Padre Sarmiento, sin salir de la ciudad. «Nos bajamos del coche y mientras yo vigilaba él se subió a un muro que había al lado de las torres, desde el que manipuló los cables de un teléfono para hablar con el extranjero. Me pareció que lo hizo con mucha naturalidad».
Fortes tiene dificultades para evocar las conversaciones que mantenía con el chileno. Cuando hace mucho tiempo de algo a veces solo resisten en pie algunos rayos de luz y unas pocas imágenes arrugadas en la memoria. «Creo que estaban relacionadas con la política y las ideologías, y también con el arte. Cuando la conversación se volvía más intelectual, Bouzas intervenía más que yo».
Una semana después de verme con Fortes quedé con José Manuel Bouzas. Bouzas es escultor, además de ensayista y comisario de arte. También quedamos en el café Bohemio, pero como había demasiado ruido, y la puerta otra vez se abría y cerraba sin parar, nos fuimos a la cervecería Áncora. Encendí la grabadora y le expliqué que, según lo recordaba Fortes, él y Bolaño habían mantenido algunas conversaciones en el pub Yopo sobre surrealismo y dadaísmo. «Ah, ¿sí? No recuerdo nada de esas conversaciones ni de ningún Bolaño». La memoria nunca nos afecta por igual, pensé, y apagué la grabadora. Bouzas recordaba la época, el pub, pero nada de alguien que se apellidase Bolaño y fuese chileno. Cuando semanas después releí Los detectives salvajes me consolaba cada vez que algún personaje mencionaba el surrealismo o el dadaísmo.
Esa misma tarde, al llegar a casa, le escribí un mail a Enrique Vila-Matas, que había conocido a Roberto en 1996, en el Bar Novo, en Blanes, localidad en la que el chileno se había asentado en 1985. Ese día Vila-Matas entró con Paula de Parma, profesora de literatura y su pareja, que acababa de leer Estrella distante, y al poco apareció Bolaño. Ella le preguntó si era Bolaño, y este dijo que sí, y al reconocer a Vila-Matas a su lado, exclamó: «¡Hostia!».
Lamentablemente, Vila-Matas tampoco pudo aportar datos prácticos a mi investigación, «por desconocer incluso el origen gallego de Roberto, es decir, que o no le oí hablar nunca de esto o no le presté nunca atención». En cambio, me contó que en su día escribió un texto para la editorial L’Herne sobre George Perec, titulado «Perec y Bolaño en Galicia», aunque «en ningún momento pensé que Roberto tenía alguna relación con Galicia». Eso resulta perfectamente vilamatiano. El autor de Mac y su contratiempo me hizo llegar el texto, en el que cuenta que durante una estancia en A Coruña soñó que Roberto Bolaño y Perec estaban en Galicia.
En la busca desesperada de más testimonios que sirviesen para apoyar los recuerdos de Fortes, me preguntaba si podría dar con el propietario del Yopo. Solo tardé tres días y medio. Encontré a Orlando Saavedra, médico jubilado, a cien kilómetros de Ourense, ejerciendo de concejal de Servicios Sociales en la localidad de O Barco. «El Yopo —me dijo con nostalgia— lo monté yo mientras hacía la residencia en el hospital de Ourense, para contribuir a la economía familiar». Los Saavedra eran cuatro hermanos que el golpe militar de Pinochet empujó al exilio. Cada uno tomó una dirección: Estados Unidos, Francia, Suecia y, en el caso de Orlando, España. Abrió el Yopo en 1978. «¿Bolaño, Roberto Bolaño, el escritor, en el Yopo? Mmm. No sé. Quienes sí estuvieron fueron Eduardo GaleanoEduardo Blanco AmorJaime Quesada o Amancio Prada». Se hacían exposiciones, conciertos en directo, pero con el tiempo el ambiente se deterioró y en 1981 el pub cerró al convertirse en un lugar de referencia para los consumidores de heroína. Orlando Saavedra me dio un nombre antes de despedirnos: Manuel Araujo Fiz. Tal vez pudiese ayudarme. También era chileno, asiduo al Yopo, comercial y profesor de pintura. Me costó dos semanas conseguir que me devolviese las llamadas. Entonces me habló del pub, del ambiente, de la efervescencia. «La clientela tenía un perfil intelectual. Todavía me encuentro a gente que me dice “Yo te conozco del Yopo”». Por esa época «tuve contacto con varios Bolaños en Ourense», me aseguró. Me excité casi sin razón, y cuando me confirmó que ninguno de ellos era chileno, ni acabó escribiendo libros, me derrumbé.
Entre tanto, una serie de gratas casualidades me condujo a Lola Paniagua, a quien Bolaño había conocido al poco de llegar a España. Ella era una recién licenciada en Química que un día de 1977 recaló en Barcelona desde Hospitalet. Leyó en un periódico que se alquilaba una habitación en un piso de la Gran Vía de Les Corts, y fue de ese modo como conoció a Roberto, a su hermana Salomé y a la madre de ambos, Victoria Ávalos. Ella y Roberto se hicieron novios y en 1978 se fueron a vivir juntos a un pequeño apartamento en Carrer dels Tallers, en el Raval. La relación se acabó antes de que Bolaño abandonase Barcelona por Girona, en 1980. En 1978 la pareja estuvo cerca de pisar Galicia, cuando hicieron juntos un viaje a Portugal. Pero, según Lola, él nunca «expresó intención ninguna ni en el viaje ni en otro momento sobre buscar sus raíces gallegas».
No me rindo fácilmente. Tenía pendiente escribirme con Eva Valcárcel, profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de A Coruña, quien en su día casi logra convencer a Bolaño para visitar Galicia. Lo conoció a través del también escritor chileno Jorge Edwards. «A fines de 2002 organicé un congreso internacional de latinoamericanistas en la Universidad de A Coruña y pensé en él», me contó. «Durante dos semanas hablamos por teléfono casi a diario […]. Le atraía mucho Galicia y la vinculación de su apellido con ella». El plan era que «viniese para ser el invitado del Congreso, pero se vio interrumpido». Alguien le exigió cumplir con un compromiso anterior en Madrid. «Me habló de los orígenes míticos, como suelen hacer los latinoamericanos, de su apellido gallego, pero sin ninguna precisión, porque no los conocía. Eso sí, se interesó mucho por Galicia, por la Universidad y por algunos aspectos de la cultura gallega contemporánea y por la literatura; todo aparece novelado en unas páginas gallegas de 2666».
Esas páginas se recogen en la segunda de las cinco partes que componen el libro, titulada «La parte de Amalfitano». Óscar Amalfitano es un profesor chileno que se traslada de Barcelona a Santa Teresa, en México, para dar clases en su universidad. Un día, al abrir una caja de libros, encuentra Testamento geométrico, del gallego Rafael Dieste, que no recordaba haber comprado jamás. En la primera página había una etiqueta de la librería Follas Novas de Santiago de Compostela en la que se supone que se adquirió, aunque «nunca, ni en sueños, había estado en Santiago de Compostela». Una tarde Amalfitano tomó el libro, tres pinzas de la ropa y lo colgó de un tendedero para comprobar cómo resistía la intemperie y para que aprendiese «cuatro cosas sobre la vida real».
Aquel volumen era una edición que habían hecho posible algunos amigos del autor, cuyos nombres se recogen en mayúscula en la página cuatro, donde explican que la presente edición es su homenaje a Dieste. Amalfitano, tal vez sin querer, repara en un detalle que retrata Galicia como un país de favores y servidumbres. Casi hay que ser gallego para que un personaje chileno afirme que le parece «una costumbre extraña el poner los apellidos de los amigos en mayúscula, mientras el apellido del homenajeado estaba en minúscula». Ya en Los detectives salvajes, donde Xosé Lendoiro se refería a Belano como «neogallego», se vislumbraba un conocimiento instintivo de la gente de este país, cuando el narrador se permite contar un chiste de gallegos: «Va una persona y se pone a caminar por un bosque. Yo mismo, por ejemplo, estoy caminando por un bosque, como el Parco di Traiano o como las Terme di Traiano, pero a lo bestia y sin tanta deforestación. Y va esa persona, voy yo caminando por el bosque y me encuentro a quinientos mil gallegos que van caminando y llorando. Y entonces yo me detengo (gigante gentil, gigante curioso por última vez) y les pregunto por qué lloran. Y uno de los gallegos se detiene y me dice porque estamos solos y nos hemos perdido».
Me quedaban cada vez menos opciones. Recurrí a Ignacio Echeverría, amigo y conocedor en profundidad de su obra, parte de la cual contribuyó a editar. Lamentó mucho no serme de utilidad. «Nunca hablé con Roberto de eso que mencionas, o al menos no lo recuerdo». Antoni García Porta, que pasó a formar parte del círculo más cercano de Bolaño al comienzo de los ochenta, era el siguiente en mi lista. Habían escrito a cuatro manos la novela Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. Roberto relató en el Diari de Girona que «nos conocimos en 1978, en las oficinas de una editorial marginal de Barcelona que solo publicaba poesía y que resignadamente se llamaba La Cloaca [dirigida por Xavier Sabater]. No era un buen principio, pero para nosotros, que entonces escribíamos poesía y que éramos los campeones de los futbolines del distrito quinto de Barcelona, era un principio al menos prometedor». Cuando le trasladé a Porta la historia de Fortes, reaccionó diciendo «curiosa historia la que me cuenta, de esas que se non è vero, è ben trovato. Lo cierto es que no recuerdo nada de un viaje de Bolaño a Galicia. Le deseo suerte en sus pesquisas».
En la vorágine precisamente de mis pesquisas, se me presentó la ocasión de hablar al fin con el poeta chileno Bruno Montané, y seguramente mejor amigo de Bolaño. Precisamente en la casa de Montané en México D. F., en la avenida Argentina n.º17, él, Bolaño, Mario Santiago y otros poetas fundaron el infrarrealismo. Montané es Felipe Müller en Los detectives salvajes. Esperaba su aportación con expectación. La posibilidad de que el tal Bolaño fuese Roberto Bolaño, Bruno Montané la encontró «entrañable, y también respetablemente peregrina». Que Roberto «se pegase una escapada, y lo hiciese sin contar a nadie nada, a mí me parece improbable». Por otra parte, nunca le pareció alguien interesado en indagar en la parte física de la memoria familiar. «No lo imagino yendo a Galicia, en aquel momento, si no es para encontrarse con un poeta o una chica», afirma. «Una vez me aseguró que había vuelto a México en un viaje clandestino, pero yo creo que era una trola, como si necesitase ensayar un episodio antes de escribirlo».
La conversación con Bruno Montané me dejaba, pues, en el mismo punto en que ya estaba: nada de nada del viaje a Galicia. Podía estar buscando siempre, así que decidí que me restaba un último movimiento antes de cerrar mi indagación. Un amigo escritor me puso en contacto con Carmen Pérez de Vega, pareja sentimental de Roberto durante sus últimos años de vida. Era mi última esperanza. No sabía a qué iba a enfrentarme. Cuando le referí el relato, se quedó un instante en silencio, y al fin dijo: «No me parece imposible. No diría yo que Roberto no estuvo en Ourense». Bolaño nunca le había mencionado nada al respecto, pero que no contase algunas cosas que hacía o pensaba, añadió, no significaba que no las hubiese hecho o no las pensase. «Pudo resultar un viaje infructuoso, del que no obtuvo nada en limpio sobre sus orígenes, y en ese caso, conociéndolo, sería muy normal que no contase nada, o que le provocase mucha melancolía, y en esa circunstancia tendía a cerrarse en sí mismo. Recuerdo que cuando viajamos a Londres, y la recepcionista del hotel resultó ser gallega, él le contó que sus orígenes estaban allí, y que en Galicia había muchos Bolaños. Mi impresión es que no era alguien que quisiese saber demasiado sobre sus orígenes».
A estas alturas me pareció que todo estaba dicho, salvo establecer diálogo con Roberto Bolaño. Habían pasado veinte años desde mi primera lectura de Los detectives salvajes. Me pareció buena idea releerlo como despedida. Al acercarme a la mitad del capítulo 19, cuando narra Edith Oster, recordé que tras este personaje el autor había situado a Edna Lieberman, con quien mantuvo una relación sentimental, después de romper con Paniagua, que duró hasta mediados de 1979. Si Fortes había visto al mismo Bolaño, tenía que ser en las fechas posteriores a esa ruptura. Estaba fuera de mi historia, y la novela volvía a meterme sin querer. Me vi pidiendo a Bruno Montané que me condujese hasta Lieberman, que unos días después me aseguraba que «yo abandoné a Bolaño en Barcelona hacia el verano y no quise volver a tener contacto con él». Al punto de que «no inicié la lectura de su obra hasta tres años después de su fallecimiento, con la tremenda sorpresa de ser personaje bajo seudónimo en novelas varias y descubrir poemas dedicados a una servidora con nombres y apellidos». De su época juntos «jamás escuché hablar a Roberto de sus orígenes gallegos», me aseguró Lieberman.
Cuando releí el testimonio de Edith Oster en Los detectives salvajes se me aceleró el pulso. Fue pura emoción: «Una noche, mientras Arturo [Belano] me hacía el amor, se lo dije. Le dije que creía que estaba volviéndome loca […] Dijo que si yo enloquecía él también enloquecería, que no le importaba volverse loco a mi lado […] A la mañana siguiente sabía que tenía que dejarlo, cuanto antes mejor, y al mediodía llamé a mi madre desde la Telefónica. Por aquellos años ni Arturo ni sus amigos pagaban las llamadas internacionales que solían hacer. Nunca supe qué método utilizaban, solo supe que era más de uno y que la estafa a Telefónica seguramente fue de miles de millones de pesetas. Llegaban a un teléfono y metían un par de cables y ya estaba, tenían línea, los argentinos eran los mejores, sin ninguna duda, y luego venían los chilenos».
De un modo primario, torpe, me fue imposible no pensar en el relato de Fortes, cuando llevaba al chileno en su 600 a llamar por teléfono desde las torres de la calle Padre Sarmiento. Me apresuré a escribir a Carmen Pérez, llevado por un optimismo inesperado, quizá irreflexivo. Su respuesta me devolvió a la tierra y dejó el reportaje tal y como estaba. «Arturo no es el que manipulaba los cables. Y Roberto menos. Me pedía a mí que le cambiara hasta las bombillas, y se iba a Pedralbes para buscar una cabina tarada por la que se llamaba sin pagar. El resto es literatura». Montané lo confirmó: «Trucar unos cables telefónicos no estaba al alcance de Bolaño», me dijo, mientras recordaba a su amigo jactándose de no tener habilidades prácticas. «De vez en cuando tenía que cambiarle la resistencia de su estufita. “Yo soy poeta, no me obligues a electrocutarme”, me miraba y me daba a entender».
Habría acabado aquí si no fuese porque en el último instante recibí un mensaje de Carmen Pérez hablándome de Ricardo House, un cineasta chileno, autor de varios documentales sobre Bolaño, que había estado en contacto con la familia que todavía tenía en Chile. Fue imposible resistirme. House me contó que en ese momento estaba explorando la relación de Bolaño con un poeta llamado Waldo Rojas, residente en París. «Se escribieron durante quince años, y nunca se conocieron en persona». Bolaño era capaz de cosas así. «Entiendo tu obsesión», me dijo cuando le hablé de mis esfuerzos en hacer creíble el relato Fortes. Él llevaba diez años trabajando sobre el escritor chileno, en todo caso. «Si te sirve de algo, me inclino de una manera un poco mística a creer que esa historia que me cuentas pudo haber ocurrido. Me parece que Bolaño era a veces un espíritu investigador. Tenía esa vertiente. Creo que acometió algunas aventuras de las que no se sabe mucho». Me reconfortó, aunque la historia de Fortes seguía siendo el hermoso y solitario relato de un hombre sin testigos. Pero ante él se sentía la necesidad de creer, aunque fuese a ciegas, que el autor chileno había estado buscando sus orígenes gallegos en un Seat 600 D. Roberto Bolaño, después de todo, era un detective salvaje.

[Fuente: www.jotdown.es]